La cuestión era cómo desencadenar ese miedo, cómo usarlo como punto de entrada en la psique de Ballston, como vía para sortear las almenas custodiadas por sus abogados. ¿Existía una persona, un lugar o una cosa cuya mención abriera la puerta? ¿Mapleshade? ¿Jillian Perry? ¿Kiki Muller? ¿Héctor Flores? ¿Edward Vallory? ¿Allessandro? ¿Karmala Fashion? ¿Giotto Skard?
Y por difícil que fuera elegir el nombre mágico, la parte más complicada sería manejar el diálogo que siguiera, el arte de Pinter de sugerir sin especificar, de desconcertar sin proporcionar detalles. El reto consistiría en proporcionar el oscuro espacio en el cual Ballston imaginaría lo peor, la soga con la que podría ahorcarse.
Eran más de las diez y Madeleine ya se había ido a acostar. Gurney, en cambio, estaba bien despierto, paseando a lo largo de la gran cocina, inmerso en posibilidades, evaluaciones de riesgo, logística. Redujo las potenciales llaves para abrir la puerta de Ballston a los tres nombres que consideraba más prometedores: Mapleshade, Flores, Karmala.
De entre estos, finalmente puso a Karmala, por un milímetro, en lo alto de la lista. Todas las chicas de Mapleshade de las que se sabía que habían desaparecido habían salido en anuncios casi pornográficos de Karmala Fashion; Karmala no parecía estar en el negocio en el que se suponía que estaba; estaba relacionado con los Skard, y se rumoreaba que estos andaban metidos en una empresa de sexo criminalizado, y el asesinato de Melanie Strum era un crimen sexual. De hecho, el nombre de Edward Vallory y la política de admisiones de Mapleshade sugerían que todo lo relacionado con el caso hasta el momento era, en cierto modo, un delito sexual o su resultado.
Gurney era consciente de que la cadena lógica hasta Karmala no era perfecta, pero exigir la lógica perfecta (por más que le atrajera ese concepto) no conducía a soluciones, sino a una parálisis. Había aprendido que en el trabajo policial, como en la vida, la pregunta clave no era: «¿Estoy absolutamente seguro de lo que creo?». La pregunta que importaba era: «¿Estoy lo bastante seguro para actuar según esa creencia?».
En este caso, la respuesta de Gurney era afirmativa. Se habría jugado algo a que algún detalle respecto a Karmala incomodaría a Jordan Ballston. Según el viejo reloj de encima del aparador, eran poco más de las diez cuando hizo la llamada al Departamento de Policía de Palm Beach para conseguir el número de Ballston.
Nadie asignado al caso Strum estaba de servicio esa noche, pero el sargento de guardia pudo darle el teléfono móvil de Darryl Becker.
Para su sorpresa, este respondió tras el primer tono.
Gurney explicó lo que quería.
—Ballston no habla con nadie—dijo Becker, tozudo—. Las comunicaciones entran y salen a través de Markham, Mull & Sternberg, su principal bufete de abogados. Pensaba que lo había dejado claro.
—Yo podría tener una forma de llegar a él.
—¿Cómo?
—Voy a tirar una bomba por su ventana.
—¿Qué clase de bomba?
—La clase de bomba que hará que quiera hablar conmigo.
—¿Se trata de algún jueguecito, Gurney? He tenido un día muy largo. Quiero hechos.
—¿Está seguro?
Becker se quedó en silencio.
—Mire, si puedo desequilibrar a este mal nacido será positivo para todos. En el peor de los casos estaríamos en el punto de partida. Lo único que va a darme es un número de teléfono, no autorización oficial para que haga nada, así que si hay alguna consecuencia, que no creo que la haya, no le caerá encima. De hecho, ya he olvidado por adelantado de dónde saqué el número.
Se produjo otro breve silencio, seguido por unos pocos clics en un teclado y a continuación Becker leyó un número que empezaba con el prefijo de Palm Beach. Luego colgó.
Gurney pasó varios minutos imaginando y luego sumergiéndose en una versión simple del tipo de personaje infiltrado con capas por el que había abogado en sus clases en la academia; en este caso debía ser un hombre frío y reptiliano, que acechara bajo un fino barniz de modales civilizados.
Una vez que tuvo claras las ideas en relación con la actitud y el tono que debía adoptar, activó el bloqueador de identidad en su teléfono e hizo la llamada al número de Palm Beach. Esta fue directamente a su buzón de voz.
Una voz de malcriado, imperiosa, anunció: «Soy Jordan. Si quiere recibir una respuesta, por favor, deje un mensaje específico en relación con el objeto de su llamada». El «por favor» sonaba con una condescendencia rasposa que implicaba lo contrario de su significado normal.
Gurney habló con voz pausada y cierta torpeza, como si las implicaciones de un discurso educado fueran para él una danza extraña y difícil. También añadió el más sutil atisbo de un acento del sur de Europa.
—El objeto de mi llamada es su relación con Karmala Fashion, que he de discutir con usted lo antes posible. Volveré a llamarle dentro de, más o menos, treinta minutos. Por favor esté disponible para responder el teléfono y seré más «específico» en ese momento.
Gurney estaba haciendo tres suposiciones fundamentales: que Ballston estaba en casa, como requería su libertad bajo fianza; que un hombre en su comprometida situación filtraba sus llamadas y comprobaba sus mensajes de manera obsesiva; y que la manera en que escogiera manejar la prometida llamada a los treinta minutos revelaría la naturaleza de su implicación con Karmala.
Hacer una suposición era arriesgado. Hacer tres era una locura.
A
las 22.58 Gurney hizo su segunda llamada. Respondieron al tercer tono.
—Soy Jordan. —La voz en vivo sonaba más rígida, más vieja que en el saludo de la grabación.
Gurney sonrió. Aparentemente Karmala era la palabra mágica. Haber acertado a la primera hizo que le subiera la adrenalina. Sentía que había logrado el acceso a un torneo de apuestas muy altas en el cual el reto consistía en deducir las reglas del juego por la actitud del oponente. Cerró los ojos y se metió en su personaje de serpiente que simula ser inofensiva.
—Hola, Jordan. ¿Cómo está?
—Bien.
Gurney no dijo nada.
—¿De… de qué se trata?
—¿Usted qué cree?
—¿Qué? ¿Con quién estoy hablando?
—Soy policía, Jordan.
—No tengo nada que decir a la Policía. He dejado claro que…
Gurney lo interrumpió.
—¿Ni siquiera de Karmala?
Hubo una pausa.
—No sé de qué está hablando.
Gurney suspiró. Hizo un sonido de succión con los dientes, aburrido.
—No tengo ni idea de qué está hablando—reiteró Ballston.
De haber sido cierto, pensó Gurney, ya habría colgado. O ni siquiera habría contestado la llamada.
—Bueno, Jordan, la cuestión es que si tiene información que esté dispuesto a compartir quizá podríamos resolver las cosas a su favor.
Ballston dudó.
—Mire…, eh, ¿por qué no me da su nombre, agente?
—No es una buena idea.
—¿Perdón? No…
—Mire, Jordan, esto es una exploración preliminar. ¿Entiende lo que estoy diciendo?
—No estoy seguro.
Gurney suspiró otra vez, como si el discurso en sí fuera una pesadez.
—No se hace una oferta formal sin indicación de que será considerada seriamente. Una voluntad de proporcionar información útil sobre Karmala Fashion podría concretarse en una actitud procesal muy diferente hacia su caso, pero necesitaríamos percibir un sentido de cooperación por su parte antes de discutir las posibilidades. Estoy seguro de que lo entiende.
—No, la verdad es que no. —La voz de Ballston era quebradiza.
—¿No?
—No sé de qué está hablando. Nunca he oído hablar de Caramel Fashion, o como se llame. Así que es imposible que pueda contarles nada.
Gurney rio con suavidad.
—Muy bien, Jordan. Eso está muy bien.
—Hablo en serio. No sé nada de esa compañía, de ese nombre, sea lo que sea.
—Es bueno saberlo. —Gurney dejó que un atisbo del reptil penetrara en su voz—. Es bueno para usted. Y bueno para todos.
El atisbo pareció tener un efecto aturdidor. Ballston permanecía callado.
—¿Sigue con nosotros, Jordan?
—Sí.
—¿Así que ya hemos solucionado esa parte?
—¿Parte?
—Esa parte de la situación. Pero tenemos más cosas de que hablar.
Hubo una pausa.
—Usted no es policía, ¿verdad?
—Por supuesto que soy policía. ¿Por qué iba a decir que era policía si no lo fuera?
—¿Quién es realmente y qué quiere?
—Quiero ir a verle.
—¿A verme?
—No me gusta mucho el teléfono.
—No entiendo qué quiere.
—Solo charlar un poco.
—¿Sobre qué?
—Basta de tonterías. Es un tipo inteligente. No hable como un estúpido.
De nuevo, Ballston parecía aturdido en el silencio. Gurney pensó que casi podía oír el temblor en la respiración del hombre. Cuando Ballston habló de nuevo, su voz había caído a un susurro aterrorizado.
—No estoy seguro de quién es, pero… todo está bajo control.
—Bien, todos estarán contentos de oírlo.
—En serio. Lo digo en serio. Todo está bajo control.
—Bien.
—Entonces, ¿qué más…?
—Una charla. Cara a cara. Solo queremos estar seguros.
—¿Seguros? Pero ¿por qué? O sea…
—Como he dicho, Jordan… ¡No me gusta el puto teléfono!
Otro silencio. Esta vez Ballston apenas parecía respirar.
Gurney volvió a recuperar su tono de aterciopelada calma.
—Muy bien, no hay de qué preocuparse. Así que esto es lo que haremos. Subiré hasta allí. Hablaremos un poco. Nada más. ¿Lo ve? No hay problema. Es fácil.
—¿Cuándo quiere hacerlo?
—¿Qué le parece dentro de media hora?
—¿Esta noche?—La voz de Ballston estaba a punto de quebrarse.
—Sí, Jordan, esta noche. ¿Cuándo coño va a ser dentro de media hora?
En el silencio de Ballston, Gurney imaginó su sensación de puro temor. El momento ideal para terminar la llamada. Colgó y dejó el teléfono en la punta de la mesa del comedor.
A la luz tenue, detrás del otro lado de la mesa, Madeleine estaba de pie en pijama en el umbral de la cocina. La parte de arriba no coincidía con la de abajo.
—¿Qué está pasando?—preguntó, pestañeando con somnolencia.
—Creo que tenemos un pez en el anzuelo.
—¿Tenemos?
Con un deje de enfado, reformuló su comentario.
—El pez de Palm Beach parece que ha picado, al menos por el momento.
Ella asintió reflexivamente.
—¿Y ahora qué?
—Hay que recoger el hilo. ¿Qué si no?
—Entonces, ¿con quién te vas a reunir?
—¿Reunirme?
—Dentro de media hora.
—¿Me has oído decir eso? De hecho, no voy a reunirme con nadie dentro de media hora. Quería sugerirle a Ballston la idea de que estaba cerca. Aumentar su inquietud. También le dije que subiría hasta allí, para que creyera que estaba en Lake Worth o South Palm.
—¿Qué pasará cuando no aparezcas?
—Se preocupará. Tendrá problemas para dormir.
Madeleine parecía escéptica.
—¿Y luego qué?
—Todavía no lo he preparado.
A pesar de que en parte era verdad, la antena de Madeleine pareció detectar cierta falsedad en la respuesta.
—Entonces, ¿tienes un plan o no?
—Tengo una especie de plan.
Ella lo miró expectante.
No se le ocurrió manera alguna de salir del embrollo que no fuera tomando el toro por los cuernos.
—Necesito estar cerca de él. Es obvio que tiene alguna relación con Karmala Fashion, que la relación es peligrosa y que le aterroriza. Pero necesito saber más, cuál es exactamente la conexión, de qué trata Karmala, cómo se relacionan Karmala y Jordan Ballston con las otras piezas del caso. No hay forma de que pueda hacer todo eso por teléfono. Necesito verle los ojos, leer su expresión, observar su lenguaje corporal. También necesito aprovechar el momento, mientras el hijo de perra se retuerce en el anzuelo. Ahora mismo su miedo juega a mi favor. Pero no durará.
—¿Así que te vas a Florida?
—Esta noche no. Quizá mañana.
—¿Quizá mañana?
—Seguramente mañana.
—Martes.
—Sí. —Se preguntó si había olvidado algo—. ¿Tenemos algún otro compromiso?
—¿Cambiaría algo?
—¿Lo tenemos?
—Como he dicho, ¿cambiaría algo?
Una pregunta tan sencilla y, en cambio, qué extrañamente difícil de responder. Quizá porque Gurney la oía como un sucedáneo de las preguntas más importantes que esos días no habían estado nunca lejos de la mente de Madeleine: «¿Alguna cosa que planeemos hacer juntos cambiaría algo? ¿Alguna parte de nuestra vida en común sería alguna vez más importante que el siguiente paso en una investigación? ¿Estar juntos alguna vez importará más que el hecho de que seas detective? ¿O perseguir lo que sea que siempre estás persiguiendo estará siempre en el centro de tu vida?».
Claro que quizás estaba leyendo demasiado en un comentario huraño, en un malhumor pasajero en plena noche.
—Mira, dime si se supone que tengo que hacer algo mañana que de alguna manera he olvidado—dijo con sinceridad—, y te diré si cambia algo.
—Eres un hombre muy razonable—contestó ella, burlándose de su sinceridad—. Me vuelvo a la cama.
Durante un rato después de que ella se fuera, sus prioridades se mezclaron. Fue al lado no iluminado de la sala, a la zona de asientos entre la chimenea y la estufa Franklin. El aire se notaba frío y olía a ceniza. Se hundió en su sillón de piel. Se sentía inquieto, a la deriva. Un hombre sin puerto.
Se quedó dormido.
Se despertó a las dos de la madrugada. Se levantó de la silla, estiró los brazos y volvió al trabajo.
Su mente se había aclarado y, en apariencia, había resuelto las dudas que podría tener sobre sus planes para ese nuevo día. Sacó la tarjeta de crédito de la cartera, fue al ordenador del despacho y escribió en el formulario de búsqueda: «Vuelos desde Albany, NY, a Palm Beach, FL».
Mientras se estaban imprimiendo sus billetes de ida y vuelta, junto con su guía de turismo de Palm Beach, se dirigió a la ducha. Y cuarenta y cinco minutos más tarde, después de escribir una nota a Madeleine en la que le prometía que volvería a casa esa tarde a las siete, estaba de camino al aeropuerto, sin llevar nada más que su cartera, su teléfono móvil y lo que había impreso.