Era un discurso extraño, pensó Gurney, una elegante diatriba con el tono estudiado de quien lo ha hecho antes—posiblemente en conferencias con sus colegas—, aunque estaba animado por una furia palpable que distaba mucho de ser artificial. Al mirar a los ojos de Ashton, reconoció aquella furia como una emoción que había visto antes. La había percibido en víctimas de abuso sexual. Recordó haberla visto en los ojos de una mujer de cincuenta años que estaba confesando el asesinato con un hacha de su padrastro de setenta y cinco años, que la había violado cuando ella tenía cinco.
Su defensa en el tribunal fue que quería estar segura de que su propia nieta no tendría que temer de él, que ninguna nieta de nadie tendría que tenerle miedo. Sus ojos estaban llenos de una rabia salvaje y protectora, y a pesar de los intentos que hizo su abogado para que callara, continuó jurando que el único deseo que le quedaba era matar a todos los monstruos, a todos los violadores, matarlos a todos y hacerlos pedazos. Cuando la sacaron de la sala, estaba chillando, gritando que esperaría a las puertas de las prisiones y mataría a todos los delincuentes que liberaran, a todos los que quedaran sueltos en el mundo. Usaría hasta el último gramo de fuerza que Dios le había dado para hacerlos pedazos.
Fue entonces cuando Gurney sintió que todo encajaba, cuando encontró la respuesta para la ecuación simple que lo explicaba todo.
Miró a Scott Ashton, posado como un halcón con ojos brillantes en su gran silla eclesiástica, y vio, por primera vez, quién era en realidad aquel hombre.
Gurney habló con tanta naturalidad como si hubieran estado discutiendo el tema toda la mañana.
—No hay ninguna posibilidad de que Tirana vuelva a hacer daño a nadie.
Al principio Ashton no reaccionó, aparentemente no había oído las palabras de Gurney, y mucho menos las acusaciones de asesinato que implicaban.
Sin embargo, detrás de él, en el oscuro rellano, Gurney detectó otro movimiento, más identificable esta vez como un brazo con una manga marrón; al final de él un pequeño reflejo de algo metálico. Luego, como antes, se retiró en el oscuro hueco de detrás del umbral.
Hasta ese momento la cabeza de Ashton había estado ligeramente inclinada hacia la izquierda. Ahora giró, en el movimiento en arco más pequeño imaginable, hacia la derecha. Se cambió la pistola de la mano derecha a la izquierda, que permanecía en su regazo. Elevó la mano derecha tentativamente a un lado de su cabeza, de manera que las yemas de los dedos tocaron un poco la oreja y la sien, permaneciendo allí en un gesto que era al mismo tiempo delicado y desconcertante. Combinado con el ángulo de la cabeza, creaba la peculiar impresión de un hombre que escuchaba una melodía esquiva.
Finalmente sus ojos buscaron los de Gurney y bajó la mano al brazo de la silla, levantando al mismo tiempo la otra, que empuñaba la pistola. Una sonrisa surgió y se desdibujó en su cara, como una flor absurda, de vida fugaz.
—Es un hombre listo, muy listo.
El murmullo de fondo de voces que emanaba de los altavoces del monitor de detrás se hizo cada vez más alto, más agudo.
Ashton al parecer no se fijó.
—Tan listo, tan perceptivo, tan ansioso por impresionar. Me pregunto a quién quiere epatar.
—Algo está ardiendo—dijo Hardwick en un tono de voz alta y urgente.
—Es usted un niño—continuó Ashton siguiendo su propia línea de pensamiento—. Un chico que ha aprendido un truco de cartas y no deja de mostrárselo una y otra vez a las mismas personas, tratando de recrear la reacción que tuvieron la primera vez.
—¡Joder, algo está ardiendo!—repitió Hardwick, señalando la pantalla.
Gurney estaba mirando de forma alterna a la pistola y a los ojos engañosamente calmados del hombre que la sostenía. Lo que estuviera ocurriendo en la pantalla tendría que esperar. Quería que Ashton continuara hablando.
Hubo otro movimiento en el rellano, y un hombre pequeño, vestido con un chaqueta de punto marrón, entró lenta y silenciosamente en el umbral de la oficina. Gurney tardó un segundo extra en identificarlo como Hobart Ashton.
Gurney se obligó a mantener sus ojos en la pistola de Scott Ashton. Se preguntó cuánto de lo que estaba ocurriendo comprendía el padre, si es que comprendía algo. ¿Qué pensaba hacer, si es que pensaba hacer algo? ¿Cuál era la razón de su acercamiento furtivo? ¿Por qué había subido la escalera y se había escondido en el rellano? Algo más urgente, ¿podía ver la pistola de su hijo desde donde estaba? ¿Comprendería lo que significaba? ¿Hasta qué punto deliraba? Y quizá, lo más importante, ¿el anciano podía crear a propósito o inadvertidamente, una distracción momentánea, que concediera a Gurney una oportunidad para lanzarse a través de la sala y arrebatarle la pistola antes de que Ashton pudiera usarla contra él?
Una repentina intervención interrumpió sus pensamientos.
—¡Mierda! ¡La capilla está en llamas!—gritó Hardwick.
Gurney miró a la pantalla sin perder de vista dónde permanecían Scott Ashton y su padre. En la pantalla, la transmisión de vídeo de alta definición mostraba claramente el humo que procedía de los apliques en las paredes de la capilla. Las chicas o bien habían salido de sus bancos o bien se precipitaban a hacerlo. Se congregaban en el pasillo central y en la plataforma elevada más cercana a la posición de la cámara.
Gurney se levantó de manera refleja, seguido por Hardwick.
—Cuidado, detective—dijo Ashton, cambiando la pistola a su mano derecha y apuntando al pecho de Gurney.
—Abra las puertas—ordenó Gurney.
—Ahora mismo no.
—¿Qué demonios cree que está haciendo?
Desde el monitor llegó un estallido de gritos. Gurney miró atrás justo a tiempo de ver a una de las chicas utilizando un extintor que se había convertido en un lanzallamas y proyectaba un chorro de líquido inflamable a lo largo de uno de los bancos de piedra. Otra chica vino corriendo hasta allí con otro extintor: el mismo resultado, un chorro de líquido que prendió en el momento en que entró en contacto con las llamas. Estaba claro que habían manipulado los extintores para revertir su efecto. Gurney recordó un caso de asesinato de hacía veinte años, en el Bronx: al cabo del tiempo, se descubrió que habían vaciado uno de los extintores de una pequeña ferretería y lo habían recargado con gasolina en gel: napalm casero.
En la capilla cundía el pánico.
—¡Abra esas putas puertas, imbécil!—le gritó Hardwick a Ashton.
El padre de Ashton metió la mano en el bolsillo del jersey y sacó algo con un extremo brillante. Al desdoblarse una pequeña hoja desde el mango, Gurney se dio cuenta de lo que era: una sencilla navaja, de las que suelen llevar los
boy scouts
para tallar un palo. El hombre sostuvo la navaja a un costado y se quedó de pie, inexpresivo, con los ojos clavados en el alto respaldo de la silla de su hijo.
La mirada de Scott Ashton estaba fija en Gurney.
—No es el final que habría preferido, pero es el que su brillante interferencia requiere. Es la segunda mejor solución.
—Dios, sáquelas de ahí, cabrón maniaco—gritó Hardwick.
—Hice todo lo posible—dijo Ashton con calma—. Tenía esperanzas. Cada año se ayudaba a unas pocas, pero al cabo de un tiempo tuve que admitir que a la mayoría no. La mayoría salían tan envenenadas como el día que llegaban, nos dejaban para ir al mundo, para envenenarlo y destruir a otros.
—No podía usted evitarlo—dijo Gurney.
—Yo tampoco lo creía, hasta… que recibí mi misión y mi método. Si alguna elegía llevar una vida envenenada, yo como mínimo podía limitar su exposición, limitar el periodo de su toxicidad para los otros.
Los gritos y chillidos que llegaban desde los altavoces del monitor se estaban volviendo más caóticos. Hardwick empezó a moverse hacia Ashton con los ojos desorbitados. Gurney estiró la mano para sujetarlo, al mismo tiempo que el otro levantaba su pistola con calma, apuntando al pecho de Hardwick.
—Por el amor de Dios, Jack—dijo Gurney—, contente.
Hardwick se detuvo, con los músculos de la mandíbula tensándose.
Gurney le ofreció a Ashton una sonrisa cargada de admiración.
—De ahí el pacto entre caballeros.
—Ah. El señor Ballston ha estado hablando.
—Sobre Karmala, sí. Me gustaría saber más.
—Ya sabe mucho.
—Cuénteme el resto.
—Es una historia sencilla, detective. Vengo de una familia disfuncional. —Sonrió horriblemente, logrando expresar las pesadillas enterradas en el más manido de los términos de la psicología popular. Los tics se movieron a través de sus labios como insectos bajo la piel—. Al final me rescataron, me adoptaron, recibí una educación. Me atrajo cierto tipo de trabajo. Fracasé en gran medida. Mis pacientes continuaron violando niños. No sabía qué hacer hasta que se me ocurrió que las relaciones familiares proporcionaban una forma de reunir a las peores chicas del mundo con los peores hombres del mundo. —Sonrió otra vez—. Castigo condigno. Una solución perfecta. —La sonrisa se desvaneció—. Jillian, que era una mujer lista, averiguó solo un poco más de lo que debería, oyó unas cuantas palabras de una conversación telefónica que no debería haber oído. Alimentó su desafortunada curiosidad y se convirtió en una posible amenaza para todo el proceso. Por supuesto, nunca lo comprendió todo. Pero imaginó que podía sacar partido para obtener beneficio personal. El matrimonio fue su primera exigencia. Yo sabía que no sería la última. Resolví la situación de una manera que me pareció particularmente satisfactoria. Satisfacción condigna. Durante un tiempo todo fue bien. Luego llegó usted. —Apuntó la pistola a la cara de Gurney.
En la pantalla, dos bancos estaban en llamas, llamas que se alzaban desde la mitad de los apliques. Algunas de las cortinas estaban ardiendo. La mayoría de las chicas estaban en el suelo, algunas se cubrían la cara, otras trataban de respirar a través de trozos de ropa hechos jirones, algunas lloraban, otras tosían, unas pocas vomitaban.
Hardwick parecía a punto de explotar.
—Entonces llegó usted—repitió Ashton—. Listo, listo, David Gurney. Y este es el resultado. —Señaló con la pistola a la pantalla—. ¿Cómo es que su inteligencia no le dijo que terminaría así? ¿De qué otra forma podía terminar? ¿De verdad pensaba que las iba a soltar? ¿Tan estúpido es el listo, el listo de David Gurney?
Hobart Ashton dio unos pocos pasos cortos hasta el respaldo de la silla de su hijo.
Hardwick gritó.
—¿Esta es su solución, Ashton? ¿Es esta, loco de mierda? ¿Quemar a ciento veinte adolescentes? ¿Esta es su puta solución?
—Oh, sí, sí, sí que lo es. ¿De verdad pensaban que cuando me atraparan por fin las dejaría marchar?—Ahora la voz de Ashton se estaba elevando, fuera de control, precipitándose hacia Gurney y Hardwick como una fiera salvaje con vida propia—. ¿Creían que iba a dejar un nido de serpientes sueltas entre todos los niños del mundo? Estas bestias tóxicas, estas bestias viscosas, viperinas. Bestias dementes, podridas y babosas. Que se desli…
Ocurrió tan deprisa que Gurney casi pensó que no lo había visto. El repentino destello de un brazo desde detrás del sillón, un rápido movimiento en curva… y eso fue todo, el discurso de Ashton cortado en medio de una palabra. Y a continuación el viejo, moviéndose con rapidez, atléticamente, hacia el lado de la silla, cogiendo el cañón del arma de Ashton, arrancándosela de la mano de un tirón y el angustiante sonido del hueso de un dedo al romperse. La cabeza de Ashton se inclinó hacia su pecho, y su cuerpo empezó a caer hacia delante, doblándose, derrumbándose de costado en el suelo, en posición fetal. Fue entonces cuando el método del asesinato quedó en evidencia por toda la sangre que empezó a acumularse en torno a la garganta de Ashton.
Los músculos de las mandíbulas de Hardwick se abultaron.
El hombrecillo de la chaqueta de punto marrón limpió su navaja en el respaldo de la silla en la que Ashton había estado sentado, la dobló hábilmente con una mano y volvió a guardársela en el bolsillo.
Entonces miró a Ashton y, como si fuera una bendición al alma en tránsito de su hijo, dijo en voz baja:
—Capullo.
L
a intensa repulsión que Gurney había sentido hacia la violencia y la sangre como policía novato, sobre todo hacia la sangre de una herida fatal, se había ido atenuando en sus veinte años en Homicidios, igual que una vida de trabajo con martillos neumáticos puede atenuar la sensibilidad al ruido. Como resultado, cuando tenía que hacerlo, podía ocultar de manera muy eficaz ese sentimiento, o al menos envolver su horror en un semblante de mero desagrado. Es lo que hizo en ese momento.
Al ver la sangre que se extendía en un lento óvalo y que era absorbida por el delicado e intrincado tejido de la alfombra persa, dijo, como si no estuviera describiendo nada más trágico que el excremento de un pájaro en el parabrisas:
—Joder, qué asco.
Hardwick pestañeó. Miró primero a Gurney, luego al cuerpo que yacía en el suelo y por último a la feroz locura de la pantalla. Miró sin comprender al padre de Ashton.
—Las puertas. ¿Por qué no abre las putas puertas?
Gurney y el viejo se miraron el uno al otro con una siniestra ausencia de preocupación. Hacía años, en otros casos, su capacidad de proyectar una calma perfecta le había sido muy útil, le había proporcionado cierta ventaja. Pero no parecía que fuera el caso. El viejo irradiaba una seguridad tranquila, brutal. Era como si matar a Ashton le hubiera dado una profunda paz y fortaleza, como si por fin se hubiera roto un desequilibrio.
No era un hombre con quien uno podía ganar un simple duelo de miradas. Gurney decidió subir la apuesta y cambiar las reglas. Y sabía que necesitaba hacerlo deprisa si quería salir vivo de ese edificio. Era el momento de un golpe arriesgado.
—Me recuerda Tel Aviv—dijo Gurney haciendo un gesto hacia la pantalla.
El hombrecillo pestañeó y extendió los labios en una sonrisa carente de significado.
Gurney sintió que el golpe a ciegas había acertado de pleno. Y ahora ¿qué?
Hardwick los estaba mirando con desconcertada furia.
Gurney continuó centrándose en el hombre con la pistola.
—Lástima que no viniera un poco antes.
—¿Qué?
—Lástima que no viniera un poco antes. Hace cinco meses, por ejemplo, en lugar de tres.