Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Una noche, poco después de oscurecer, me encontraba en la sala de la casa de Ameh Bozorg cuando oí el siniestro rugido de aviones a reacción, volando bajo, que se acercaban al sector de la ciudad habitado por nosotros. El cielo se iluminó con los brillantes centelleos del fuego antiaéreo, seguidos por los retumbantes ecos de las explosiones aéreas.
¡Dios mío!, pensé, la guerra ha llegado a Teherán.
Me volví para buscar a Mahtob, para correr con ella hacia un lugar seguro, pero Majid vio mi expresión de miedo y trató de calmarme.
—Es sólo una demostración —dijo— para la Semana de la Guerra.
Moody me explicó que la Semana de la Guerra es una celebración anual de las glorias del combate islámico, ocasionada por la vigente guerra con Irak y, por extensión, con América, pues toda la propaganda informaba a los iraníes de que Irak era una simple marioneta armada y controlada por los Estados Unidos.
—Vamos a la guerra con América —me dijo Moody con descarado placer—. Es de justicia. Tu padre mató al mío.
—¿Qué quieres decir?
Moody me explicó que, durante la segunda guerra mundial, mientras mi padre servía con las fuerzas americanas en Abadán, en la parte meridional de Irán, su padre, que trabajaba como médico de guerra, había tratado a numerosos soldados americanos de malaria, contrayendo finalmente la enfermedad, que le mató.
—Ahora vas a pagar por ello —dijo Moody—. Tu hijo Joe va a morir en la guerra del Medio Oriente. Puedes estar segura de ello.
Aun consciente de que Moody me estaba pinchando, no podía separar lo real de lo falso en sus fantasías sádicas. Aquél no era el hombre con quien me había casado. ¿Cómo, entonces, podía yo saber si una cosa era real?
—Vamos —me dijo—, subamos al tejado.
—¿Para qué?
—Una manifestación.
Aquello sólo podía significar una manifestación antiamericana.
—No —dije—. Yo no subo.
Sin decir una palabra, Moody agarró a Mahtob y la sacó de la habitación. La pequeña gritó, sorprendida y asustada, luchando contra su presa, pero él la sujetaba con firmeza mientras seguía al resto de la familia al tejado.
No tardé en oír a mi alrededor un espantoso sonido que penetraba por las abiertas ventanas de la casa.
«
¡Maag barg Amrika!
», cantaban las voces al unísono desde los tejados que nos rodeaban. A estas alturas, ya conocía bien la frase, por haberla oído continuamente en los noticiarios iraníes. Significa: «Muerte a América».
«
¡Maag barg Amrika!
». El sonido iba creciendo en volumen y pasión. Me tapé los oídos con las manos, pero el implacable rugido no podía ser sofocado.
—«
¡Maag barg Amrika!
»
Llamé a gritos a Mahtob, que estaba en el tejado con el resto de la familia, retorciéndose en la presa de un padre maníaco que le exigía que se volviera contra su país.
«
¡Maag barg Amrika!
». En Teherán, aquella noche, catorce millones de voces se levantaban como una sola. Retumbando de tejado en tejado, en crescendo, engullendo al populacho en un hipnótico frenesí, el abrumador, horrible canto penetraba como un cuchillo en mi alma.
—
¡Maag barg Amrika! ¡Maag barg Amrika! ¡Maag barg Amrika!
—Mañana vamos a Qum —anunció Moody.
—¿Y eso qué es?
—Qum es el centro teológico de Irán. Es una ciudad santa. Mañana es el primer viernes del
Moharram
, el mes del ayuno. Hay allí una tumba. Llevarás el
chador
negro.
Recordé nuestra visita a Rey, un viaje de pesadilla que terminó con la escena de Mahtob recibiendo una terrible bofetada de su padre. ¿Por qué la familia tenía que arrastrarnos a Mahtob y a mí a sus extrañas peregrinaciones?
—No quiero ir —declaré.
—Pues vamos a ir.
Sabía lo suficiente de las leyes islámicas como para plantear una objeción válida.
—No puedo ir a una tumba —dije—. Tengo la regla.
Moody frunció el ceño. Cada vez que yo tenía la regla, recordaba que, a pesar de haber transcurrido cinco años desde el nacimiento de Mahtob, yo había sido incapaz de darle otro hijo, un varón.
—Vamos a ir —sentenció.
Mahtob y yo nos despertamos a la mañana siguiente gravemente deprimidas ante la perspectiva del día. Mahtob tenía diarrea, un fenómeno originado por la tensión, al cual estaba empezando a acostumbrarme.
—Está enferma —le dije a Moody—. Debería quedarse en casa.
—Vamos a ir —repitió tozudamente.
Con profunda melancolía, me puse el uniforme: pantalones negros, largos calcetines negros, negro
montoe
de largas mangas, negro
roosarie
envolviéndome la cabeza. Y encima de toda esa parafernalia, el odiado
chador
negro.
Fuimos en el coche de Morteza, el sobrino de Moody, amontonados junto con Ameh Bozorg, su hija Fereshteh, Morteza, su mujer, Nastaran, y su hija, la pequeña y feliz Nelufar. Nos llevó horas llegar a la autopista, y luego dos horas más de circular a gran velocidad, casi tocándose los parachoques con los de otros coches llenos de fieles, por un paisaje campestre tan desolado y triste como mi alma.
Qum era una ciudad envuelta en fino polvo pardo-rojizo. Ninguna de sus calles estaba pavimentada, y los coches levantaban una nube de asfixiante suciedad. Cuando bajamos del coche, tambaleándonos, nuestras ropas empapadas de sudor atrajeron una capa de suciedad.
En el centro de la plaza había una piscina rodeada de peregrinos que no dejaban de chillar en su intento de llegar al borde del agua para realizar sus abluciones rituales previas a la plegaria. La multitud no mostraba muchos signos de amor por sus vecinos. Los codazos y los puntapiés ayudaban a asegurarse una posición al borde del agua. De vez en cuando sonaba un repentino chapoteo seguido del grito de furia de alguien que había recibido un inesperado bautismo.
Como ni Mahtob ni yo pensábamos participar en la plegaria, no nos preocupamos de lavarnos en aquella agua sucia. Aguardamos a los demás.
Entonces fuimos separados por sexos. Mahtob y yo tuvimos que seguir a Ameh Bozorg, Fereshteh, Nastaran y Nelufar a la sección de mujeres del templo. No había espacio suficiente para inclinarnos a fin de quitarnos los zapatos, de modo que simplemente nos desprendimos de ellos de un puntapié, yendo a parar a una montaña cada vez mayor de calzados de diferentes formas.
Mi hija, zarandeada por todas partes, se aferraba a mi mano, atemorizada, mientras entrábamos en una gran sala cuyas paredes estaban adornadas con espejos. De unos altavoces brotaba música islámica, pero ni eso era suficiente para apagar las voces de miles de mujeres con sus negros
chadores
que se encontraban sentadas en el suelo golpeándose el pecho y cantando oraciones. Lágrimas de dolor les corrían por las mejillas.
Los gigantescos espejos estaban ornados con oro y plata, el brillo de metal precioso se reflejaba de espejo a espejo, y su resplandor contrastaba fuertemente con las negras prendas de las fieles. Tanto los sonidos como las imágenes eran hipnóticos.
—
Bishen
—dijo Ameh Bozorg—. Siéntate.
Mahtob y yo nos sentamos, y Nastaran y Nelufar se pusieron en cuclillas a nuestro lado.
«
Bishen
», repitió Ameh Bozorg. Con gestos y algunas palabras en parsi me dijo que mirara a los espejos. Ella y Fereshteh se dirigieron a una gran urna adornada situada en la habitación adyacente.
Miré a los espejos. Al cabo de un momento sentí cómo un estado similar a un trance se apoderaba de mí. Los espejos que se reflejan en espejos producen una ilusión de infinito. La música islámica, el rítmico batir de las mujeres golpeándose en el pecho, y aquel canto parecido a una salmodia fúnebre cautivaban la mente en contra de la propia voluntad. Para el creyente, la experiencia tenía que ser sobrecogedora.
No sabía cuánto tiempo había pasado en aquella situación. Finalmente, me di cuenta de que Ameh Bozorg y Fereshteh regresaban a la habitación donde Mahtob y yo esperábamos con Nastaran y Nelufar. La vieja arpía se me acercó directamente gritando en parsi a voz en cuello y apuntando un huesudo dedo a mi cara.
¿Qué hago ahora?, me pregunté.
No entendía nada de lo que decía Ameh Bozorg, excepto la palabra «
Amrika
».
Lágrimas de rabia brotaban de sus ojos. Metió la mano bajo el
chador
para mesarse el cabello. Con la otra se golpeó el pecho y luego la cabeza.
Con furiosas señas, nos indicó que saliéramos, y todos la seguimos fuera de la
masjed
nuevamente al patio, deteniéndonos para recuperar los zapatos.
Moody y Morteza ya habían terminado sus plegarias y nos estaban aguardando. Ameh Bozorg corrió hacia Moody gritando y golpeándose el pecho.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Él se volvió hacia mí con la furia reflejada en sus ojos.
—¿Por qué te negaste a ir al
haram
? —me preguntó.
—Yo no me negué a hacer nada —repliqué—. ¿Qué es un
haram
?
—La tumba.
Haram
es la tumba. No fuiste.
—Ella me dijo que me sentara y mirara a los espejos.
Esto parecía una repetición del fiasco de Rey. Moody estaba tan enfurecido que temí que fuera a golpearme. Coloqué a Mahtob detrás de mí para su seguridad. La miserable vieja me había engañado, lo sabía. Quería causar problemas entre Moody y yo.
Esperé hasta que Moody hizo una pausa en su discurso. Tan suavemente como pude, pero con firmeza, le dije:
—Mejor que pares y pienses en lo que estás diciendo. Ella me dijo que me sentara y mirara a los espejos.
Moody se volvió hacia su hermana, que seguía con su dramática furia. Intercambiaron algunas palabras, y luego Moody me dijo:
—Ella te dijo que te sentaras y miraras a los espejos, pero no se refería a que te quedaras ahí.
¡Cómo odiaba a aquella perversa mujer!
—Nastaran tampoco fue —señalé—. ¿Por qué no se enfada con Nastaran?
Moody trasladó esta pregunta a Ameh Bozorg. Estaba aún tan irritado conmigo que empezó a traducir la respuesta de su hermana antes de ver lo que había implicado en ella.
—Nastaran tiene el período… —me dijo—. No puede… —Entonces recordó. También yo tenía el período.
Por una vez, la lógica se abrió paso en su locura. Su comportamiento hacia mí se suavizó inmediatamente, y lo que hizo fue dirigir la ira contra su hermana. Discutieron durante unos minutos, y la pelea siguió después de amontonarnos en el coche para dirigirnos a casa de sus hermanos.
—Le he dicho que no era justa —me dijo Moody, su voz llena ahora de amabilidad y simpatía—. Tú no comprendes la lengua. Le dije que no tenía bastante paciencia.
Una vez más me pilló desprevenida. Hoy se mostraba comprensivo. ¿Cómo estaría mañana?
Empezó el año escolar. El primer día de clase, los maestros de todo Teherán condujeron a los niños por las calles en una manifestación. Centenares de estudiantes de una escuela cercana desfilaban por delante de la casa de Ameh Bozorg, cantando al unísono el terrible eslogan «
¡Maag barg Amrika!
», añadiendo otro enemigo, «
¡Maag barg Israeel!
».
Mahtob, en nuestro cuarto, se tapaba los oídos, pero el sonido se abría paso.
Pero sucedió algo peor: aquel ejemplo del papel de la escuela en la vida de un niño iraní inspiró a Moody. Estaba decidido a convertir a Mahtob en una correcta hija iraní. Pocos días después anunció de repente:
—Mahtob va a ir a la escuela mañana.
—¡No, no puedes hacer eso! —grité. Mahtob se aferró posesivamente a mi brazo. Me di cuenta de que la pequeña se sentiría aterrorizada al verse separada de mí. Y ambas sabíamos que el término «escuela» tenía unas connotaciones de permanencia.
Pero Moody se mostró inflexible. Mahtob y yo discutimos con él durante algunos minutos, en vano.
Finalmente dije: «Primero quiero ver la escuela», y Moody se mostró de acuerdo.
A primera hora de aquella tarde, nos encaminamos a la escuela para la inspección. Quedé sorprendida de encontrar un edificio limpio y moderno con hermosos, cuidados jardines, una piscina y lavabos al estilo americano. Moody me explicó que se trataba de un centro preescolar privado. En cuanto el niño estaba preparado para el equivalente iraní del primer grado, debía asistir a una escuela estatal. Ése sería el último año en que Mahtob pudiese elegir una escuela privada, y él quería que la niña empezara allí antes de ser trasladada al ambiente más severo de una escuela estatal.
Yo estaba decidida a que Mahtob iniciara el primer grado en América, pero refrené mi lengua mientras Moody conversaba con el director, traduciendo mis preguntas.
—¿Hay alguien aquí que hable inglés? —pregunté—. El parsi de Mahtob no es muy bueno.
—Sí —fue la respuesta—. Pero no está disponible ahora.
Moody explicó que quería que Mahtob empezara al día siguiente, pero el director repuso que había una lista de espera de seis meses.
Mahtob suspiró de alivio al oír esto, porque resolvía la crisis inmediata. Pero mientras regresábamos a casa de Ameh Bozorg, mi cabeza daba vueltas. Si Moody hubiera sido capaz de llevar a cabo su plan, yo habría experimentado un sentimiento inicial de derrota. Él habría dado un paso concreto hacia un definitivo establecimiento de nuestra vida en Irán. Pero quizás ése resultara ser un paso intermedio hacia la libertad. Quizás fuera una buena idea establecer una apariencia de normalidad. Moody se mostraba siempre vigilante, paranoico respecto a cada uno de mis actos. No había forma, dadas las actuales circunstancias, de que yo pudiera empezar a dar los pasos necesarios para escapar con Mahtob de Irán. Comencé a darme cuenta de que la única manera de lograr que Moody bajara la guardia era hacerle creer que estaba dispuesta a aceptar vivir allí.
Durante toda la tarde y la noche, encerrada en el baño que se había convertido en mi celda, traté de formular un curso de acción. Mi mente estaba confundida, pero me obligué a ser racional. Ante todo, lo sabía, debía atender a mi salud. Atormentada por la enfermedad y la depresión, comiendo y durmiendo poco, me había refugiado en la medicación de Moody. Eso tendría que terminar.
De alguna manera tenía que convencer a Moody de que nos sacara de la casa de Ameh Bozorg. La familia entera hacía el papel de carcelera. En las seis semanas que llevábamos viviendo allí, tanto Ameh Bozorg como Baba Hajji se mostraban cada vez más despectivos conmigo. Baba Hajji exigía ahora que me sumara a los incesantes rituales de la plegaria de cada día. Aquél era un punto de conflicto entre él y Moody. Moody le explicó que yo estaba estudiando el Corán, aprendiendo a conocer el Islam a mi propio ritmo. No quería obligarme a las plegarias todavía. Al pensar en ello, me di cuenta de que Moody confiaba, realmente, en que acabaría por aclimatarme.