Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
A mediados de enero sonó el teléfono; serían las cuatro de la tarde. Yo me encontraba en la salita de espera del despacho de Moody, rodeada de pacientes, y, al responder, oí la voz de mi hermana Carolyn que me llamaba desde América. Estaba llorando.
—Los médicos han convocado a la familia —dijo—. Papá tiene una obstrucción intestinal, y han decidido operarle. Si no lo hacen, morirá, pero creen que tampoco se encuentra lo bastante fuerte para soportar la operación. Piensan que morirá hoy.
La habitación se tornó borrosa mientras las lágrimas empezaban a bajar por mi cara, empapándome el
roosarie
. El corazón se me rompió. A miles de millas de distancia, mi padre se moría y yo no podía estar con él para sostenerle la mano, decirle cuánto le quería, compartir su dolor, y compartir la pena con mi familia. Le hice a Carolyn muchas preguntas sobre el estado de papá, pero no pude oír sus respuestas a través de mi propia agonía.
De repente, levanté la vista y me encontré con Moody a mi lado, la preocupación marcada en su cara. Había oído lo bastante de la conversación para suponer los detalles.
Suavemente, me dijo:
—Ve. Ve a ver a tu padre.
Las palabras de Moody me pillaron completamente por sorpresa. Tenía que asegurarme de que le había oído correctamente. Poniendo la mano sobre el auricular, dije:
—Papá está realmente muy mal. No creen que vaya a vivir hasta la noche.
—Te digo que vayas a verle.
Durante una fracción de segundo, me sentí abrumada de felicidad. Pero rápidamente brotó la sospecha. ¿Por qué este repentino cambio? ¿Por qué, después de un año y medio, permitiría Moody que Mahtob y yo nos fuéramos a América?
Traté de ganar tiempo.
—Necesitamos hablar de esto —le dije. Y luego volví al teléfono—. Carolyn —le dije, gritando para hacerme oír a través de todo aquel espacio que nos separaba—. Quiero hablar con papá antes de que le operen.
Moody no puso ninguna objeción. Escuchó mientras Carolyn y yo fijábamos los detalles. Yo haría una llamada al Hospital de Carson City, exactamente al cabo de tres horas. Ella procuraría que papá estuviera listo para hablar conmigo antes de entrar en la sala de operaciones.
—Dile que vas a ir —repitió Moody.
Llena de confusión, ignoré su petición.
—Díselo ahora —dijo él.
Algo va mal, pensé. Algo va muy mal.
—¡Ahora! —repitió Moody, con expresión amenazadora.
—Carolyn —dije—. Moody dice que puedo ir a casa.
Mi hermana lanzó un chillido de sorpresa y de felicidad.
Después de la llamada, Moody regresó inmediatamente a la sala llena de pacientes que necesitaban su atención, imposibilitando toda ulterior discusión. Yo huí en busca del solaz de mi dormitorio, llorando de pena por mi padre y llena de confusión y de un vago júbilo por el anuncio de Moody de que íbamos a volver a América.
No sé cuánto rato estuve llorando antes de advertir la presencia de Chamsey en la habitación.
—Llamé por casualidad, y Moody me dijo que tenía malas noticias de tu padre —dijo—. Zaree y yo vinimos para estar contigo.
—Gracias —dije, frotándome los ojos. Me levanté de la cama y me lancé a sus brazos, los ojos bañados en lágrimas.
Chamsey me acompañó abajo, al cuarto de estar. Zaree estaba allí para ayudar a consolarme. Quisieron saber las noticias sobre papá, y recordaron la extraña y repentina muerte de su propio padre, años atrás.
—Tuve una charla con Moody esta mañana, antes de que recibieras esa llamada —dijo Zaree—. He estado muy preocupada por ti, por lo de tu padre, y le dije a Moody que te dejara ir a verle.
Agucé los oídos. ¿Era éste el motivo por el que Moody había cambiado de pronto de opinión?
Zaree contó la conversación. Moody había dicho que no me dejaría ir a América porque sabía que no regresaría a Irán.
«¿Cómo puedes hacerle esto? —le dijo Zaree—. No puedes mantenerla aquí el resto de tu vida sólo porque crees que no va a volver».
Zaree le dijo a Moody que era una persona
baad
si no me dejaba ir a ver a mi padre. Esto, naturalmente, era un insulto fuerte y humillante, particularmente si procedía de Zaree, que como persona mayor que Moody y amiga de la familia desde antiguo, merecía gran respeto.
Pese a ello, Moody permaneció inflexible, hasta que Zaree, involuntariamente, encontró una solución a su dilema. En su inocencia, pensó que Moody estaba preocupado por el cuidado de Mahtob mientras yo me encontrara fuera, así que le dijo: «Si te preocupa quién cuidará de Mahtob, la niña puede quedarse con Chamsey y conmigo mientras Betty está fuera».
En los dieciocho meses de infierno que había soportado, hasta ahora no había sentido una puñalada tan dolorosa como aquélla. Zaree tenía buenas intenciones, pero había cerrado una trampa contra mí. Cuando Moody y yo discutíamos sobre regresar a América, ¡estaba implícito que hablábamos de mí y de Mahtob! Mahtob suponía lo mismo, al igual que yo. No podía soportar compartir este nuevo temor sin ella.
Yo no volvería a América sin Mahtob.
Pero ¿y si Moody trataba de hacerme regresar sola?
«¡Abuelo, vamos a ir a verte!», dijo Mahtob por el teléfono. Sus palabras delataban el entusiasmo que la embargaba, pero en su cara se reflejaba la confusión. La niña no creía realmente que su padre nos dejara marchar. Estaba preocupada, pero sólo quería transmitir alegría a su abuelo. En cuanto a éste, pudo hablar con su pequeña Tobby sólo por un momento, porque cada palabra le costaba un gran esfuerzo.
—Me hace muy feliz que vengáis —me dijo a mí—. Apresuraos, no esperéis demasiado.
Lloré silenciosamente mientras intentaba tranquilizarle, comprendiendo que él probablemente no terminaría aquel día, que nunca volvería a verle. Si, realmente, regresaba a América, sería para su funeral. «Estaré rezando por ti durante la operación», le dije.
—Donde hay una voluntad, hay un medio —respondió. Percibí un poquitín más de fuerza en su voz. Luego añadió—: Déjame hablar con Moody.
—Papá quiere hablar contigo —le dije a Moody, alargándole el teléfono.
—Abuelo, queremos ir a verle —dijo Moody—. Le echamos mucho de menos.
Chamsey y Zaree oyeron estas palabras, junto con Mahtob y conmigo. Todos sabíamos que Moody era un mentiroso.
La llamada telefónica terminó demasiado pronto; era la hora de la operación.
—Gracias por decirle eso a papá —le dije a Moody, tratando de encontrar algún medio de mitigar la tempestad que apuntaba en su interior.
Él lanzó un gruñido. Era un buen actor cuando quería serlo. Yo sabía que no tenía intención de volver a América, ni de permitir que Mahtob volviera. Pero ¿qué juego estaba jugando conmigo ahora?
Moody estuvo visitando pacientes hasta avanzada la noche. Mahtob estaba en cama, durmiendo inquieta por la preocupación que sentía por su abuelo y por lo que representaba para ella regresar a América. Al acostarme, las lágrimas volvieron a brotar con fuerza. Lloraba de pena profunda por mi padre, que probablemente a aquellas horas ya estuviese muerto. Lloraba por la pena de mi madre, por la de mi hermana y mi hermano, por Joe y John, que tenían que hacer frente a la pérdida de su abuelo sin mi presencia para consolarlos. Lloraba por Mahtob. ¿Cómo reaccionaría la pequeña ante aquella nueva carga? Había oído decir a su padre que íbamos a volver a América a ver al abuelo. ¿Cómo iba a poder yo —cómo podría nadie— explicarle que ella no iba a volver, y que ya no habría ningún abuelo al que ver?
Moody vino al dormitorio a las 10.30 aquella noche. Se sentó en la cama, a mi lado. Estaba más amable ahora, tratando de encontrar alguna manera de consolarme.
Incluso en medio de mi desesperación, traté de elaborar una estrategia para conseguir salir de allí con Mahtob.
—Ven con nosotras —le dije—. No quiero ir a América sola. Quiero que vengas conmigo. Quiero que vayamos los tres. En un momento así es cuando realmente te necesito. No puedo arreglármelas sin ti.
—No, yo no puedo ir —respondió—. Si voy, perderé mi empleo en el hospital.
Mis siguientes palabras fueron un intento final de hacer que sucediera lo imposible. Traté de decirlas con indiferencia, como si no lo hubiera ensayado. Dije:
—Bueno, al menos puedo llevarme a Mahtob, ¿no?
—No. Tiene que ir a la escuela.
—Si ella no viene conmigo, yo no me voy —declaré.
Sin decir una palabra más, Moody se levantó de la cama y salió a grandes zancadas de la habitación.
—Mammal hará los preparativos —me dijo Moody a la mañana siguiente—. Me siento feliz de que puedas volver a ver a tu familia. ¿Qué día te quieres ir? ¿Cuándo quieres volver?
—No quiero irme sin Mahtob.
—Sí —dijo Moody fríamente—. Si, te vas a ir.
—Si me voy, será sólo por un par de días.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Moody—. Te voy a sacar un billete para Corpus Christi.
—¿Y por qué voy a querer ir allí?
—A vender la casa. No vas a volver de América sin haber vendido la casa. Esto no es una excursión. No vas a estar allí un par de días. Vas a ir allí y vender todo lo que poseemos. Trae los dólares. No volverás si yo no veo los dólares.
De modo que era eso, el loco razonamiento que había detrás de la repentina decisión de dejarme volver a América. Le importaban un bledo mi padre, mi madre, mis hijos y el resto de la familia. Le importaba un bledo la alegría que aquella visita pudiera representar para mí. Quería el dinero. Y, sin duda, pensaba retener a Mahtob como rehén, garantizando así mi retorno.
—¡No voy a hacerlo! —le grité—. No me voy a ir. Si voy, será sólo para el funeral de mi padre, y no voy a estar de humor para vender nada. Ya sabes todo lo que tenemos allí. No va a ser fácil venderlo todo. Y en un momento así, ¿cómo iba a poder hacerlo?
—Ya sé que no es fácil —me gritó a su vez Moody—. No me importa lo que tardes. No me importa el tiempo que te tomes. ¡Pero no vas a volver hasta que lo hayas hecho!
En cuanto Moody se marchó a trabajar al hospital corrí a la calle a buscar un taxi que me llevara a la oficina de Amahl. Éste escuchó atentamente los nuevos acontecimientos de mi atormentada vida. Por su cara cruzó una expresión de dolor y de preocupación.
—Quizás pueda ir para dos días sólo para el entierro y volver —sugerí—. Entonces Mahtob y yo podríamos escapar tal como habíamos planeado.
—No vaya —aconsejó Amahl—. Si lo hace, nunca volverá a ver a Mahtob. Estoy convencido de ello. No le permitirá regresar al país.
—¿Y qué pasa con la promesa que le he hecho a papá? Le he defraudado tantas veces…
—No vaya.
—¿Y si voy, y vuelvo con el dinero? ¿No puedo escaparme luego con el dinero, también?
—No vaya. Su padre no querría verla, sabiendo que Mahtob sigue en Irán.
Amahl tenía razón. Yo lo sabía. Sabía que si llegaba a salir de Irán, aunque sólo fuera por cinco minutos, sin Mahtob a mi lado, Moody impediría para siempre mi regreso. Pese a la vida más desahogada que ahora llevábamos en Teherán, sabía en lo más profundo de mi corazón que él se sentiría feliz de quitarme de en medio. Tendría a su hija. Defraudaría todas mis esperanzas, obligándome primero a vender todas nuestras posesiones, y exigiendo luego que le enviara el dinero antes de permitirme regresar. Pero estaba segura de que, en cuanto tuviera el dinero, se divorciaría de mí, impidiéndome para siempre la entrada en Irán, y se buscaría una esposa iraní a la que encargaría el trabajo de cuidar de Mahtob.
Mi conversación con Amahl dio un nuevo giro.
—¿No podemos acelerar nuestros planes y escapar antes de que intente obligarme a marchar? —pregunté.
Amahl se revolvió en el asiento. Sabía que sus planes se estaban retrasando demasiado. Sabía que los acontecimientos habían llegado a un punto crítico. Pero no podía realizar milagros.
—Es muy importante —me dijo, tal como ya me había dicho en el pasado— que todo esté en su sitio antes de que usted y Mahtob abandonen a Moody. Es demasiado arriesgado intentar esconderlas a las dos en Teherán hasta que podamos ultimar los detalles. Hay muy pocas carreteras que salgan de la ciudad. Si la buscaran en el aeropuerto o montaran controles en la autopista, sería fácil para ellos encontrarla.
—Sí —admití—. Pero debemos apresurarnos.
—Lo intentaré —dijo Amahl—. Pero no se preocupe demasiado.
Me explicó que yo necesitaría un pasaporte iraní. Nuestros pasaportes iraníes vigentes, el que habíamos usado para entrar en el país, eran colectivos. Para usarlos, debíamos viajar como familia. Yo no podía utilizarlo sola, ni tampoco podía viajar con el pasaporte americano que Moody había escondido en alguna parte. Necesitaba un pasaporte iraní para mí.
—No hay forma de que él pueda conseguirle un pasaporte muy rápidamente —me aseguró Amahl—. El período normal de espera es de un año. Aunque alguien trate de conseguirlo en menos tiempo incluso aunque tenga buenas relaciones, le puede llevar seis meses, o dos meses. Lo más de prisa que he oído que puede lograrse es seis semanas. Yo la habré sacado del país antes. Tenga paciencia.
Hablé con mi hermana Carolyn aquella tarde. Papá había soportado la operación. ¡Aún vivía! Carolyn me dijo que cuando le llevaban a la sala de operaciones, les contó a los médicos y enfermeras que Betty y «Tobby» iban a volver a casa. Estaba segura de que eso le había dado fuerzas para resistir. Pero aún estaba inconsciente, y los médicos seguían creyendo que su muerte era inminente.
Aquella noche vinieron Mammal y Majid. Se pasaron el tiempo con Moody en su despacho, discutiendo los detalles del viaje. Yo estaba decidida a no hacerlo. Me encontraba sola en la cocina cuando entró Mahtob. La expresión de su cara me dijo que algo andaba mal, terriblemente mal. La niña no lloraba, pero en sus ojos se reflejaba una mezcla de dolor y de profunda furia.
—Te vas a ir y me dejarás a mí, ¿no? —me preguntó.
—¿De qué estás hablando?
—Papi me dijo que te ibas a América sin mí.
Y las lágrimas empezaron a brotar con fuerza de sus ojos.
Me acerqué a ella para abrazarla, pero Mahtob se apartó caminando hacia la puerta de espaldas.
—Me prometiste que nunca te marcharías sin mí —dijo llorando—. Y ahora te vas a ir.
—¿Qué fue lo que te dijo papá? —pregunté.
—Me ha dicho que te vas a ir y que nunca volverás a verme.
—Vamos —le dije, cogiéndola de la mano, sintiendo que crecía mi furia—. Vayamos a hablar de esto con papá.