Si Ballston lo percibió de ese modo, no hizo caso.
—Pequeña, confortable, con una moqueta encantadora.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Cuando me recogieron en el aeropuerto de Newark, me llevaron con los ojos tapados, con una de esas máscaras para dormir que se ven en las viejas películas en blanco y negro. El chófer me dijo que me la pusiera y que no me la quitara hasta que me informaran de que estaba en la sala de proyecciones.
—¿Y no hizo trampas?
—Karmala no es una organización que permita que se hagan trampas.
Becker asintió, sonrió.
—¿Cree que Karmala podría considerar lo que nos está contando hoy como una forma de engaño?
—Me temo que sí—dijo Ballston.
—Así que veía esos vídeos y encontraba algo que le gustaba, y luego ¿qué?
—Aceptabas verbalmente los términos de la compra, volvías a colocarte la máscara y te devolvían al aeropuerto. Hacías una transferencia por el precio estipulado a una cuenta bancaria de las Islas Caimán y al cabo de unos días la chica de tus sueños llamaba a tu puerta.
—¿Y entonces?
—Y entonces lo que uno quería que ocurriera ocurría.
—Y la chica de sus sueños terminaba muerta.
—Por supuesto.
—¿Por supuesto?
—De eso trataba la transacción. ¿No lo sabía?
—¿Se trataba de matarlas?
—Las chicas que proporcionaba Karmala eran chicas muy malas. Habían hecho cosas terribles. En sus vídeos describían al detalle lo que habían hecho. Cosas increíblemente horrorosas.
Becker se echó un poco hacia atrás en la silla. Era evidente que la situación lo superaba. Incluso la cara de póquer de Stanford Mull había adoptado cierta rigidez. Sus reacciones parecieron dar energía a Ballston, devolverle la vitalidad. Sus pupilas brillaron.
—Cosas terribles que merecían castigos terribles.
Hubo una especie de pausa universal, quizá dos o tres segundos en los cuales pareció que nadie en el sala de interrogatorios de Palm Beach ni en la sala de teleconferencias del DIC estaba respirando.
Darryl Becker rompió el hechizo con una pregunta práctica en un tono rutinario.
—Dejemos esto perfectamente claro. ¿Usted mató a Melanie Strum?
—Así es.
—¿Y Karmala le envió otras chicas?
—Exacto.
—¿Cuántas más?
—Dos.
—¿Cuánto sabía de ellas?
—Sobre los detalles aburridos de sus existencias cotidianas, nada. Sobre sus pasiones y sus transgresiones, todo.
—¿Sabe de dónde venían?
—No.
—¿Sabe cómo las reclutaba Karmala?
—No.
—¿Alguna vez trató de averiguarlo?
—Se especificaba que eso no podía hacerse.
Becker se apartó de la mesa y estudió el rostro de Ballston.
Mientras Gurney miraba a Becker en la pantalla, le pareció que el hombre estaba estancado, abrumado por la situación, tratando de averiguar adónde ir con la siguiente pregunta.
Gurney se volvió hacia Rodriguez. El capitán parecía tan desconcertado como Darryl Becker por las revelaciones y la despreocupación de Ballston.
—¿Señor?
Al principio Rodriguez pareció no escucharle.
—Señor, me gustaría enviar una petición a Palm Beach.
—¿Qué clase de petición?
—Quiero que Becker le pregunte a Ballston por qué le cortó la cabeza a Melanie.
El rostro del capitán se contorsionó en un gesto de repulsión.
—Obviamente porque es un loco enfermo, sádico y asesino.
—Creo que sería útil plantear la pregunta.
Rodriguez parecía molesto por las palabras que salieron de su propia boca.
—¿Qué más podría ser, salvo parte de su asqueroso ritual?
—¿Como cortar la cabeza de Jillian formaba parte del ritual de Héctor?
—¿Qué quiere decir?
El tono de Gurney se endureció.
—Es una pregunta simple y hay que plantearla. Nos estamos quedando sin tiempo.
Sabía que las horrendas dificultades de Rodriguez con su hija adicta al crac estaban comprometiendo su capacidad para tratar directamente con un caso que le resultaba tan cercano, pero eso ya no le preocupaba.
La cara de Rodriguez se puso colorada, un efecto aumentado por el contraste con su cuello blanco y su cabello teñido de negro. Al cabo de un momento, se volvió hacia Wigg con un aire de rendición.
—El señor tiene una pregunta, ¿por qué Ballston le cortó la cabeza? Mándelo.
Los dedos de Wigg se movieron con rapidez en el teclado.
En el monitor de teleconferencia, se veía a Becker presionando a Ballston, insistiendo en preguntarle de dónde sacaba las chicas Karmala. Ballston continuaba reiterando que no sabía nada de todo eso.
Becker parecía estar considerando cómo sacarle la respuesta cuando su atención se centró en el portátil, aparentemente en la pregunta que Wigg acababa de transmitir. Levantó la cabeza a la cámara y asintió antes de cambiar de tema.
—Así pues, Jordan, cuénteme… ¿por qué lo hizo?
—¿Qué?
—Matar a Melanie Strum de esa manera en particular.
—Me temo que es una cuestión privada.
—Privada, un cuerno. El trato es que nosotros hacemos preguntas y usted las responde.
—Bueno…—La bravuconería de Ballston estaba languideciendo—. Diría que era en parte una preferencia personal y…—Por primera vez en el interrogatorio pareció un poco ansioso—. He de preguntarle algo, teniente. ¿Se refiere a… todo el proceso… o solo a la eliminación de la cabeza?
Becker vaciló. El tono banal que había adquirido la conversación parecía estar retorciéndole la mano con la que se aferraba a la realidad.
—Por ahora, digamos que nos preocupa sobre todo la eliminación de la cabeza.
—Ya veo. Bueno, lo de cortarle la cabeza digamos que fue una cortesía.
—¿Que fue qué?
—Una cortesía. Un pacto entre caballeros.
—¿Un pacto…?
Ballston negó con desesperación, como el sofisticado tutor de un estudiante estúpido.
—Creo que ya he explicado el acuerdo básico y el compromiso de Karmala de proporcionar la dimensión psicológica, su capacidad de suministrar un producto único. ¿Entiende todo eso, teniente?
—Sí, lo entiendo bien.
—Son la fuente más exclusiva del producto más exclusivo.
—Sí, eso lo entiendo.
—Como condición para una relación comercial continuada, exigen algo.
—¿Que le corte la cabeza a la víctima?
—Después del proceso. Es una adenda, si lo prefiere.
—¿Y cuál era su propósito?
—¿Quién sabe? Todos tenemos nuestras preferencias.
—¿Preferencias?
—Se insinuó que era importante para alguien de Karmala.
—Cielo santo. ¿En alguna ocasión les pidió que le explicaran eso?
—Oh, mi teniente, no sabe ni una palabra de Karmala, ¿eh?—La extraña serenidad de Ballston estaba aumentando de manera inversamente proporcional a la consternación de Becker.
T
ras concluir el interrogatorio inicial de Jordan Ballston, el primero de los tres que se habían programado—para que pudieran plantearse las preguntas de nuevo y formular otras que se habían omitido y sondear y documentar todo lo relacionado con los tratos de Ballston con Karmala—la teleconferencia terminó.
Blatt fue el primero en hablar cuando el monitor se puso en blanco.
—¡Qué cerdo degenerado!
Rodriguez cogió un pañuelo limpio del bolsillo, se quitó las gafas de montura metálica y empezó a limpiarlas distraídamente. Era la primera vez que Gurney lo veía sin gafas. Sin ellas, sus ojos parecían más pequeños y más débiles; la piel de su contorno, más vieja.
Kline apartó la silla de la mesa.
—¡Maldición! Creo que nunca he visto nada como esto. ¿Qué opinas, Becca?
Holdenfield arqueó las cejas.
—¿Te importa ser más concreto?
—¿Te crees esa historia increíble?
—Si me estás preguntando si creo que estaba diciendo la verdad como él la ve, la respuesta es sí.
—A un cerdo degenerado como ese no le importa la verdad—dijo Blatt.
Holdenfield sonrió, se dirigió a Blatt como si fuera un niño con buena voluntad.
—Es una observación precisa, Arlo. Decir la verdad no está en lo alto de los valores del señor Ballston. A menos que piense que eso va a salvar su vida.
Blatt perseveró.
—No confiaría en él ni para sacar la basura.
—Les diré cuál es mi reacción —anunció Kline. Esperó a que todos los presentes le prestaran atención—. Suponiendo que sus declaraciones sean veraces, Karmala podría ser la organización criminal más depravada jamás descubierta. La pieza de Ballston, por horrenda que pueda ser, quizá sea solo la punta del iceberg, un iceberg del Infierno.
Hardwick prorrumpió en una risa ronca y monosilábica que solo logró ocultar parcialmente como una tos, pero el impulso dramático que Kline había tomado lo hizo seguir adelante.
—Karmala parece ser una organización grande, disciplinada y despiadada. Las autoridades de Florida han detenido un pequeño apéndice, un cliente. Pero nosotros tenemos la oportunidad de destruir toda la empresa. Nuestro éxito podría significar la diferencia entre la vida y la muerte para Dios sabe cuántas jóvenes. Y hablando de esto, Rod, este podría ser un buen momento para ponernos al día del progreso en las llamadas a las graduadas.
El capitán se puso las gafas y se las volvió a quitar. Sus ojos eran oscuros y estaban llenos de preocupación. Era como si todos los giros del caso y sus ecos personales estuvieran desafiándole.
—Bill—dijo no sin esfuerzo—, danos los datos de las entrevistas.
Anderson tragó un trozo de donut y lo ingirió con un sorbo de café.
—De los ciento cincuenta y dos nombres de nuestra lista, hemos hablado con al menos un familiar en ciento doce casos. —Pasó entre los papeles de su carpeta—. De esos ciento doce, hemos clasificado las respuestas por categorías. Por ejemplo…
Kline parecía inquieto.
—¿Podemos ir al grano? ¿Solo el número de chicas ilocalizadas, sobre todo si tuvieron una discusión sobre un coche antes de irse de casa?
Anderson volvió a sus papeles, pasó media docena de hojas otras tantas veces. Al final anunció que se desconocía el paradero de veintiuna de las chicas y que, en diecisiete de esos casos, se había producido la discusión del coche.
—Así que parece que el patrón se sostiene—dijo Kline.
Cambió su atención a Hardwick—. ¿Algo nuevo en la conexión Karmala?
—Nada nuevo, solo que definitivamente la dirigen los Skard, y que la Interpol piensa que en los últimos tiempos se dedican sobre todo a delitos que tienen que ver con la esclavitud sexual.
Blatt pareció interesado.
—¿Qué tal ser un poco más concreto sobre la cuestión de la «esclavitud sexual»?
Sorprendentemente, Rodriguez habló de inmediato, con la voz cargada de rabia.
—Creo que todos sabemos exactamente de qué se trata: es el negocio más repulsivo de la Tierra. La escoria del planeta como vendedores, la escoria del planeta como compradores. Piénsalo, Arlo. Sabrás que tienes la imagen correcta cuando te vengan ganas de vomitar. —Su intensidad creó un silencio incómodo en la sala.
Kline se aclaró la garganta, con la cara desfigurada en una especie de asco exagerado.
—En mi concepto de tráfico sexual salen niñas campesinas tailandesas embarcadas hacia árabes gordos. ¿Se supone que algo así está ocurriendo con las chicas de Mapleshade? Me cuesta mucho imaginarlo. ¿Alguien puede iluminarme? Dave, ¿tiene algún comentario?
—Ningún comentario, pero tengo dos preguntas. Primero: ¿pensamos que Flores está relacionado con los Skard? Y, si es así, puesto que la operación Skard es una cuestión de familia, ¿es posible que Flores…?
—¿Pueda ser él mismo un Skard?—Kline golpeó la mesa con la palma de la mano—. Maldición, ¿por qué no?
Blatt se rascó la cabeza en una parodia inconsciente de perplejidad.
—¿Qué está diciendo? ¿Que Héctor Flores era en realidad uno de esos chicos cuya madre se follaba a todos los camellos de coca?
—Uf—exclamó Kline—. Eso daría al caso un eje completamente nuevo.
—Más bien dos—dijo Gurney.
—¿Dos?
—Dinero y patología sexual. Me refiero a que si esto solo fuera una aventura financiera, ¿por qué la locura de Edward Vallory?
—Hum. Buena pregunta. ¿Becca?
Ella miró a Gurney.
—¿Está sugiriendo que hay una contradicción?
—Una contradicción no, solo una pregunta acerca de cuál es la cabeza del perro y cuál es la cola.
El interés de Rebecca Holdenfield pareció crecer.
—¿Y su conclusión?
Gurney se encogió de hombros.
—He aprendido a no subestimar el poder de la patología. —Los labios de Holdenfield se movieron en una leve sonrisa de acuerdo.
—El resumen del historial de la Interpol que me dieron indicaba que Giotto Skard tuvo tres hijos: Tiziano, Rafaello, Leonardo. Si Héctor Flores es uno de ellos, la cuestión es: cuál.
Kline la miró.
—¿Tienes alguna opinión al respecto?
—Es más una suposición que una opinión profesional, pero si le damos valor a la patología sexual como eje del caso, entonces probablemente me inclinaría por Leonardo.
—¿Por qué?
—Porque fue el que se llevó consigo la madre cuando, al final, Giotto acabó por echarla. Es el que estuvo más tiempo con ella.
—¿Está diciendo que eso puede convertirte en un maniaco homicida?—preguntó Blatt—. ¿Estar cerca de tu madre?
Holdenfield se encogió de hombros.
—Eso depende de quién sea tu madre. Estar cerca de una madre normal es muy diferente de ser objeto de abuso prolongado por parte de una sociópata adicta a las drogas y depredadora sexual como Tirana Zog.
—Eso lo entiendo—intervino Kline—, pero ¿cómo encaja los efectos de esa clase de educación (la locura, la rabia, la inestabilidad) en lo que, al parecer, es una organización criminal altamente organizada?
Holdenfield sonrió.
—La locura no siempre es un obstáculo para la consecución de objetivos. Stalin no es el único paranoico esquizofrénico que llegó a lo más alto. En ocasiones hay una sinergia maligna entre patología y logro de objetivos prácticos. En especial en empresas brutales, como el tráfico sexual.
Blatt parecía intrigado.
—¿Está diciendo que los chiflados son buenos gánsteres?