No sin mi hija (17 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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La
Madrasay
(«escuela») Zainab era un edificio bajo de cemento, pintado de verde oscuro, que desde el exterior parecía una fortaleza. Niñas de varias edades, todas con vestidos negros y grises, penetraban silenciosamente en él. Vacilantes, Mahtob y yo seguimos a Moody hacia un oscuro vestíbulo. Una vigilante se puso alerta al entrar Moody. Aquélla era una escuela sólo para niñas. Rápidamente, la guardiana llamó a la puerta de la oficina, la abrió sólo unos centímetros y advirtió a los del interior que se disponía a entrar un hombre.

En la oficina, Mahtob y yo permanecimos de pie, aprensivamente, mientras Moody hablaba con la directora, una mujer que sujetaba firmemente su negro
chador
sobre la cara con ambas manos, mirándome a mí de vez en cuando, pero no al hombre que se encontraba en su presencia. Al cabo de unos minutos, Moody se volvió hacia mí y gruñó: «Dice que mi esposa no parece muy feliz». Sus ojos me ordenaron cooperar, pero una vez más —cuando el bienestar de Mahtob era la principal preocupación— encontré fuerzas para enfrentarme con él.

—No me gusta esta escuela —dije—. Quiero ver la clase en que va a estar.

Moody volvió a hablar con la directora.


Janum
Shaheen, la directora, te la enseñará —me dijo—. Es una escuela para niñas; a los hombres no se les permite entrar.

Janum
Shaheen era una mujer joven, de unos veinticinco o veintiséis años, atractiva bajo su
chador
, y con unos ojos que respondían a mi mirada hostil con una amabilidad aparentemente sincera. Era una de las pocas mujeres iraníes que había visto que llevaran gafas. Nos comunicamos lo mejor que pudimos, utilizando gestos y unas pocas palabras en parsi.

Me quedé horrorizada, tanto por las instalaciones de la escuela como por las actividades que allí tenían lugar. Recorrimos sórdidos pasillos, y pasamos ante una enorme foto del ayatollah con el ceño fruncido, y de incontables carteles que describían las glorias de la guerra. Una pose muy popular parecía ser la de un garboso soldado, orgullosamente posado junto a su fusil, exultante de gloria bajo el vendaje empapado en sangre que le cubría la cabeza.

Las estudiantes se sentaban apiñadas en largos bancos, y, aunque yo no comprendía mucho el parsi, la técnica de enseñanza era bastante fácil de entender. Era completamente maquinal: la maestra cantaba una frase, y las alumnas la repetían al unísono.

Creía haber visto las condiciones más antihigiénicas que Irán podía ofrecer, hasta que vi el lavabo de la escuela: una sola instalación para ser utilizada por las quinientas alumnas. Un pequeño cubículo, con una alta ventanilla abierta para dejar entrar el viento, la lluvia, la nieve, las moscas y los mosquitos. El retrete era un simple agujero en el suelo que la mayoría de los usuarios ignoraban o fallaban. En vez de papel higiénico, había una manguerita que lanzaba agua helada.

Al regresar a la oficina, le dije a Moody:

—No voy a irme de aquí hasta que veas esta escuela. No puedo creer que desees que tu hija vaya a una escuela como ésta.

Moody preguntó si también él podía visitar las instalaciones.

—No —replicó
Janum
Shaheen en parsi—. Hombres, no.

Mi voz fue aumentando de volumen y tornándose exigente; era la voz de una madre despreciada. «¡No vamos a irnos hasta que veas la escuela!», repetía.

Finalmente, la directora se rindió. Mandó una guardiana por delante para advertir a maestras y alumnas de que un hombre se disponía a entrar en territorio prohibido. Luego se llevó a Moody a hacer el recorrido mientras Mahtob y yo aguardábamos en la oficina.

—Bien, tienes razón —concedió Moody al regresar—. Tampoco a mí me gusta. Es terrible. Pero así es aquí la escuela, y es donde ella irá. Es mejor que la escuela a que fui yo.

Mahtob lo aceptó silenciosamente, meditativa. Las lágrimas estaban a punto de manar. Suspiró con alivio cuando Moody dijo: «No pueden tomarla hoy. Empieza mañana».

Durante el regreso a casa, en taxi, Mahtob suplicó a su padre que no la obligara a ir a aquella escuela, pero Moody se mostró inflexible. Toda la tarde estuvo la pequeña llorando en mi hombro. «Por favor, Dios mío —rezó en el baño—, haz que ocurra algo para que no tenga que ir a esa escuela».

Mientras escuchaba las plegarias de mi niña, algo se me ocurrió, quizás por casualidad, quizás por inspiración. Recordé una de las lecciones básicas concernientes a la plegaria, y se la subrayé ahora a Mahtob. Le dije: «Sé que Dios va a responder a tus oraciones, pero Él no siempre responde del modo en que nosotros queremos que lo haga. Quizás tengas que ir a la escuela, y quizás sea así como lo quiere Dios. Puede que salga algo bueno de esa escuela».

Mahtob seguía inconsolable, pero yo sentí que me invadía una sensación de paz. Tal vez, realmente, pudiese venir algo bueno de aquello. Tanto Mahtob como yo aborrecíamos el carácter de situación permanente que aquella escuela implicaba. Pero, comprendí, la actividad en la escuela la mantendría ocupada desde las ocho hasta el mediodía, seis días por semana. Cada día, excepto el viernes, tendríamos una razón para salir de casa. ¿Y quién era capaz de predecir las posibilidades que ello ofrecía?

Los tres nos levantamos temprano a la mañana siguiente, y esto solo ya me dio motivos para un optimismo a largo plazo. Hasta ahora, Moody había hecho todo lo posible para justificar su condición de
daheejon
en el rol de director espiritual de la casa. Se levantaba mucho antes del alba para asegurarse de que todo el mundo (menos Mahtob y yo) participaba en la plegaria. Se trataba de una postura más bien académica, porque los devotos Nasserine y Mammal eran también creyentes muy escrupulosos. Pero Moody extendió su autoridad como
daheejon
a los de abajo, Reza y Essey, que eran bastante más negligentes en sus devociones. Y éste era un punto particularmente irritante para Reza, que tenía que marchar después a un largo día de trabajo, mientras Moody volvía a meterse en la cama.

Exhausto por la plegaria, Moody había adquirido el hábito de dormir hasta las diez o las once de la mañana. Resultaba claro para mí que pronto se cansaría del nuevo horario de Mahtob. Quizás a no tardar, me permitiera llevarla a la escuela yo sola, y me constaba que esto aumentaría grandemente mi libertad.

Pese a dicha esperanza, la mañana era tensa. Mahtob estaba silenciosa mientras yo la vestía para la escuela con el mismo tipo de
roosarie
que llevaban las otras alumnas. Siguió sin abrir la boca hasta que llegó a la oficina de la escuela y una asistenta de la maestra extendió la mano hacia ella para llevársela a clase. Entonces se puso a llorar; todas las lágrimas reprimidas hasta aquel momento empezaron a manar libremente de sus ojos. Se aferraba tenazmente al borde de mi
chador
.

Miré a Moody y no vi compasión en sus ojos, sólo amenaza.

—Mahtob, tienes que irte —le dije, esforzándome por mantener la calma—. Todo está bien. Vendré a recogerte. No te preocupes por eso.

La asistenta se llevó suavemente a Mahtob. La pequeña intentaba ser valiente, pero cuando Moody y yo nos dábamos la vuelta para marcharnos, oímos los gemidos de nuestra hija, producidos por el dolor de la separación. Mi corazón sangraba, pero comprendía que aquél no era un momento para desafiar las iras del loco que me sujetaba firmemente por el brazo y me conducía hacia la calle.

Volvimos a casa silenciosamente en un taxi naranja, encontrándonos con que Nasserine tenía para nosotros un mensaje de la escuela.

—Han llamado —nos dijo—. Mahtob está haciendo demasiado ruido. Tenéis que ir a buscarla.

—Todo esto es culpa tuya —me gritó Moody—. Tú se lo has hecho. Ya no es una niña normal. Has sido demasiado posesiva con ella.

Acepté el insulto en silencio; no me arriesgaría más de lo que había hecho. Pero hubiera deseado gritar: «¿Culpa mía? ¡Tú eres el único que ha trastornado su vida!». Pero sujeté la lengua consciente de que lo que él decía era en parte cierto. Había sido muy protectora con Mahtob. Había temido perderla de mi vista, había temido tortuosos complots en los que Moody y su familia maquinaran apartarla de mí. ¿Era eso culpa mía? Si alguna vez ha habido una situación que exigiera una madre sobreprotectora, era aquélla.

Moody salió de casa hecho una furia, solo, y reapareció poco más tarde con una sumisa Mahtob a remolque.

—¡Mañana vas a volver a esa escuela! —le gritó—. Y te quedarás allí sola. Será mejor que no llores.

Durante la tarde y la noche hablé privadamente con Mahtob en cada oportunidad.

—Tienes que hacerlo —le aconsejé—. Sé fuerte. Sé una buena chica. Ya lo sabes: Dios estará contigo.

—Le pedí a Dios que encontrara una manera de no ir a la escuela —dijo Mahtob llorando—. Pero no respondió a mi plegaria.

—Quizás lo haya hecho —le recordé—. Quizás haya una razón para que vayas a esa escuela. No pienses nunca que estás sola, Mahtob. Dios está siempre contigo. Él cuidará de ti. No lo olvides; cuando te sientas de verdad sola y asustada, y no sepas lo que está pasando, reza. No tienes que escuchar lo que te diga otra persona: reza. Todo saldrá bien.

Pese a mi consejo, Mahtob se despertó asustada y llorando a la mañana siguiente. El corazón me dolió cuando Moody la cogió con brutalidad y se la llevó a la escuela, prohibiéndome ir con ellos.

Sus terribles gritos siguieron resonando en mis oídos mucho después de que se hubieron marchado. Paseaba nerviosamente por la casa y me costaba tragar saliva, debido al nudo que tenía en la garganta, mientras esperaba que Moody volviera con un informe.

Justo en el momento en que volvía, solo, Essey le paró al pie de la escalera para decirle que una vez más habían llamado de la escuela para que fuera a recoger a Mahtob. La pequeña no cooperaba. Sus gritos y llantos trastornaban a toda la escuela.

—Voy a buscarla —me dijo, irritado—. Le voy a dar tal paliza que la próxima vez se quedará sin rechistar.

—Por favor, no le hagas daño —le grité mientras él salía vociferando de la casa—. Por favor, hablaré con ella. La convenceré.

No la golpeó. En vez de eso, al regresar, Moody dirigió su ira contra mí más que contra Mahtob, porque la directora había exigido de él algo que no quería conceder.

—Quieren que vayas a la escuela con ella —me dijo—. Para quedarte allí cerca, en la oficina, mientras la niña está en clase. Durante unos días, al menos. Es la única forma de que se la queden.

¡Algo funciona realmente!, me dije. Yo estaba trastornada y triste por tener que obligar a Mahtob a ir a la escuela iraní, pero de repente había surgido una oportunidad para salir de casa regularmente.

A Moody le preocupaba la solución, pero no tenía alternativa. Y dictó unas reglas estrictas.

—Tienes que permanecer en la oficina y no ir a ninguna parte hasta que vaya a buscaros a Mahtob y a ti —me dijo—. Y no debes usar el teléfono.

—Sí —prometí, con
taraf
en mi corazón.

A la mañana siguiente, los tres tomamos un taxi para ir a la escuela. Mahtob estaba aprensiva pero visiblemente más calmada que las dos mañanas anteriores. «Tu madre se quedará ahí —le dijo, señalando una silla del pasillo situada junto a la oficina de la escuela—. Se quedará ahí todo el tiempo mientras estés en la escuela».

Mahtob asintió, y permitió que una asistenta se la llevara a la clase. A mitad de camino, en el pasillo, se detuvo y echó una mirada atrás. Cuando me vio sentada en la silla, prosiguió. «Te quedarás aquí hasta que venga a buscaros», me repitió Moody. Y se marchó.

La mañana se hizo interminable. Yo no me había traído nada con que ocupar el tiempo. Los pasillos se vaciaron al penetrar todas las alumnas en las clases, y pronto descubrí cuál era el primer ejercicio de la mañana. «
¡Maag barg Amrika!
—fue el canto que brotó de todas las clases—.
¡Maag barg Amrika! ¡Maag barg Amrika!
». Allí estaba de nuevo inyectada a presión en la maleable mente de cada alumna, resonando en los oídos de mi inocente hija, la política oficial de la República Islámica de Irán: «¡Muerte a América!».

Una vez terminadas las abluciones políticas, un suave zumbido se fue extendiendo por el pasillo a medida que las alumnas se instalaban en su tranquila rutina de aprendizaje mecánico. En cada clase, inclusive en la de las más mayorcitas, las maestras cantaban una pregunta y las niñas respondían al unísono, vocalizando las mismas palabras. No se producían retrasos; no había lugar para el pensamiento independiente, ni para la pregunta, ni siquiera para una inflexión de la voz. Ésta era la enseñanza que Moody había recibido de niño. Reflexionando sobre ello, comprendí mejor por qué tantos iraníes son mansos seguidores de la autoridad. Todos parecen tener cierta dificultad para tomar una decisión.

Sometido un individuo a semejante educación, lo natural para él sería encajarse en la jerarquía, impartir órdenes severas a los subordinados y obedecer ciegamente las de los jefes. Este sistema escolar era el que había dado lugar a un Moody, que se veía capaz de exigir y esperar un control total sobre su familia, y una Nasserine que podía someterse al dominio del macho superior. Un sistema escolar así podía crear una nación entera que obedeciera sin cuestionarle nada, inclusive hasta la muerte, a un ayatollah que hacía las veces de la inteligencia y la conciencia del país. Si era capaz de hacer todo esto, me pregunté, ¿qué podría hacer con una niñita de cinco años?

Al cabo de un rato,
Janum
Shaheen salió al pasillo y me suplicó que entrara en la oficina. Yo respondí con el gesto iraní de negativa, levantando la cabeza ligeramente y chasqueando la lengua. En aquel momento odiaba la visión de todos los iraníes, especialmente la de unas sumisas mujeres en
chadores
. Pero la directora, con amables y suaves palabras, volvió a suplicarme, insistiendo.

De manera que entré en la oficina. Con nuevos gestos,
Janum
Shaheen me ofreció un asiento cómodo, y me preguntó si querría tomar té. Acepté, y sorbí mi té mientras observaba cómo las mujeres llevaban a cabo su trabajo. Pese al rencoroso canto antiamericano que se les exigía que enseñaran a sus alumnas, parecían mirarme con simpatía. Hicimos algunos intentos de comunicación, con poco éxito.

Anhelaba coger el teléfono, que estaba a mi alcance, y llamar a la embajada, pero no me atrevía a hacer ninguna proposición en aquel primer día.

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