—¿Y la bala en la taza de té?
—Lo más fácil del mundo. Ashton podría haber disparado la bala él mismo, esconder el arma y denunciar el robo. Era perfectamente creíble que el mexicano loco y desagradecido hubiera robado el caro rifle del doctor.
—Pero las chicas con las que Héctor habló en Mapleshade…
—Las chicas con las que, al parecer, habló están todas convenientemente muertas o desaparecidas. Así que: ¿cómo sabemos que habló con alguna de ellas? No podemos hablar con nadie que lo viera cara a cara. ¿Eso no es de por sí bastante extraño?
Se miraron el uno al otro y luego a la pantalla del ordenador, donde se veía a Ashton hablando con dos de las chicas, señalando varias partes de la capilla. Parecía relajado y al mando, como el general victorioso el día de la rendición del enemigo.
Hardwick negó con la cabeza.
—¿De verdad crees que a Ashton se le ocurrió este elaborado plan, que se inventó un personaje y logró alimentar la ficción durante tres años, solo para tener a alguien a quien culpar en caso de que algún día decidiera casarse y asesinar a su mujer? ¿No te suena un poco ridículo?
—Dicho de ese modo, parece completamente ridículo. Pero supón que tuviera otra razón para inventar a Héctor.
—¿Qué razón?
—No lo sé. Una razón mayor. Una más práctica.
—Parece espantosamente endeble. ¿Y qué hay del asunto de los Skard? ¿No se basaba todo en la teoría de que uno de los hermanos Skard, es probable que Leonardo, se estaba haciendo pasar por Héctor y convencía a chicas impenitentes de Mapleshade para que se fueran de casa a cambio de dinero y emociones después de la graduación? Si no hay Héctor, ¿qué pasa con todo el escenario de esclavitud sexual?
—No lo sé.
Gurney pensó que era una pregunta crucial. Si Héctor Flores no había existido, ¿qué sentido tenían sus teorías, si dependían de la idea de que Leonardo Skard estaba interpretando el papel de Héctor Flores?
—
P
or cierto—dijo Gurney—, ¿llevas el arma encima?
—Siempre—contestó Hardwick—. Mi tobillo se sentiría desnudo sin su pequeña cartuchera. En mi humilde opinión, en ciertas ocasiones, las balas son tan importantes como el cerebro para solucionar algunos problemas. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en darle un giro dramático a todo esto?
—Nada de giros dramáticos por ahora. Hemos de estar mucho más seguros de lo que está pasando.
—Parecías muy seguro hace un minuto.
Gurney torció el gesto.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que mi versión del asesinato de Perry es posible. O de que no es imposible. Scott Ashton podría haber matado a Jillian Perry. Podría. Pero necesitamos cavar más, más hechos. Ahora mismo no hay ninguna prueba que la sustente y ningún motivo. No tenemos nada más que especulación por mi parte, un ejercicio lógico.
—Pero y si…
El sonido de la pesada puerta de la capilla en el piso de abajo abriéndose y cerrándose, seguida por un clic metálico, hizo que se callara. Ambos se inclinaron hacia la escalera de detrás del umbral de la oficina y aguzaron el oído para escuchar posibles pisadas.
Al cabo de un minuto apareció Scott Ashton en lo alto de la escalera de piedra y entró en la oficina, moviéndose con el mismo aire de poder y control del que habían sido testigos en la pantalla. Se hundió en la silla mullida de respaldo alto de detrás de su escritorio, se quitó el Bluetooth y lo dejó en el cajón de encima. Juntó las manos en el enorme escritorio negro, entrelazando lentamente los dedos, salvo los pulgares, que mantuvo en paralelo, como para facilitar una atenta comparación entre ambos, algo que parecía interesarle. Después de sonreír un momento a sus propios pensamientos, separó las manos, levantando las palmas con los dedos ligeramente separados en un extraño gesto de despreocupación.
Entonces metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pistola de pequeño calibre. La acción fue absurdamente despreocupada, tan similar a sacar un paquete de cigarrillos que, por un segundo, Gurney pensó que era eso lo que había hecho.
En un movimiento casi adormilado, apuntó con la Beretta semiautomática de calibre 25 a un punto situado en algún lugar intermedio entre Gurney y Hardwick, pero tenía la mirada clavada en Hardwick.
—Hágame un favor, detective. Ponga las manos en los reposabrazos de la silla. Ahora mismo, por favor. Gracias. Ahora, permanezca sentado como está y levante lentamente los pies del suelo. Gracias. Le agradezco su cooperación. Levántelos más. Gracias. Ahora, por favor, extienda las piernas hacia delante, hacia mi mesa. Siga extendiéndolas hasta que pueda apoyar los pies en la mesa. Gracias. Eso está muy bien. Es usted muy servicial.
Hardwick siguió todas estas instrucciones con la seriedad relajada de un hombre que escucha a un instructor de yoga. Una vez que tuvo los pies apoyados en la mesa, Ashton se estiró desde su lado del escritorio, buscó bajo la pernera derecha del detective y sacó la Kel-Tec P-32 de su cartuchera. La miró, la sopesó en la mano y la dejó en el cajón de arriba del escritorio.
Se sentó otra vez y sonrió.
—Ah, sí. Mucho mejor. Demasiada gente armada en una habitación normalmente es preludio de una tragedia. Por favor, detective, ya puede bajar los pies. Creo que todos podemos relajarnos ahora que el orden de las cosas está claro.
Ashton los miró, divertido.
—Debo decir que el día se ha puesto fascinante. Tantos… acontecimientos. Y usted, detective Gurney, ha puesto esa pequeña mente suya a trabajar a todo trapo. —La voz de Ashton ronroneaba con meloso sarcasmo—. Una trama muy escabrosa la que ha descrito. Suena a guion de cine. Scott Ashton, famoso psiquiatra, asesinó a su mujer en presencia de un centenar de invitados a su boda. Y lo único que tuvo que decirle fue: «No abras los ojos». Nunca hubo un Héctor Flores. El machete ensangrentado fue un ingenioso engaño. Tenía un hacha de carnicero en el bolsillo. Una caída seudoaccidental en las rosas. Un hábil cambio de traje en el cuarto de baño. Y etcétera. Una ingeniosa conspiración destapada. Un sensacional caso de asesinato resuelto. Mercaderes de la perversión al descubierto. Justicia para los muertos. Los vivos vivirán felices en adelante. ¿Es más o menos así?
Si esperaba una reacción de estupefacción o miedo, se llevó una decepción. Uno de los puntos fuertes de Gurney cuando lo atacaban por sorpresa era reaccionar con suavidad pero con un tono un poco airado, que podría ser apropiado para circunstancias más seguras. Es lo que hizo en ese momento.
—Es un buen resumen—dijo.
No reveló sorpresa por que Ashton hubiera escuchado su conversación mientras estaba abajo, probablemente tenía un micrófono oculto. Seguro que le había llegado a través de su auricular. Gurney se reprendió por no haber reparado en la anomalía que suponía que Ashton hablara por un móvil en la capilla; era obvio que empleaba el auricular para otra cosa. Que algo tan claro se le hubiera pasado por alto era hasta doloroso, aunque trató de ocultar aquella sensación.
No sabía cómo aquel tipo respondería ante su indiferencia. Esperaba que le hubiera molestado un poco siquiera. Cualquier duda, por pequeña que fuera, que surgiera en él sería un punto a favor de Gurney.
Ashton desplazó su mirada a Hardwick, cuyos ojos estaban clavados en la pistola. El psicólogo negó con la cabeza, como si estuviera reprendiendo a un niño malo.
—Como dicen en las películas, detective, ni se le ocurra. Le metería tres balas en el pecho antes de que se levantara de la silla.
Luego se dirigió a Gurney en el mismo tono.
—Y usted, detective, es como una mosca que se ha colado en la casa. Zumba alrededor, camina por el techo.
Buzz
. Ve lo que puede ver.
Buzz
. Pero no entiende lo que ve.
Buzz
. Y de repente, ¡plas! Todo el zumbar para nada. Todo ese buscar y mirar para nada. Porque no puede entender lo que ve. ¿Cómo iba a hacerlo? Solo es una mosca. —Empezó a reír en silencio.
Gurney sabía que debía hacer que todo ocurriera más despacio. Si Ashton era el asesino, tal y como parecía, debía luchar por hacerse con el control emocional de la situación. Así que tenía que prolongar el proceso, implicar a su oponente y hacer durar el juego hasta que se presentara la oportunidad final. Se recostó en su silla y sonrió.
—Pero en este caso, Ashton, la mosca ha acertado, ¿eh? De lo contrario, no tendría esa pistola en la mano.
Ashton dejó de reír.
—¿Acertado? ¿La fantástica mente deductiva se enorgullece de haber acertado? ¿Después de que lo alimentara con todos esos pequeños detalles? El dato de que algunas de nuestras graduadas habían desaparecido, o el de las discusiones por los coches, el hecho de que todas las jóvenes en cuestión aparecieron en anuncios de Karmala… Si no me hubiera visto tentado de tomarle el pelo, de hacer la competición interesante, no habría llegado más lejos que sus estúpidos colegas.
Ahora Gurney rio.
—Hacer la competición interesante no tuvo nada que ver. Sabía que nuestro siguiente paso sería hablar con antiguas estudiantes, y todos esos hechos habrían salido a la luz de inmediato. Así que no nos dio nada que no fuéramos a conseguir nosotros mismos en un día o dos. Fue un esfuerzo patético para comprar nuestra confianza con información que no podía mantener oculta.
Al leer la expresión de Ashton—un intento congelado de aparentar ecuanimidad—se convenció de que había acertado de pleno. Pero, en ciertas ocasiones, en el control de una confrontación de ese tipo, se corría el peligro de tener demasiada razón o dar demasiado de lleno.
Las siguientes palabras le dieron la espantosa sensación de que era uno de aquellos casos.
—No tiene sentido perder más tiempo. Quiero que vean algo. Quiero que vean cómo termina la historia.
Se levantó y con su mano libre arrastró la pesada silla a un punto cercano a la puerta abierta de la oficina, que formaba un triángulo con el gran monitor de pantalla plana en la mesa de detrás de su escritorio y el par de sillas de enfrente del escritorio, que estaban ocupadas por Gurney y Hardwick; una posición, con su espalda hacia la puerta, desde la que podía observar la pantalla y a ellos al mismo tiempo.
—No me miren —dijo Ashton, señalando al ordenador—. Miren la pantalla. Telerrealidad.
Mapleshade: episodio final
. No es el final que pretendía escribir, pero en la telerrealidad hay que ser flexible. Muy bien. Estamos todos en nuestros asientos. La cámara está funcionando, la acción está en marcha, pero creo que convendría poner un poco más de luz ahí abajo. —Cogió el pequeño control remoto del bolsillo y pulsó un botón.
La nave de la capilla se hizo más brillante al encenderse los apliques de la pared. Hubo una breve interrupción en el zumbido de conversaciones cuando las chicas en los grupos de discusión miraron a su alrededor a las lámparas.
—Esto está mejor—dijo Ashton, sonriendo con satisfacción a la pantalla—. Considerando su contribución, detective, quiero estar seguro de que puede verlo todo con claridad.
«¿Qué contribución?», quería preguntar Gurney. En lugar de eso, se llevó la mano a la boca para contener un bostezo. Entonces miró su reloj.
Ashton le dedicó una mirada larga y fría.
—No les aburriré mucho más. —En su rostro apareció una sucesión de minúsculos tics—. Es usted un hombre educado, detective. Dígame: ¿conoce el significado del concepto medieval «condigno castigo»?
Curiosamente, lo conocía. De una clase de filosofía del instituto. Condigno castigo: castigo en perfecto equilibrio con la ofensa. Castigo de una naturaleza idealmente apropiada.
—Sí, lo conozco —respondió, arrancando un atisbo de sorpresa en los ojos de Ashton.
Entonces, en el borde de su campo de visión, Gurney detectó algo más, una sombra en rápido movimiento. ¿O era el borde de una prenda oscura, una manga quizá? Fuera lo que fuese, había desaparecido en el receso del rellano de la escalera, donde apenas había sitio para un hombre de pie, justo al otro lado del umbral de la oficina.
—Entonces podrá apreciar el daño que su ignorancia ha causado.
—Cuéntemelo—dijo Gurney, con una expresión de creciente interés que esperaba que ocultara (mejor que su fingido bostezo) el temor que estaba sintiendo.
—Tiene unas dotes mentales extraordinarias, detective. Un cerebro muy eficiente. Una notable calculadora de vectores y probabilidades.
Aquello estaba bastante lejos de ser verdad, al menos en ese momento. Se preguntó, con un escalofrío de terror, si Ashton estaba siendo irónico: tal vez veía su verdadero estado de ánimo y ahora estaba bromeando.
Gurney sentía que su cerebro, responsable de sus grandes victorias profesionales, estaba resbalando de costado en el barro, perdiendo tracción y dirección, mientras trataba de encajar demasiadas cosas al mismo tiempo: el Héctor irreal; el Jykynstyl irreal; y las decapitadas Jillian Perry, Kiki Muller, Melanie Strum y Savannah Liston. Y también la muñeca sin cabeza que había aparecido en la sala de costura de Madeleine.
¿Dónde estaba el centro de todo ello, el lugar en el que convergía todo? ¿Era en Mapleshade? ¿En la casa de arenisca de la que se ocupaban las «hijas» de Steck? ¿En algún oscuro café de Cerdeña, donde en ese mismo momento Giotto Skard podría estar tomándose un expreso, acechando como una araña arrugada en el centro de su telaraña, donde convergían todos los hilos de sus empresas?
Preguntas sin responder que se apilaban con rapidez.
Y ahora una muy personal: ¿por qué no había considerado la posibilidad de que hubiera micrófonos en la sala?
Siempre había sentido que el concepto de pulsión de muerte era un paradigma más que simplista, del que se abusaba, pero en ese momento se preguntó si no sería la mejor explicación de su conducta.
¿O simplemente su disco duro mental estaba demasiado lleno de detalles que no había podido digerir?
Detalles sin digerir, teorías poco firmes y asesinatos.
Cuando todo lo demás falla, vuelve al presente.
El consejo de Madeleine: estar aquí, en el aquí y el ahora. Prestar atención.
Atención al momento: el santo grial de la conciencia.
Ashton estaba en medio de una frase:
—… tragicómica torpeza del sistema de justicia criminal, que no es sistemático ni justo, pero que sin duda alguna es criminal. Cuando trata con delincuentes sexuales, el sistema es absurdamente diplomático e inepto hasta el ridículo. De los delincuentes que condena, no ayuda a ninguno y empeora a la mayoría. Libera a los que son lo bastante listos para engañar a los llamados profesionales que los evalúan. Las listas públicas de delincuentes sexuales son incompletas e inútiles. Bajo la protección de esta trampa de relaciones públicas, el sistema suelta a serpientes que devoran niños. —Miró a Gurney, a Hardwick, otra vez a Gurney—. Este es el lamentable sistema al que todo su fino engranaje mental, toda su lógica, todas sus capacidades para la investigación y toda su inteligencia sirven en última instancia.