Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—¡Ayudadme! —grité—. ¡Mammal, ayúdame!
Moody me agarró del pelo con la mano izquierda. Y con su puño libre me golpeó una y otra vez en el costado de la cabeza.
Mahtob corrió a ayudar, y nuevamente fue apartada de un empujón.
Yo luché contra su presa, pero era demasiado fuerte para mí. Me cruzó la mejilla de un terrible bofetón. «Voy a matarte», gritaba, enfurecido.
Le di un puntapié, liberándome parcialmente de su presa, y traté de escaparme a gatas, pero me golpeó en el trasero con el pie tan furiosamente que terribles dolores paralizantes recorrieron mi espina dorsal.
Con Mahtob sollozando en un rincón, y yo a su merced, se volvió más metódico, golpeándome en el brazo, tirándome del pelo, abofeteándome, sin dejar de maldecir. No cesaba de repetir: «¡Voy a matarte! ¡Voy a matarte!».
—¡Socorro! —grité varias veces—. ¡Por favor, que alguien me ayude!
Pero ni Mammal ni Nasserine trataron de intervenir. Ni Reza ni Essey, que seguramente lo oían todo.
Cuántos minutos pasaron sin que él dejara de golpearme, lo ignoro. Yo esperaba la inconsciencia, la muerte que me había prometido.
Poco a poco, la fuerza de sus golpes fue disminuyendo. Hizo una pausa para recuperar el aliento, pero aún me tenía sujeta firmemente sobre la cama. A un lado, Mahtob sollozaba histéricamente.
«
Daheejon
», dijo una voz suavemente desde la puerta. «
Daheejon
». Era Mammal. Finalmente.
Moody levantó la cabeza, pareciendo oír la tranquila voz que le llamaba a la cordura. «
Daheejon
», repetía Mammal. Suavemente apartó a Moody de mí y se lo llevó a la sala.
Mahtob corrió hacia mí y enterró la cabeza en mi falda. Compartimos nuestro dolor, no sólo las magulladuras físicas, sino el dolor más profundo que brotaba del corazón. Lloramos y jadeamos en busca de aliento, pero ninguna de las dos fue capaz de pronunciar una palabra durante varios minutos.
Me dolía todo el cuerpo, como si se tratara de una sola e inmensa herida. Los golpes de Moody habían levantado dos verdugones tan grandes en mi cabeza que me preocupaba la posibilidad de haber sufrido algún daño interno. Me dolían los brazos y la espalda. Una de las piernas me hacía tanto daño que comprendí que iba a cojear durante días. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara.
Al cabo de unos minutos, Nasserine entró de puntillas en la habitación, la viva imagen de una sumisa mujer iraní, con su mano izquierda sujetándose el
chador
en torno de la cabeza. Mahtob y yo seguíamos sollozando. Nasserine se sentó en la cama y me pasó un brazo por los hombros.
—No te preocupes —me dijo—. Todo está bien.
—¿Todo está bien? —dije incrédulamente—. ¿Está bien que me golpee de esta manera? ¿Y está bien que diga que va a matarme?
—No va a matarte —aseguró Nasserine.
—Pues él dice que sí. ¿Por qué no me ayudasteis? ¿Por qué no hicisteis algo?
Nasserine trató de consolarme lo mejor que sabía, de ayudarme a aprender las reglas de aquella tierra.
—No podemos interferir —explicó—. No podemos ir contra
Daheejon
.
Mahtob escuchaba las palabras atentamente, y mientras veía sus inocentes y llorosos ojos tratando de comprender, otro escalofrío me recorrió la espina dorsal, causado por un nuevo y terrible pensamiento: ¿Y si Moody realmente me mataba? ¿Qué sería de Mahtob entonces? ¿La mataría también? ¿O era lo bastante joven y dócil para suponer que acabaría por aceptar aquella locura como lo normal? ¿Se convertiría en una mujer como Nasserine, o Essey, y encubriría su belleza, su mente, su alma, bajo el
chador
? ¿La casaría Moody con algún primo que le pegara y engendrara en ella niños deformes y de ojos vacíos?
—No podemos ir contra
Daheejon
—repetía Nasserine—, pero está bien. Todos los hombres son así.
—No —repliqué bruscamente—. No todos los hombres son así.
—Sí —me aseguró ella solemnemente—. Mammal hace lo mismo conmigo. Reza hace lo mismo con Essey. Todos los hombres son así.
¡Dios mío!, pensé. ¿Qué viene ahora?
Durante días estuve cojeando y no me sentí en condiciones de salir y caminar siquiera la corta distancia que me separaba de los mercados. Y tampoco quería que nadie me viera. Aun cubierta por el
roosarie
, mi cara mostraba suficientes magulladuras para avergonzarme.
Mahtob se alejó aún más de su padre. Cada noche lloraba hasta dormirse.
A medida que pasaban los días bajo aquella tensión, Moody malhumorado e impositivo, Mahtob y yo atemorizadas, la impotencia y desesperación de nuestra situación se hizo más abrumadora que nunca. La terrible paliza demostraba bien a las claras los riesgos que nos amenazaban: mis heridas eran la prueba de que Moody estaba realmente lo bastante loco como para matarme —para matarnos— si algo desencadenaba su ira. Proseguir con mis vagos planes de liberación significaba poner en cada vez mayor peligro nuestra salvación. Nuestra vida dependía del capricho de Moody.
Cuando consideraba necesario tratar con él en algún sentido, hablar con él, mirarle, siquiera pensar en él, mi decisión era resuelta. Conocía muy bien a aquel hombre. Durante años había visto la sombra de la locura cernerse sobre él. Traté de no permitirme el lujo de mirar hacia atrás, porque con ello no hacía más que desencadenar un sentimiento de lástima hacia mí misma, totalmente inútil, pero inevitablemente recordaba el pasado. ¡Ojalá hubiera actuado atendiendo a mis temores antes, cuando aún no habíamos subido a bordo del avión que debía conducirnos a Teherán! Cada vez que pensaba en ello —y eso sucedía a menudo— me sentía más atrapada que nunca.
Podía enumerar las razones por las que habíamos venido: financieras, legales, emocionales e incluso médicas. Pero no hacían más que encubrir una razón fundamental: había traído a Mahtob a Irán en un último y desesperado intento de garantizar su libertad, y la ironía se ponía de manifiesto ahora.
¿Podía yo someterme a vivir en Irán con el fin de mantener fuera de peligro a Mahtob? Difícilmente. Poco importaba cuán atento y apaciguador se mostrara Moody en un momento dado. Sabía que la locura que lo invadía brotaría a la superficie de forma periódica e inevitable. Para salvar la vida de Mahtob, tendría primero que ponerla en peligro, aun cuando ese peligro acababa de ser demostrado.
Lejos de inducirme a la sumisión, la rabia de Moody no hizo más que reforzar mi voluntad. Pese a la naturaleza inocua de las tareas diarias, todos mis pensamientos y acciones tenían un único objetivo.
Y Mahtob reforzó mi decisión.
Juntas en el baño, la pequeña sollozaba silenciosamente y me suplicaba que la apartara de papá y la llevara a América.
—Sé cómo podemos ir a América —me dijo un día—. Cuando papá se vaya a dormir, podemos escaparnos, ir al aeropuerto y tomar un avión.
La vida puede ser así de sencilla para una niña de cinco años. Y así de compleja.
Nuestras plegarias se intensificaron. Aunque no había cumplido con mis deberes religiosos durante muchos años, conservaba una decidida fe en Dios. No podía comprender por qué Él nos había impuesto aquella carga, pero sabía que no podríamos liberarnos de ella sin su ayuda.
Un poco de ayuda se encarnó en Hamid, el dueño de la tienda de confecciones. La primera vez que me atreví a entrar en su tienda después de la paliza, me preguntó:
—¿Qué le ha pasado?
Se lo conté.
—Debe de estar loco. —Hablaba lenta y pausadamente—. ¿Dónde vive usted? Puedo enviar a alguien para que se ocupe de él.
Era una alternativa que merecía considerarse, pero al reflexionar sobre ello ambos nos dimos cuenta de que el hecho de que yo tuviera amigos secretos alertaría a Moody.
A medida que recobraba la salud y me aventuraba a salir con más frecuencia, me detenía cada vez en la tienda de Hamid para llamar a Helen a la embajada, y para discutir la situación con mi recién hallado amigo.
Hamid era un ex oficial del ejército del sha, que vivía ahora ocultando su identidad.
—El pueblo de Irán quería la revolución —reconoció un día ante mí, calmosamente—. Pero esto —e hizo un gesto hacia la horda de iraníes de rostro grave que se deslizaban por las calles de la República Islámica del ayatollah—, esto no es lo que nosotros queríamos.
Hamid también estaba tratando de encontrar la manera de salir de Irán, con su familia. Primero tenía que arreglar muchos detalles. Tenía que vender su negocio, liquidar sus bienes y tomar todas las precauciones necesarias; pero estaba decidido a huir antes de que su pasado le alcanzara.
—Tengo un montón de amigos influyentes en los Estados Unidos —me dijo—. Están haciendo lo que pueden por mí.
Mi familia y mis amigos de América también estaban haciendo lo que podían por mí, le dije. Pero al parecer era muy poco lo que se podía lograr a través de los canales oficiales.
Poder utilizar el teléfono de Hamid constituía una ayuda. Aunque la información que recibía de la embajada, o la falta de ella, era desmoralizadora, seguía siendo mi punto de contacto con mi familia. La amistad de Hamid cumplía también otro fin. Era el primero en demostrarme que hay muchos iraníes que conservan un aprecio por el estilo de vida occidental, y que discrepan ardorosamente del actual desprecio oficial del gobierno por América.
A medida que pasaba el tiempo, me fui dando cuenta de que Moody no era el omnipotente potentado que él, en sus fantasías, creía ser. No avanzaba mucho en el proceso de obtención de la licencia para ejercer la medicina en Irán. En la mayoría de los casos, su educación americana le proporcionaba prestigio, pero en las oficinas del gobierno del ayatollah encontraba algunos prejuicios.
Tampoco era él el escalón superior de la intrincada jerarquía familiar. Moody estaba sometido a sus parientes más viejos, tal como los más jóvenes estaban sometidos a él. No podía eludir sus obligaciones familiares, y ahora eso empezaba a funcionar en mi favor. Sus parientes se preguntaban qué había sido de Mahtob y de mí. Durante nuestras dos primeras semanas de estancia en el país, Moody había mostrado a su familia a todo el mundo. Algunos parientes querían volver a vernos, y Moody sabía que no podría mantenernos ocultas para siempre.
De mala gana, aceptó una invitación a cenar en casa de
Aga
(«señor») Hakim, al que Moody debía gran respeto. Eran primos hermanos y también compartían la herencia de un complejo e intrincado árbol familiar. Por ejemplo, el hijo de la hermana de
Aga
Hakim estaba casado con la hermana de Essey, y la hija de su hermana estaba casada con el hermano de Essey. Por su parte, Zia Hakim, a quien habíamos conocido en el aeropuerto, era sobrino segundo, tercero o cuarto de
Aga
Hakim… Y
Janum
(«señora») Hakim, su esposa, era también prima de Moody. La cadena continuaba
ad infinitum
.
Todos esos parentescos exigían respeto, pero el mayor poder de
Aga
Hakim sobre Moody se debía a su condición de hombre de turbante, el jefe de la
masjed
de Niavaran, próxima al palacio del sha. Asimismo, enseñaba en la Universidad de Teología de Teherán. Era un autor estimado de libros islámicos, y había traducido del árabe al parsi muchas obras didácticas escritas por Tagatie Hakim, el abuelo común de él y de Moody. Durante la revolución había dirigido la triunfante ocupación del palacio del sha, una hazaña que motivó que su fotografía apareciera en la revista
Newsweek
. Además,
Janum
Hakim llevaba el orgulloso apodo de Bebe Hajji, «mujer que ha estado en La Meca».
Moody no podía rehusar la invitación de Hakim. «Debes llevar
chador
negro —me dijo—. No puedes ir a su casa sin él».
Su casa de Niavaran, un elegante barrio del norte de Teherán, era moderna y espaciosa, pero estaba casi desprovista de muebles. Me sentía feliz por la excursión, pero disgustada por el código de vestido, y esperaba una aburrida velada con otro hombre de turbante.
Aga
Hakim era delgado, unos cinco centímetros más alto que Moody, con una espesa barba entrecana y una eterna y zalamera sonrisa en la boca. Iba vestido totalmente de negro, incluso el turbante. Aquél era un punto vital. La mayor parte de los hombres llevan el turbante blanco. El turbante negro de
Aga
Hakim significaba que él era un descendiente directo de Mahoma.
Para sorpresa mía, no era demasiado santo para mirarme a los ojos mientras hablaba.
—¿Por qué llevas
chador
? —me preguntó, ayudándose de la traducción de Moody.
—Pensé que debía hacerlo.
Moody se sentía sin duda incómodo por los comentarios de
Aga
Hakim, pero de todos modos los tradujo.
—No vas a sentirte cómoda en
chador
… El
chador
no es islámico. Es persa. No tienes por qué llevar
chador
en mi casa.
Me gustaba aquel hombre.
Aga
Hakim me hizo preguntas sobre mi familia de América, el primer iraní en hacer tal cosa. Le expliqué que mi padre se estaba muriendo de cáncer y que estaba terriblemente preocupada por él, así como por mi madre y mis hijos.
El hombre asintió con simpatía. Comprendía la fuerza de los vínculos familiares.
Moody tenía algo reservado para Mahtob, y se lo soltó con sus modales característicamente insensibles. Sin la menor preparación, le dijo una mañana: «Bueno, Mahtob, hoy vamos a la escuela».
Mahtob y yo rompimos a llorar, temiendo que algo nos separara siquiera por un momento. «¡No la hagas ir!», le supliqué.
Pero Moody insistió. Argumentó que Mahtob tendría que aprender a adaptarse, y que la escuela era un primer paso necesario para ello. A estas alturas ya había adquirido suficiente conocimiento del parsi para poder comunicarse con los otros niños. Ya era hora de ir a la escuela.
Moody se había cansado de esperar una plaza en el parvulario privado que habíamos visitado previamente. Su sobrina Ferree, que era maestra, había matriculado a Mahtob en las clases preescolares de un centro estatal. Era difícil encontrar plaza en el preescolar, dijo Moody, pero lo había conseguido gracias a la influencia de Ferree.
—Por favor, déjame ir contigo —le dije, y él cedió en este punto.
Abrigados para protegernos de un frío viento de otoño procedente de las montañas del norte, anduvimos algunas manzanas desde la casa de Mammal hasta la calle Shariati, la avenida principal, donde Moody paró un taxi naranja. Nos amontonamos junto con media docena de iraníes, y partimos a toda velocidad hacia nuestro destino, aproximadamente a unos diez minutos.