Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
¿Era posible eso? ¿Podía aquella mujer ser agente de la CIA?
Como un animal acorralado, preocupado sólo por encontrar una salida, la de la libertad para mi hija y para mí, estaba constantemente meditando, sopesando en mi mente las consecuencias de cada incidente, de cada conversación. Y, tras considerable reflexión, acabé por dudar de la tesis de Moody. La forma de presentarse de la mujer parecía de aficionado, ¿y qué interés podía tener la CIA en sacarnos a Mahtob y a mí de Irán? ¿Era la CIA tan omnipresente y poderosa como sostiene la leyenda? No me parecía muy probable que agentes americanos pudieran hacer nada realmente importante en Irán. Los agentes, los soldados, la policía y la
pasdar
del ayatollah estaban por todas partes. Como la mayor parte de los americanos protegidos, yo había sobreestimado el poder de mi gobierno al tratar con una potencia extranjera.
Lo más probable, pensé, es que esta mujer haya sido informada de mi situación por Judy o por el tendero Hamid. No tenía forma de averiguarlo; lo único que podía hacer era esperar y ver qué sucedía a continuación.
La inseguridad produjo tensión, pero también excitación. Por primera vez veía que mi amplia estrategia empezaba a funcionar. Haría todo lo que pudiera, hablaría con todo aquel en quien pudiera confiar, y más tarde o más temprano encontraría a la gente capaz de ayudarme. Mientras tanto, lo sabía, tendría que ser cuidadosa para orillar la penetrante vigilancia de Moody.
Un día, camino del mercado, entré en la tienda de Hamid para llamar a Rasheed, el amigo de Judy que había prometido ponerme en contacto con un hombre que sacaba a la gente a Turquía.
—No puede llevar niños —me dijo Rasheed.
—¡Déjeme hablar con él, por favor! —supliqué—. Yo puedo cargar con Mahtob. No es problema.
—No. Dijo que ni siquiera debería llevar a una mujer. Es realmente difícil, incluso para los hombres. El camino que él toma representa cuatro días de viaje por las montañas. No hay forma de que pueda ir usted con un niño.
—Soy muy fuerte —dije, casi convencida de mi propia mentira—. Estoy en buena forma. Puedo llevarla conmigo todo el camino; no hay problema. Al menos, déjeme hablar con este hombre.
—De nada serviría ahora. Hay nieve en las montañas. No puede usted cruzar a Turquía durante el invierno.
Avanzado diciembre, Moody me ordenó ignorar las cercanas fiestas de Navidad. No me permitiría comprar regalos para Mahtob, ni celebrarlo de ninguna manera. Nadie entre sus parientes y conocidos en Irán sabía de esas fiestas.
Fríos vientos procedentes de las cercanas montañas barrieron Teherán, arrastrando consigo remolinos de nieve. Las calles heladas hicieron aumentar el número de accidentes que perturbaban el incesante tráfico, pero no redujeron la velocidad ni los nervios de los maníacos conductores.
Moody se resfrió. Una mañana se despertó como siempre, a tiempo para llevarnos a la escuela, pero lanzó un gemido con el esfuerzo de salir de la cama.
—Tienes fiebre —le dije, tocándole la frente.
—Este frío… —gruñó—. Deberíamos llevar nuestra ropa de abrigo. Tus padres deberían tener el buen sentido de enviárnosla.
Ignoré aquella ridícula y egoísta queja, porque no quería suscitar una pelea en aquella mañana en particular en la que veía una posibilidad de mejorar mi situación. Mientras le cepillaba el cabello a Mahtob, dije, tratando de parecer indiferente:
—Está bien; podemos ir nosotras solas a la escuela.
Moody se sentía demasiado desgraciado para sospechar, pero lo cierto es que no me creía capaz de arreglármelas sola.
—No sabrás conseguir un taxi, sin mí —me dijo.
—Sí, sí que sabré. He estado observando cómo lo hacías cada día.
Le expliqué que iría hasta la calle Shariati y que gritaría «
Seda Zafar
», indicando con ello que quería coger un taxi que fuera en la dirección de la calle Zafar.
—Tienes que ser insistente —me advirtió Moody.
—Puedo ser insistente.
—Conforme —accedió, y se dio la vuelta para dormirse otra vez.
El aire de la mañana tenía un toque helado, pero no me importó. Me costó bastante rato conseguir que un taxi se detuviera para nosotras. Finalmente, tuve que arriesgar la vida parándome delante de uno, pero tuve una sensación de realización. Sí, era capaz de abrirme camino en Teherán, lo cual constituía un paso más para encontrar la forma de salir de la ciudad, del país.
El taxi, atiborrado de iraníes, se abría paso entre el tráfico, unas veces lanzado a una velocidad aterradora, y otras deteniéndose completamente mientras el conductor apretaba el claxon con furia y llamaba a sus hermanos islámicos «
saag
», un epíteto especialmente vehemente que significaba literalmente «perro».
Llegamos a la escuela a tiempo y sin incidentes. Pero, cuatro horas más tarde, cuando iniciábamos el viaje de regreso, y mientras nos encontrábamos frente a la escuela intentando detener un taxi naranja, un Pakon (un coche corriente fabricado en Irán) blanco en el que viajaban cuatro mujeres de negros
chadores
fue reduciendo su velocidad al tiempo que se pegaba a la acera, a pocos metros por delante de mí. Para gran sorpresa mía, la mujer del asiento delantero bajó el cristal de su ventanilla y me gritó algo en parsi.
¿Quería saber alguna dirección?, me pregunté.
El coche se ciñó al bordillo a corta distancia de Mahtob y de mí, y sus cuatro ocupantes bajaron a trompicones y corrieron hacia nosotras. Sujetándose fuertemente el
chador
bajo la barbilla, me gritaron algo al unísono. Yo no podía imaginar qué era lo que había trastornado tanto a aquellas mujeres, hasta que Mahtob me dio la respuesta.
—Ponte bien el
roosarie
—me dijo.
Me toqué el pañuelo y noté que sobresalían de él unos pocos cabellos, cosa que infringía la prohibición. Me arreglé rápidamente el
roosarie
sobre la frente.
Tan repentinamente como habían llegado, las cuatro extrañas mujeres se metieron otra vez en el Pakon y desaparecieron. Detuve un taxi naranja, y Mahtob y yo volvimos a casa. Moody estaba orgulloso de mí por haber sido yo capaz de salir con éxito de la empresa, y yo, por mi parte, me sentía encantada al saber que había alcanzado un objetivo importante. Pero ambos estábamos confusos sobre las cuatro mujeres del Pakon blanco. Mrs. Azahr resolvió el enigma el día siguiente.
—Observé que tenía usted problemas ayer —me dijo—. Vi cómo aquellas mujeres la abordaban mientras trataba usted de tomar un taxi. Iba a venir a ayudarla, pero ya se habían ido.
—¿Quiénes eran? —pregunté.
—
Pasdar
. Eran
pasdar
femeninas.
En esto, al menos, había igualdad. La policía especial femenina tenía tanta autoridad como sus compañeros varones cuando se trataba de imponer el código de vestido a las mujeres.
El 25 de diciembre de 1984 fue el día más difícil de mi vida. No ocurrió nada extraordinario, y ahí estaba el origen de mi pena. No podía aportar ninguna alegría navideña a Mahtob, y, en aquellas circunstancias, no quería tampoco intentarlo para no aumentar su nostalgia del hogar. Mis pensamientos aquel día volvían constantemente a Michigan, a Joe y a John, a mis padres. Moody no me permitiría llamarles y desearles una feliz Navidad. Habían transcurrido varias semanas desde la última vez que hablara con Helen en la embajada, cuando ella me advirtió sobre las dos misteriosas mujeres que me estaban buscando. No tenía noticias sobre el estado de mi padre, y no sabía una palabra de mis hijos.
Teherán no prestó atención oficialmente a la fecha, lo que quería decir que Mahtob tenía escuela como de costumbre. Moody, sorbiéndose todavía los mocos a causa del catarro, me dijo que yo era una mala esposa por quedarme en la escuela con Mahtob.
—Deberías venir a casa y hacerme sopa de pollo —me dijo.
—Mahtob no se quedará en la escuela sola —le repliqué—. Lo sabes. Nasserine te hará sopa de pollo.
Moody puso los ojos en blanco. Ambos sabíamos que Nasserine era una cocinera terrible.
Espero que su sopa de pollo te mate, pensé. O la fiebre. La verdad era que siempre pedía en mis oraciones: «Oh, Dios mío, haz que tenga un accidente. Que le destroce una bomba. Que tenga un ataque al corazón». Sabía que era malvado pensar tales cosas, pero la verdad es que jamás estaban muy lejos de mi conciencia.
En la escuela, aquel día, las maestras y el personal trataron de hacer lo posible para animarme. «Feliz Navidad», me dijo Mrs. Azahr, tendiéndome un paquete. Lo abrí, y descubrí una edición limitada, hermosamente ilustrada, del
Rubayat
de Ornar Jayyam, con su texto impreso en inglés, francés y parsi.
Janum
Shaheen era una musulmana tan celosa que jamás me hubiera imaginado que considerara la Navidad como algo especial. Pero la verdad es que me regaló una serie de libros de consejos islámicos, en los que se explicaba en detalle todas las reglas y reglamentos relativos a las plegarias, días festivos y demás rituales. El libro que más me interesó fue una traducción inglesa de la Constitución iraní. Lo estudié cuidadosamente durante aquella mañana y varios días después, buscando especialmente pasajes que regularan los derechos de la mujer.
Había una sección que examinaba los problemas maritales.
Al parecer, una mujer iraní que tenga un conflicto con su marido puede llevar su caso a cierta oficina de cierto ministerio. El hogar será investigado, y se entrevistará tanto al marido como a la esposa. Ambos deben someterse a la decisión del árbitro, el cual es, naturalmente, un hombre iraní. Rechacé aquella estrategia.
La sección que se refería al dinero y a la propiedad estaba clara. El marido es dueño de todo; la mujer de nada. Y la propiedad incluía a los hijos. Los hijos del divorcio viven con el padre.
La Constitución se esfuerza por regular todos los detalles críticos de la vida de un individuo, incluso los asuntos más íntimos de la femineidad. Por ejemplo, era un crimen que una mujer hiciera algo para impedir la concepción en contra de los deseos de su marido. Yo ya estaba enterada de eso. De hecho, Moody me había informado de que se trataba de un delito capital. Pero el leerlo allí desencadenó en mi interior una oleada de aprensión. Sabía que a esas alturas probablemente hubiese quebrantado muchas leyes iraníes, y que probablemente seguiría haciéndolo. Pero resultaba desconcertante saber que llevaba dentro de mi cuerpo, ignorándolo Moody, un DIU que podía poner en peligro mi vida. ¿Ejecutarían realmente a una mujer por practicar el control de natalidad? Conocía la respuesta a esta pregunta. En este país, los hombres podían hacer, y harían, lo que les viniera en gana con las mujeres.
Otro pasaje de la Constitución me produjo un estremecimiento aún mayor. Explicaba que, a la muerte de un hombre, sus hijos no se convertían en propiedad de la viuda, sino de su propio linaje. Si Moody se moría, Mahtob ya no me pertenecería. Antes bien, se convertiría en hija adoptiva del pariente más próximo de Moody, ¡Ameh Bozorg! Dejé de rezar por la muerte de Moody.
En ninguna parte de la Constitución de Irán había siquiera un atisbo de ley, práctica o programa público que me ofreciera la más mínima esperanza. El libro confirmaba lo que yo ya había aprendido intuitivamente. De no ser con el permiso de Moody, no había ninguna forma de que Mahtob y yo pudiéramos salir del país. Había varias contingencias, especialmente el divorcio o la muerte de Moody, que podían provocar mi deportación, pero Mahtob se perdería para siempre. Yo moriría antes de permitir que eso ocurriera. Había venido a Irán para evitar aquella real y aterradora posibilidad. Silenciosamente, renové mi voto. Conseguiría que saliéramos las dos. De alguna manera. Algún día.
Mi ánimo se elevó ligeramente en las proximidades del Año Nuevo. Ya no estaba todo el día confinada en el apartamento de Mammal, y había encontrado nuevas amigas en la escuela. Eran bien dispuestas y agradecidas estudiantes de inglés, y, por mi parte, me daba cuenta de que cada palabra de parsi que aprendía era una ayuda más para encontrar un camino que me permitiera salir de Teherán. Tenía la sensación de que 1985 sería el año en que Mahtob y yo volveríamos a casa. Cualquier otra idea se me hacía insoportable.
Moody seguía mostrándose tan imprevisible como siempre, a veces cálido y alegre, otras, malhumorado y amenazador, pero al menos estaba en general satisfecho de nuestro actual domicilio, y no hablaba de regresar a casa de Ameh Bozorg. Tal como yo esperaba, su pereza aumentó. Pronto nos permitió ir solas a la escuela en forma regular, y poco a poco dejó de preocuparse por recogernos a mediodía. Mientras llegáramos a casa a la hora prevista, se sentía satisfecho. Y yo encontraba una especial esperanza en mi cada vez mayor capacidad de movimiento.
Janum
Shaheen valoró también esta nueva circunstancia, tomando nota del hecho de que Moody apareciera ahora sólo muy rara vez por la escuela. Un día, por medio de Mrs. Azahr, mantuvo una discreta conversación conmigo.
—Le prometimos a su marido que no la dejaríamos usar el teléfono y que no le permitiríamos salir del edificio —me dijo—. Y debemos mantener esas promesas. Pero —continuó— no le prometimos avisarle de cuando llegase usted tarde a la escuela. Pues bien, no le informaremos si llega usted tarde. No nos diga a dónde va, porque, si nos lo preguntara, tendríamos que decírselo. Pero, si no lo sabemos, no tendremos que decirle nada.
Moody, todavía resfriado, seguía mostrándose cada vez más perezoso, y continuaba relajando su guardia. Al parecer, estaba tan convencido de que las maestras iraníes me vigilarían, cumpliendo sus deseos, que no sospechaba nada.
Un día llegué tarde a la escuela, sólo unos minutos, para probar la reacción de las maestras. No sucedió nada.
Janum
Shaheen sabía cumplir su palabra. Empleé el tiempo para telefonear a Helen a la embajada, y ella me advirtió una vez más de la existencia de las dos misteriosas mujeres que parecían empeñadas en ayudarme. Dijo que tenía que verme personalmente, pero yo vacilé en hacer aquella larga y arriesgada excursión. Un imprevisto atasco de tráfico podía representar un retraso fatal.
Pero cada vez se hacía más necesaria la acción. Por una parte, los juegos de Mahtob con Maryam me inquietaban. A las dos pequeñas les gustaba jugar con sus muñecas y platos, imitando las costumbres de los mayores. Pero de pronto, Maryam decía en parsi: «¡Que viene un hombre!», y las dos pequeñas corrían a envolverse en sus
chadores
.