No sin mi hija (19 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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—Un amigo mío lleva gente a Turquía —me dijo—. Cuesta treinta mil dólares.

—No me importa el dinero —respondí—. Quiero irme con mi hija. —Sabía que mi familia y mis amigos podían reunir el dinero que hiciera falta—. ¿Cuándo podemos salir? —pregunté ansiosamente.

—En estos momentos, él está en Turquía, y el tiempo empeorará pronto. No sé si podrá usted ir durante el invierno, antes de que se funda la nieve. Llámeme dentro de dos semanas. Lo comprobaré.

Se marchó de la habitación, pero Judy y yo nos quedamos mucho rato después de pasar a máquina la carta de Moody. Yo miraba por encima de mi hombro continuamente, preocupada por la posibilidad de que Moody entrase en la habitación, buscándome, pero no lo hizo.

Le di a Judy las cartas que había escrito, y ella aceptó enviarlas por correo desde Frankfurt. Hablamos interminablemente de América mientras le ayudaba en la agridulce tarea de hacer su equipaje para el vuelo que salía de Irán al día siguiente. Ni Judy ni yo sabíamos qué podría hacer ella por mí, ni si el amigo de Rasheed podría llevarnos a Mahtob y a mí a Turquía, pero estaba decidida a hacer lo que pudiera. «Tengo otros amigos, con los que contactaré», me dijo.

Al final de la noche, Moody estaba en éxtasis. «Rasheed me ofreció un empleo en su clínica —me dijo, radiante—. Tendré que averiguar lo de mi licencia».

Era tarde cuando nos despedimos. Judy y yo nos separamos con lágrimas en los ojos; no sabíamos si volveríamos a vernos.

Ameh Bozorg estaba acostumbrada a tener a toda su familia reunida en su casa los viernes, para celebrar el
sabbath
, pero Moody sentía cada vez menos veneración por su hermana, de modo que una semana le dijo que teníamos otros planes para el viernes.

Dio la casualidad de que Ameh Bozorg se puso mortalmente enferma el jueves por la noche. «Mamá se está muriendo —le dijo Zohreh a Moody por teléfono—. Tienes que venir y pasar los últimos momentos con ella».

Dudando de la sinuosa personalidad de su hermana, pero, no obstante, preocupado, Moody nos llevó precipitadamente en taxi a su casa. Zohreh y Fereshteh nos hicieron pasar al dormitorio de su madre, donde Ameh Bozorg yacía en mitad del suelo, la cabeza envuelta en harapos, como si llevara turbante, y cubierta por veinte centímetros de mantas. De su frente manaba a raudales el sudor, que ella se secaba con las manos. Se retorcía en agonía, gimiendo constantemente en parsi: «Me voy a morir. Me voy a morir».

Moody examinó a su hermana cuidadosamente, pero no encontró nada malo. Me susurró que probablemente su baño de sudor se debiera a las mantas, y no a la fiebre. Pero ella seguía gimiendo de dolor. Todo el cuerpo le dolía, dijo, e insistió: «Me voy a morir».

Zohreh y Fereshteh hicieron sopa de pollo. Trajeron un poco a la cámara mortuoria y, uno por uno, los miembros de la familia fueron implorando a Ameh Bozorg que tomara alimento. El hijo más joven, Majid, consiguió llevar una cucharada de caldo a sus labios, pero Ameh mantuvo la boca cerrada y se negó a tragar.

Finalmente, Moody consiguió engatusarla e introducir una cucharada de sopa en su boca. Cuando la mujer la ingirió, todos los espectadores lanzaron un grito de triunfo.

La vigilia duró toda la noche y el día siguiente. Muy de vez en cuando, Baba Hajji asomaba su cara en la habitación, pero se pasaba la mayor parte del tiempo rezando y leyendo el Corán.

Moody, Mahtob y yo nos sentíamos cada vez más impacientes con la evidente actuación de Ameh Bozorg. Mahtob y yo queríamos irnos, pero Moody, una vez más, estaba atrapado entre el respeto por su familia y el sentido común. Ameh Bozorg permaneció en su lecho de muerte durante toda la noche del viernes… cuando estaba previsto que nosotros nos encontrásemos en otro lugar.

Entonces, concediendo todo el mérito a Alá, se levantó del jergón y anunció que haría una inmediata peregrinación a la ciudad santa de Meshed, en la parte nororiental del país, donde había una
masjed
especialmente venerada, conocida por sus poderes curativos. El sábado, el clan entero acompañó a una notablemente recuperada Ameh Bozorg al aeropuerto y la despidió en el avión, las mujeres llorando lágrimas de pena, y los hombres pasando las cuentas de sus
tassbeads
y rezando por un milagro.

Moody siguió el juego, cumpliendo con su obligación, pero en cuanto estuvimos solos me murmuró: «Todo es imaginación suya».

Octubre dejó paso a noviembre. Las frías mañanas del inadecuadamente caldeado apartamento constituían un aviso de que el invierno sería tan crudo como abrasador había sido el verano. No habíamos venido a este país preparados para un invierno, naturalmente, y Mahtob, en especial, necesitaba una chaqueta gruesa. Para sorpresa mía, Moody discutió la necesidad de la compra, y me di cuenta de que estaba desesperado en cuestión de dinero.

Mi plan con mi hermano, Jim, fracasó. Llamó a casa de Mammal unas dos semanas después de haberle dado yo las cartas a Judy, y siguió mis instrucciones. Explicó a Moody que papá estaba muy enfermo y que la familia había reunido dinero para pagarnos el vuelo de regreso.

—¿Quieres que te envíe los billetes? —preguntó—. ¿Qué fecha quieres que les ponga?

—¡Es un truco! —gritó Moody por teléfono—. Ella no va a ir a casa. No voy a dejar que se marche.

Colgó el auricular de golpe y desahogó su ira contra mí.

Entonces discutimos ásperamente sobre dinero. El empleo en la clínica de Rasheed no llegó a materializarse. Yo sospechaba que la oferta había sido
taraf
de todos modos.

En todo caso, la licencia de Moody seguía en el limbo, y él pretendía que era culpa mía que no pudiera trabajar.

—Tengo que quedarme en casa para vigilarte —me dijo, con un gruñido que cada vez tenía menos de racional—. Necesito una niñera para ti. No tengo ninguna libertad para moverme por culpa tuya. La CIA anda detrás de mí porque tú has hecho algo para que tus parientes os buscasen a Mahtob y a ti.

—¿Qué te hace pensar que mis parientes me están buscando? —le pregunté.

Me respondió con una intensa mirada muy elocuente. ¿Cuánto sabía?, me pregunté. Yo sabía que la embajada habla contactado con él por mi causa, pero él no sabía que yo lo sabía. ¿O sí?

Comprendí que Moody tenía su propia serie de preguntas difíciles.

¿Hasta qué punto podía confiar en mí?, se preguntaba, sin duda. ¿Cuándo, si es que alguna vez sucedía, podría creer que yo no iba a tratar de escapar como fuera? ¿Cuándo conseguiría mi completa sumisión?

Moody me había amenazado y me había engañado para hacerme quedar en Irán. Ahora no sabía qué hacer conmigo.

—Quiero que escribas una carta a América —dijo—. A tus padres. Diles que nos manden todos nuestros bienes.

Aquélla era una carta difícil de escribir, especialmente con Moody leyendo por encima de mi hombro lo que escribía. Pero ejecuté sus órdenes, confiando en que mis padres no cumplieran las exigencias de Moody.

Hecho esto, Moody accedió finalmente a que saliéramos a comprar una chaqueta para Mahtob. Nasserine y Amir nos acompañarían a las compras.

Sabiendo que Nasserine era una eficaz espía y carcelera, Moody decidió quedarse en casa. Se dirigió lentamente al dormitorio para echarse una siestecita. Nos preparamos para salir, pero antes de llegar a la puerta, sonó el teléfono.

—Es para ti —dijo Nasserine cautelosamente—. Es una señora que habla inglés.

Me tendió el auricular y permaneció de pie allí al lado escuchando lo que decía.

—¿Diga?

—Soy Helen —dijo una voz. Me quedé sorprendida y alarmada de que alguien de la embajada me llamara allí, pero me esforcé por ocultar mi aprensión a Nasserine.

—Tengo que hablar con usted —dijo Helen.

—Debe usted de haberse equivocado de número —repliqué.

Helen no hizo caso del comentario, consciente de mi dificultad.

—No quería llamarla a casa —se excusó—. Pero alguien se ha puesto en contacto con nosotros por su causa y tengo que hablar con usted. Llámeme o venga a verme en cuanto pueda.

—No sé de qué me habla —mentí—. Debe de haberse equivocado de número.

En el mismo momento en que colgué el teléfono, Nasserine giró sobre sus talones, entró rápidamente en nuestro cuarto y despertó a Moody de su siesta. Yo estaba furiosa con ella, pero no tuve oportunidad de discutir en aquel momento, porque Moody entró hecho una furia.

—¿De quién era esta llamada? —preguntó.

—No lo sé —dije temblorosa—. Una señora. No sé quién era.

Moody estaba totalmente trastornado.

—¡Tú sabes quién era! —gritó—. Y yo quiero saberlo también.

—No lo sé —repliqué, tratando de mantenerme lo más tranquila posible, maniobrando para poner mi cuerpo entre Mahtob y él, por si recurría una vez más a la violencia. Nasserine, la sumisa espía islámica, se llevó a Amir a un rincón.

—Quiero saber todo lo que dijo —exigió Moody.

—Era una señora que dijo: «¿Es usted Betty?». Yo respondí: «Sí». Y ella dijo, entonces: «¿Están bien usted y Mahtob?». «Sí, estamos bien», y ahí terminó nuestra conversación. Y cortaron.

—Tú sabes quién era —acusó Moody.

—No, no lo sé.

A través de la niebla de su interrumpido sueño y de su discutible capacidad de discernimiento, intentó considerar el problema racionalmente. Sabía que la embajada estada tratando de ponerse en contacto conmigo, pero ignoraba que yo lo sabía. Decidió creer en mi ignorancia, pero le trastornaba claramente el hecho de que alguien —con toda probabilidad alguien de la embajada— me hubiera seguido la pista hasta la casa de Mammal.

—Vigila —le dijo a Nasserine entonces, y repitió su advertencia a Mammal aquella noche—. Alguien anda tras ella. La recogerán y se la llevarán de la calle.

La llamada telefónica me produjo gran consternación durante los siguientes días. ¿Qué podía ser tan importante como para que Helen me llamase a casa? Conocía los riesgos planteados por el temperamento de Moody, y lo que estaba sucediendo aumentaba el peligro. Tuve que vivir sin otra cosa que la simple especulación durante una semana, porque la llamada puso en guardia a Moody, y no me dejó salir de compras sin su compañía o la de Nasserine. La demora era angustiosa. Quizás las ruedas de la libertad estuviesen girando, pero yo no tenía forma de averiguarlo.

Finalmente, una bendita tarde, cuando Nasserine estaba fuera, en sus clases de la universidad, Moody decidió que era demasiada molestia acompañarnos a Mahtob y a mí al mercado, y nos permitió ir solas.

Corrí a la tienda de Hamid y llamé a Helen.

—Por favor, tenga cuidado —me advirtió Helen—. Hay dos mujeres que vinieron aquí a preguntar por usted. Han hablado con su familia y quieren sacarla del país. Pero tenga usted mucho cuidado, porque estas mujeres no saben realmente lo que se hacen. —Y añadió—: Por favor, venga a verme en cuanto pueda. Debemos hablar de muchas cosas.

La conversación me dejó más desorientada que antes. ¿Quiénes podían ser aquellas dos misteriosas mujeres? ¿Había conseguido Judy montar algún complot subrepticio para conseguir que Mahtob y yo escapáramos de Irán? ¿Podía confiar en aquellas personas? ¿Tenían realmente los conocimientos y/o la influencia necesarios para ayudarme? Helen no lo creía así, porque se había arriesgado a desencadenar la furia de Moody advirtiéndome de su presencia en Teherán. Pero yo no estaba muy segura. Parecía estar sucediendo algo increíble. ¿Qué estaba haciendo mezclada en aquella retorcida intriga?

Pocos días después hablé con Helen; una mañana de diciembre que anunciaba el comienzo de un crudo invierno, sonó el timbre de la puerta. Abajo, Essey abrió a una alta y esbelta mujer, envuelta en un
chador
negro, que pidió ver al doctor Mahmoody. Essey la envió arriba, donde Moody y yo salimos a recibirla a la puerta del apartamento de Mammal. Pese al
chador
, pude ver que no era iraní, pero no lograba adivinar su nacionalidad.

—Deseo hablar con el doctor Mahmoody —dijo.

Moody me apartó, empujándome al interior del apartamento. Él salió al rellano, en lo alto de la escalera, cerrándome dentro. Yo apliqué la oreja contra la puerta para oír la conversación.

—Soy americana —dijo la mujer en perfecto inglés—. Tengo problemas a causa de la diabetes. ¿Podría hacer usted un test sanguíneo?

Explicó que estaba casada con un iraní de Meshed, la misma ciudad en la que Ameh Bozorg estaba ahora de peregrinación. Su marido había ido a luchar en la guerra contra Irak, de manera que ella residía temporalmente en Teherán.

—Estoy realmente enferma —dijo—. La familia no se hace cargo de lo que es la diabetes. Debe usted ayudarme.

—No puedo hacerle un test sanguíneo ahora mismo —replicó Moody. Por el tono de su voz, comprendí que estaba tratando de valorar un millar de posibilidades. No estaba autorizado a practicar la medicina en Irán; y aquí había un paciente que necesitaba su ayuda. Él no trabajaba; no podía tomar dinero de un solo paciente. Alguna mujer extranjera había tratado de ponerse en contacto conmigo la semana anterior; aquí había una mujer extranjera en su puerta—. Tiene usted que venir mañana por la mañana a las nueve —dijo finalmente—. Venga en ayunas.

—No puedo venir porque tengo clases de estudio del Corán —dijo ella.

A mis oídos, desde el otro lado de la puerta, la historia sonaba a totalmente falsa. Si pensaba quedarse en Teherán sólo temporalmente —un mes, había dicho—, ¿a qué venía matricularse en clases de estudio del Corán aquí? Si realmente sufría de diabetes, ¿por qué no seguía las prescripciones del médico?

—Déme su número de teléfono —sugirió Moody—. La llamaré y fijaremos una hora.

—No puedo dárselo —replicó la mujer—. La familia de mi marido no sabe que he venido a ver a un médico americano. Tendría graves problemas.

—¿Cómo llegó usted hasta aquí? —preguntó Moody bruscamente.

—En un taxi solicitado por teléfono. Me está esperando.

Me encogí. No quería que Moody se diera cuenta de que una mujer americana podía aprender a moverse por Teherán.

Después que ella se hubo marchado, Moody se quedó pensativo el resto de la tarde. Llamó a Ameh Bozorg a su hotel de Meshed para averiguar si ella le había dicho a alguien que su hermano era un médico americano; la respuesta fue negativa.

Aquella noche, sin preocuparse de si yo le oía, Moody contó la extraña historia a Mammal y Nasserine, detallando las razones de sus sospechas. «Sé que llevaba un micrófono oculto bajo sus ropas —dijo Moody—. Sé que es de la CIA».

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