Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—Podríamos tratar de conseguirle un billete con su certificado americano —musitó Amahl—. Pero sería mejor que se hiciera usted con el iraní. Recoja sus cosas de la embajada, pero procure conseguir sus papeles iraníes.
—Sí. ¿Cuándo salimos?
—Tengo alguien ahora mismo en Bandar Abbas haciendo los preparativos, y espero que vuelva a Teherán dentro de dos días. No se preocupe, usted y Mahtob estarán en casa para el Día de Acción de Gracias.
Desde la oficina de Amahl llamé a Helen en la embajada.
—Necesito verla inmediatamente —le dije.
Ya había pasado la hora de las visitas en la embajada, pero Helen me dijo:
—Bajaré ahora mismo, y les diré a los guardias que la dejen entrar.
Después de la llamada telefónica, Amahl me advirtió:
—No le diga a la gente de la embajada lo que ocurre.
Pero estaba tan nerviosa que en el mismo momento en que me vio la cara, Helen exclamó:
—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado? ¡Parece usted tan feliz, tan diferente…!
—Me voy a casa —le dije.
—No la creo.
—Sí, me voy a casa y necesito mis papeles y tarjetas de crédito.
Helen estaba auténticamente entusiasmada por mí. En su cara brillaba una sonrisa de felicidad. Me abrazó con fuerza. Ambas lloramos lágrimas de alegría. No me hizo preguntas de cómo, o cuándo, o quién. Sabía que no se lo diría, y tampoco quería realmente saberlo.
Helen me dio los papeles que me guardaba; mi permiso de conducir, nuestras partidas de nacimiento americanas y los nuevos pasaportes que nos había obtenido, así como las tarjetas de crédito. Juntas, fuimos a ver al señor Vincop. También él se mostró encantado con la noticia, aunque algo cauteloso.
—Es deber nuestro advertirla contra un intento de fuga —me dijo—. No debería arriesgar la vida de Mahtob.
Pero algo en su expresión desmentía sus palabras. Sí, era su deber advertirme. Pero, sin duda, deseaba fervientemente el éxito de mis planes.
Añadió otra advertencia que parecía muy juiciosa.
—Estoy realmente preocupado por usted —me dijo—. Se siente tan feliz que se le nota. Su marido se dará cuenta de que está pasando algo.
—Me esforzaré por ocultarlo —respondí.
Consultando mi reloj, descubrí que me estaba entreteniendo demasiado. Moody no regresaría del hospital hasta última hora de la tarde, pero yo tenía que estar en casa a la una y cuarto, cuando Mahtob volviera de la escuela. De manera que me excusé, y me apresuré a salir a la calle para iniciar el largo camino de regreso.
Era cerca de la una y media cuando llegué, encontrando a Mahtob frente a la verja, con lágrimas en los ojos.
—¡Pensaba que te habías ido a América sin mí! —dijo llorando.
¡Cómo me hubiera gustado explicarle de dónde venía, lo que iba a suceder! Pero ahora, más que nunca, no me atrevía a compartir la información con ella. El momento estaba demasiado cerca. Había que cuidar muchos detalles. La niña encontraría difícil como yo disimular su dicha.
—Nunca volveré a América sin ti —le aseguré. La llevé adentro—. Mahtob, por amor de Dios, no le digas a papá que volví a casa después que tú.
La pequeña asintió. Desvanecidas sus lágrimas, se marchó a jugar. Mientras tanto, mi cabeza bullía con toda aquella información. Escondí los papeles dentro de la cremallera de la funda, en el sofá del cuarto de estar, y traté de imaginar algún truco que justificara o sofocara mi alegría.
Una idea fue tomando forma en mi mente, y telefoneé a Alice.
—Me gustaría celebrar el Día de Acción de Gracias en nuestra casa —le dije—. Haremos juntas la cena. Invitaremos a Chamsey y a Zaree, también, y quiero que conozcas a Fereshteh.
Alice aceptó inmediatamente.
«¡Espléndido! —pensé—. Yo no voy a estar aquí, pero puedo fingir que sí».
Moody regresó tarde, y me encontró farfullando.
—Alice y yo vamos a dar una fiesta de Acción de Gracias —anuncié.
—Bien —replicó Moody. El pavo era su cena favorita.
—Tenemos que ir al bazar a comprar un pavo.
—¿Podéis arreglaros Alice y tú?
—Claro.
—Conforme —dijo Moody, encantado de encontrar a su mujer de un humor tan excelente, dispuesta a afrontar el futuro.
Durante las siguientes semanas, mientras Mahtob se hallaba en la escuela y Moody estaba ocupado trabajando, yo correteé por Teherán con la energía y la vitalidad de un escolar. Junto con Alice, me dediqué a buscar los ingredientes de la cena del Día de Acción de Gracias.
Alice estaba impresionada por mi facilidad para moverme por las calles de la ciudad. También a ella le gustaba salir, pero no se atrevía a alejarse yendo sola. Resultaba divertido para ella seguirme mientras yo me dirigía con resolución al bazar en busca de un pavo para cocinar.
Nos llevó más de una hora llegar a nuestro destino. Caminando bajo una enorme arcada que conducía al bazar, penetramos en un frenético mundo de imágenes y sonidos. Ante nosotras, y a lo largo de muchas manzanas, centenares de vendedores cubrían ambos lados de la calle, pregonando con estentóreas voces sus mercancías de las más variadas especies. Y en mitad de la calle una espesa muchedumbre se arremolinaba frente a los tenderetes, empujando carretillas de mano y discutiendo entre sí. Había muchos afganos ataviados con holgados y arrugados pantalones, fruncidos en la cintura, que transportaban cargas increíblemente pesadas en la espalda.
—Aquí, en esta calle, es donde venden toda clase de comida —le expliqué a Alice—. Pescado, pollo, pavo… toda clase de carne.
A empujones y codazos, nos fuimos abriendo camino por entre la desaseada multitud, mientras el ruido atronaba en nuestros oídos, hasta llegar a la callejuela lateral que buscábamos. Finalmente, encontramos un tenderete que vendía unos pocos pavos flacuchos colgados del techo por la cabeza. Estaban sólo parcialmente destripados, y la suciedad de la ciudad se agarraba a sus plumas, pero no había otra cosa disponible. Yo quería uno que pesara cinco kilos, pero el mayor de todos apenas llegaba a tres. «Podemos hacer rosbif también», sugirió Alice.
De manera que compramos el pavo y emprendimos el camino de vuelta.
Aguardamos largo rato un taxi naranja. Pasaron muchos, pero aquélla era una zona muy transitada de la ciudad, y estaban todos llenos. El peso del pavo me producía dolor en los brazos. Finalmente, un taxi atendió nuestra llamada. El asiento trasero iba lleno, así que nos amontonamos en el delantero. Alice entró la primera.
A medida que la ciudad desfilaba ante mis ojos, me fui hundiendo en una fantasía. Nunca me vería en la necesidad de cocinar aquel pavo, pensé. En vez de eso, ayudaría a mamá a preparar la cena por la que Mahtob y yo daríamos las gracias eternamente.
«
¡Muchajer injas!
». La voz de Alice interrumpió mi ensueño.
«¡Aquí, por favor!», ordenó al chófer.
—No es aquí donde… —empecé a decir.
Me di cuenta de lo que estaba ocurriendo cuando Alice me empujó para que bajara. El taxi siguió su camino a gran velocidad.
—No te podrás creer lo que me estaba haciendo el chófer —dijo Alice.
—Oh, sí, sí que puedo. También a mí me ha sucedido. Pero no debemos decir nada a nuestros maridos, o no nos dejarán salir solas.
Alice asintió con la cabeza.
Hasta aquel momento no habíamos oído hablar de asaltos así contra mujeres iraníes, y nos preguntamos si la prensa iraní, con sus abundantes informativos referentes a la tasa de divorcios en nuestro país, inducía a los hombres a creer que las mujeres americanas éramos unas sirenas obsesionadas por el sexo.
Hicimos señas a otro taxi, y subimos al asiento trasero.
Una vez en casa, nos pasamos horas limpiando la esmirriada ave, y desplumándola meticulosamente con unas pinzas antes de congelarla.
Fueron necesarias muchas más salidas de compras. En varias ocasiones le metí prisa a Alice para volver a casa a media mañana. La primera vez que hice eso, le dije: «Si Moody pregunta algo, volvimos aquí a tomar café después de las compras, y yo me marché más o menos a la una». Alice me miró con extrañeza, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y no me preguntó nada. Después de aquel incidente, siempre fingió que yo estaba «en su casa» cuando marchaba apresuradamente a resolver mis asuntos a la bulliciosa ciudad.
Desde casa de Alice, iba con frecuencia a la tienda de Hamid, cuyo teléfono usaba para llamar a Amahl. En varias ocasiones, éste necesitó verme para discutir detalles. Seguía mostrándose optimista a medida que se acercaba el Día de Acción de Gracias.
Pero, en cambio, Hamid se sentía pesimista. Cuando compartí el delicioso secreto con mi compañero en la conspiración, me dijo: «No, no lo creo. Usted estará aquí hasta el regreso del Imán Mehdi».
Los días transcurrían en medio de tanto frenesí que las noches en casa con Moody eran extraños interludios que exigían una fuerza casi sobrehumana para soportarlos. No podía permitirme mostrar mi agotamiento, no fuera que Moody entrara en sospechas. Cocinar, limpiar, cuidar de Mahtob —todos los deberes normales de un día normal—, todo tenía que llevarse a cabo. Sin embargo, dormir, al llegar la noche, me resultaba difícil, porque mi cabeza estaba en América: por la noche estaba ya en mi hogar.
De alguna profunda reserva saqué las fuerzas que necesitaba para seguir adelante.
Alice era una inapreciable aliada, aunque no sabía nada de mi vida secreta. Un día, mientras estábamos de compras, se me ocurrió decir:
—Me gustaría llamar a mi familia. La verdad es que los echo de menos.
Alice sabía que Moody no me dejaba llamar a casa. Tampoco la dejaba a ella su marido llamar a California muy a menudo, debido al coste. Pero Alice tenía dinero propio, ganado dando clases de inglés a algunos estudiantes, y a veces lo usaba para hacer llamadas prohibidas a su casa.
—Tendré que llevarte al
tup kuneh
—me respondió.
—¿Y eso qué es?
—La compañía telefónica. En el centro de la ciudad, cerca del bazar. Tienes que pagar al contado, pero puedes hacer llamadas a larga distancia desde allí.
Aquéllas eran grandes noticias. Al día siguiente, con el verosímil pretexto de tratar de encontrar apio para el relleno del pavo, Alice y yo nos dirigimos al centro de la ciudad, a la
tup kuneh
. Mientras Alice llamaba a su familia en California, yo hablaba con papá y mamá en Michigan.
—He encontrado este lugar desde donde puedo llamar —les dije—. Es más fácil que llamar desde la embajada, y más seguro que vuestras llamadas a casa. Trataré de hablar con vosotros más a menudo ahora.
—Oh, así lo espero —dijo mi madre.
Papá se mostró muy feliz de oír mi voz. Dijo que le hacía sentirse mejor.
—Tengo un regalo para vosotros —anuncié—. ¡Mahtob y yo estaremos en casa para el Día de Acción de Gracias!
—No diga nada. Sólo siéntese ahí. No diga nada.
Hice lo que mandaban, permaneciendo inmóvil en la silla de la oficina de Amahl. Él pasó por mi lado y se dirigió a la puerta del despacho, la abrió y murmuró algunas palabras en parsi.
Un hombre alto y de tez oscura entró en la oficina y se movió a mi alrededor. Me miró fijamente la cara, tratando de grabar los detalles de mi aspecto en su memoria. Pensé en quitarme el
roosarie
para que pudiera verme toda la cara, pero decidí no hacer nada sin instrucciones concretas de Amahl. No sabía quién era aquel hombre; no quería ofenderle.
Permaneció en la habitación un par de minutos, y luego se marchó sin decir una palabra. Amahl se sentó detrás de su mesa, sin hacer ninguna referencia al visitante.
—He enviado a alguien a Bandar Abbas a hacer los preparativos para la lancha —dijo finalmente—. Estoy esperando su regreso a Teherán. También estoy arreglando lo del vuelo a Bandar Abbas. Irán otras personas en el avión con usted, pero no sabrá quiénes son. No se sentarán con usted.
Amahl inspiraba confianza, pero yo estaba inquieta. Las cosas avanzaban con espantosa lentitud. El tiempo significa muy poco para los iraníes; siempre es difícil realizar algo en el tiempo previsto. De algún modo, los días habían ido transcurriendo, y ahora nos encontrábamos en el lunes anterior al Día de Acción de Gracias, y yo sabía que no había forma de que Mahtob y yo pudiéramos estar de vuelta en casa para celebrar la fiesta en Michigan.
—Quizás puedan estar allí para el fin de semana —me dijo Amahl, tratando de consolarme—. O para el siguiente. No está todo arreglado. No puedo enviarlas hasta que todo esté en condiciones.
—¿Y qué pasa si nunca se consigue eso?
—No se preocupe. Estoy trabajando en vías alternativas también. Tengo que celebrar una reunión con un líder tribal de Zahedán; quizás podamos sacarla por Pakistán. También estoy en conversaciones con un hombre que tiene una mujer y una hija como usted y Mahtob. Intento convencerle de que las lleve a ustedes como si fueran su mujer y su hija, quizás en el vuelo a Tokio o Turquía. Luego, cuando regrese, hay un hombre al que puedo sobornar para que selle los pasaportes con el fin de demostrar que su mujer y su hija han regresado.
Esto parecía arriesgado, porque yo no sabía si podía pasar por una esposa iraní. La foto del pasaporte de la mujer había sido tomada con
chador
, que le ocultaba la cara. Pero si un funcionario de aduanas me preguntaba algo en parsi, tendría un problema.
—Por favor, dése prisa —le urgí a Amahl—. El tiempo no corre a mi favor. Deseo desesperadamente ver a mi padre. No quiero que se muera antes de que hayamos vuelto a casa. Sólo morirá en paz si sabe que hemos regresado. Por favor, encuentre la manera pronto.
—Sí.
Pasar el Día de Acción de Gracias en Irán fue una difícil experiencia, especialmente después de haberles anunciado a mis padres que Mahtob y yo estaríamos en casa. ¡Menos mal que no se lo había dicho a Mahtob!
Aquel jueves me desperté presa de una profunda depresión ¿Por qué tenía que dar gracias?
En un intento de levantar mi ánimo, o al menos de pasar el día medianamente, me lancé de cabeza a la tarea de preparar la cena, tratando de producir una obra maestra a partir de un pavo flacucho.
El día fue mejorando poco a poco a medida que mis amigos fueron llegando por la tarde. Al menos, sí tenía que agradecer eso: todo un nuevo círculo de personas maravillosas, adorables, a quienes les gustaba vivir de una manera civilizada, que eran, independientemente de las circunstancias de su nacimiento, mucho más americanas que iraníes. Se reunían en nuestra casa para celebrar una fiesta exclusivamente americana. Chamsey y Zaree, Alice, Fereshteh —las quería a todas—, ¡pero cuánto echaba de menos mi hogar!