Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
De manera que una mañana me aventuré. Mahtob y yo salimos hacia la escuela, hacia la calle Shariati, donde normalmente detenía un taxi naranja. Miré detrás de mí varias veces para asegurarme de que ni Moody ni nadie más me vigilaba.
—Mahtob —dije—, esta mañana vamos a la embajada. No le digas nada a papá.
—
Chash
—replicó Mahtob, utilizando el parsi para decir que sí, lo cual no hacía más que subrayar la necesidad de actuar. Mahtob deseaba más que nunca salir de Irán, pero cada día absorbía más elementos de la cultura iraní.
Con el tiempo, Mahtob se asimilaría, aun en contra de su voluntad.
Encontramos una oficina donde llamar un taxi por teléfono, y le di al chófer la dirección de la Sección de Intereses de los Estados Unidos de la Embajada de Suiza. Mahtob ayudó con la traducción. Tras un viaje angustiosamente largo por la ciudad, seguido de un tedioso proceso de autorización y registro, llegamos finalmente a la oficina de Helen.
Rápidamente devoré las cartas de Joe y de John, así como de papá y mamá. La carta de John era particularmente emotiva. «Por favor, cuida de Mahtob y mantenla contigo», escribía.
—Están sucediendo cosas —me dijo Helen—. El Departamento de Estado sabe que está usted aquí, y hace lo que puede.
Lo que no es mucho, pensé.
—Una mujer americana se puso también en contacto con la Embajada americana en Frankfurt —continuó Helen.
¡Judy!
—Están haciendo todo lo que pueden.
Entonces, ¿por qué seguimos aquí Mahtob y yo?, quise gritar.
—Algo que podemos hacer es conseguirle pasaportes americanos nuevos para ustedes —dijo Helen—. Serán emitidos por medio de la Embajada de los Estados Unidos en Suiza. No tendrán los visados adecuados, naturalmente, pero quizás sean útiles. Los guardaré aquí para usted.
Nos pasamos media hora rellenando los papeles necesarios para nuestros nuevos pasaportes.
—Ahora debo hablarle de las dos mujeres que vinieron aquí preguntando por usted —prosiguió Helen—. Se han puesto en contacto con su familia de América. Pero, por favor, tenga cuidado. No saben de qué están hablando. No haga lo que ellas le digan, o se verá metida en un montón de problemas.
Las dos mujeres eran americanas casadas con iraníes. Una de ellas, llamada Trish, era la esposa de un piloto de líneas aéreas. La otra, Suzanne, estaba casada con un funcionario gubernamental de alto nivel. Las dos tenían libertad completa para moverse por todo el país y salir de Irán cuando desearan, pero simpatizaban con mi situación y querían ayudar.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con ellas? —pregunté.
Helen frunció el ceño, molesta por mi deseo de explorar esa posibilidad, pero yo cada vez me sentía más frustrada por la falta de eficacia del poder oficial, y ella pudo ver la ansiedad y la desesperación en mi rostro.
—Por favor, venga conmigo —me dijo.
Nos acompañó a Mahtob y a mí a la oficina de su jefe, un tal Mr. Vincop, el vicecónsul de la embajada.
—Se lo ruego, no se mezcle con esas mujeres —me aconsejó el hombre—. Están locas. No saben lo que hacen. Nos dijeron que uno de sus planes consistía en raptarla a usted en la calle y sacarla del país, pero ignoran cómo hacerlo. A mí me parecen sacadas de una película. No puede funcionar de ese modo.
Lo cierto era que mi vida parecía algo más complejo que una película de aventuras. Cualquier cosa podría suceder. ¿Por qué no hablar, al menos, con aquellas mujeres? Luego se me ocurrió otra idea.
—¿Qué opina de cruzar la frontera hacia Turquía? —dije, recordando al amigo de Rasheed que pasaba a la gente por las montañas.
—¡No! —fue la brusca respuesta de Mr. Vincop—. Eso es muy peligroso. Hay algunas gentes que dicen que la van a pasar. Pero lo que hacen es coger su dinero, llevarla a la frontera, violarla, matarla o, sencillamente, entregarla a las autoridades. No puede hacer eso, porque arriesga la vida de su hija. Es demasiado peligroso.
Los ojos de Mahtob se abrieron de par en par por el miedo, y mi propio corazón latió apresuradamente. Hasta ahora, Mahtob no se había dado cuenta de que regresar a América podía implicar peligro físico. Se apretó con más fuerza a mi regazo.
Helen añadió una historia para reforzar el argumento. Recientemente, una mujer iraní había intentado escapar por esta ruta con su hija, pagando a los contrabandistas para que la hicieran cruzar la frontera. Aquéllos la llevaron cerca de Turquía, pero simplemente la abandonaron en las montañas. La hija murió a causa de los efectos combinados del hambre y del frío. La mujer consiguió finalmente llegar a un pueblo, desorientada y casi agonizando. Había perdido todos los dientes.
—De todas las salidas del país —informó Helen—, la de Turquía es la más peligrosa. —Y sugirió—: Divórciese usted. Yo puedo llevarla a las Naciones Unidas y conseguirle el divorcio y el permiso para salir, por razones humanitarias. Luego se le permitiría volver a América.
—¡No sin mi hija! —respondí con aspereza.
—Está usted loca —repuso Helen. Y, delante de Mahtob, añadió—: ¿Por qué no se va y la deja? Salga de este país. Olvídese de ella.
No podía creer que Helen fuera tan insensible como para decir eso delante de Mahtob. Al parecer, no comprendía los profundos lazos que existen entre madre e hija.
—¡Mami, no te vayas a América sin mí! —dijo Mahtob, llorando.
La abracé con fuerza y le aseguré que jamás, jamás la dejaría. Y aquella situación reforzó mi decisión de actuar… ¡inmediatamente!
—Quiero hablar con esas mujeres —dije con firmeza.
Helen puso los ojos en blanco y Mr. Vincop tosió nerviosamente. Yo no podía creer en mis propias palabras, no podía creerme tan atrapada en semejante intriga.
Por unos momentos, nadie habló. Cuando finalmente vio que mi postura era inflexible, Mr. Vincop dijo, con un suspiro:
—Es deber nuestro facilitarle esta información, pero le desaconsejo de verdad que se ponga en contacto con ellas.
—Voy a aprovechar todas las oportunidades que pueda —dije—. Voy a explorar cada una de las posibilidades que se me ofrezcan.
Me dio el número de teléfono de Trish, y la llamé desde allí mismo.
—La llamo desde la oficina del vicecónsul de la embajada —dije.
Trish se mostró encantada de oírme.
—¡Justamente hablé con su madre anoche! —me dijo—. Hemos hablado con ella a diario. No deja de llorar, y está realmente muy trastornada. Quiere que hagamos algo, y le dijimos que haríamos lo que pudiéramos. Hemos estado esperando establecer contacto con usted. ¿Cómo podemos vernos?
Fijamos los detalles. Al día siguiente le diría a Moody que tenía que hacer algunas compras al salir de la escuela, de modo que volvería un poco más tarde que de costumbre. Si no mostraba sospechas, llamaría a Trish para confirmar la reunión. Mahtob y yo estaríamos en la puerta trasera del parque Karosch a las doce y cuarto. Trish y Suzanne llegarían en un Pakon blanco.
—¡Bien! —exclamó Trish—. Allí estaremos.
Yo sentía a la vez alegría y cautela ante su entusiasmo. ¿Qué le iba a ella en todo esto? ¿Quería dinero, o simplemente aventura? Quizás pudiera confiar en sus motivos, pero ¿y en su competencia? Por otra parte, la mujer rebosaba optimismo, y yo necesitaba una buena dosis de él en aquellos momentos. Esperé ansiosamente la entrevista, preguntándome qué resultaría de ella.
Cuando colgué el teléfono, Helen se estaba retorciendo las manos.
—¿Qué me decís de una pizza para cenar mañana? —pregunté.
—¡Sí! —respondieron al unísono Moody, Mammal y Nasserine, sin que ninguno de ellos sospechara que acababa de preparar cuidadosamente una trampa.
Pasé una noche llena de nervios. Mi mente estaba llena de punzantes preguntas, que me imposibilitaban el sueño. ¿Estaba actuando racionalmente? ¿Debía seguir el consejo de los funcionarios de la embajada, o aferrarme a cualquier posibilidad de libertad, viniere de donde viniere? ¿Estaba poniendo a Mahtob en peligro? ¿Tenía ese derecho? ¿Y si nos pillaban? ¿Me devolverían a Moody, o —peor aún— me deportarían y entregarían a Mahtob al que consideraban su legítimo propietario, su padre? Ésta era la peor de todas las pesadillas. No podía imaginar el infierno de regresar a América sola.
Descubrí que me resultaba casi imposible sopesar todos los riesgos. Cerca del alba, cuando Moody se levantó para sus plegarias, yo seguía despierta, todavía sin decidirme. Al regresar a la cama, Moody se acurrucó contra mí para calentarse en aquella fría mañana invernal. Fingiendo dormir, tomé mi decisión rápidamente. ¡Tenía que escapar de aquel hombre repugnante!
Dos horas más tarde, Moody se quedó en cama mientras Mahtob y yo nos preparábamos para ir a la escuela.
—Llegaré un poco tarde hoy —dije con indiferencia—. Tengo que ir a la Pol Pizza a por queso.
—Mmmmhhh —murmuró Moody. Yo tomé eso como un consentimiento.
Cuando las clases de preescolar terminaron, al mediodía, Mahtob estaba lista, tan inquieta como yo, aunque quizás supiese disimularlo mejor. Cogimos un taxi y llegamos rápidamente al parque Karosch, donde encontramos una cabina telefónica.
—Estamos aquí —le dije a Trish.
—Venimos dentro de cinco minutos.
El Pakon blanco llegó tal como estaba previsto, con dos mujeres y varios niños que no cesaban de aullar. Una mujer bajó de un salto del asiento anterior del pasajero, me agarró del brazo y me empujó hacia el coche.
—Vamos —me dijo—, va a venir con nosotras.
Yo retiré el brazo.
—Tenemos que hablar —dije—. ¿Qué está pasando?
—La estamos buscando desde hace semanas —dijo la mujer—. Y vamos a llevárnosla.
Volvió a tirar de mi brazo, al tiempo que cogía a Mahtob con la otra mano. Mahtob retrocedió asustada y soltó un brusco chillido.
—¡Tiene que venir con nosotras ahora mismo! —apremió la mujer—. No vamos a darle ninguna elección. O viene con nosotras en seguida o no la ayudaremos.
—Escuche, ni siquiera las conozco —le dije—. Dígame algo sobre cómo supieron de mí. ¿Cuál es su plan?
La mujer habló rápidamente, tratando de calmar el miedo de Mahtob. Mientras hablaba, echaba miradas nerviosas a su alrededor, esperando que la escena no llamara la atención de la policía o la
pasdar
.
—Yo soy Trish. Judy nos habló de usted. Hablamos con ella cada día. Y con su familia también cada día. Sabemos cómo sacarla del país.
—¿Cómo? —pregunté.
—Vamos a llevarla a un apartamento. Quizás tenga que estar escondida un mes, quizás un par de días, no lo sabemos. Pero luego la sacaremos del país.
La mujer que conducía el vehículo bajó para enterarse de la razón del retraso. La reconocí como la «diabética» que había llamado a Moody. Trish me la presentó como Suzanne.
—Conforme, explíqueme su plan —manifesté—. Quiero hacerlo.
—Conseguiremos que funcione —me aseguró Trish—. Pero no queremos hablarle de ello.
Una multitud de preguntas me asaltaba, y estaba decidida a no meterme en el coche con aquellas extrañas y nerviosas mujeres sin haber recibido algunas respuestas.
—Váyanse a casa y elaboren su plan —les dije—. Nos volveremos a encontrar, y cuando el plan esté listo, iré.
—No hemos hecho otra cosa que vagar por las calles buscándola, noche y día, esforzándonos por sacarla de aquí, y ahora tiene su oportunidad. Venga ahora, u olvídelo.
—¡Por favor! Denme veinticuatro horas de tiempo; sigan trabajando en su plan.
—No. Ahora o nunca.
Durante varios minutos más estuvimos discutiendo en la calle, pero yo no podía comprometerme en un intento tan precipitado de huida. ¿Y si Mahtob y yo nos quedábamos escondidas en un apartamento y las mujeres no eran capaces de organizar un plan? ¿Cuánto tiempo podía una mujer americana con su hija escapar a la detección, en un país como aquél, que tanto odiaba a los americanos?
Finalmente, les dije:
—¡Conforme! ¡Adiós!
Trish se dio la vuelta y abrió la puerta del coche, furiosa conmigo.
—No quiere usted dejarlo —dijo—. Nunca va a dejarlo. Sólo lo dice, haciendo creer a la gente que quiere irse. Pero no la creemos. Usted en realidad quiere quedarse.
El coche arrancó y se metió a gran velocidad en el tráfico de Teherán.
Mahtob y yo nos quedamos solas, paradójicamente aisladas en medio de una multitud de peatones iraníes. La diatriba de Trish resonaba en mis oídos. ¿Por qué no me había aferrado a aquella oportunidad de escapar hacia la libertad? ¿Había quizás algo de verdad en su acusación? ¿Me estaba engañando a mí misma al creer que alguna vez podría escapar con Mahtob?
Aquellas preguntas eran espantosas. Mahtob y yo podíamos haber estado en aquel momento en el Pakon blanco huyendo hacia un destino desconocido y un incierto y quizás peligroso futuro. En vez de ello, nos dirigimos apresuradamente a la tienda Pol Pizza para comprar un poco de queso con el que preparar un plato especial para mi marido.
Empezamos a relacionarnos regularmente con
Aga
y
Janum
Hakim. Me gustaba mucho el hombre del turbante, porque mantenía su religión en el justo lugar. También a Moody le gustaba. Merced a sus relaciones con lo que podía considerarse una red de antiguos compañeros de facultad, estaba ayudando a Moody a encontrar empleo, fuera para ejercer la medicina o, al menos, para enseñar.
Aga
Hakim alentaba también a Moody a realizar un proyecto que podía ejecutarse en casa, de traducir al inglés las traducciones del árabe al parsi, hechas por
Aga
Hakim, de las obras de su abuelo.
Moody compró una máquina de escribir, me informó de que a partir de aquel momento yo era su secretaria y se puso a traducir
Padre e Hijo
, que ofrecía los puntos de vista de Tagatie Hakim sobre dicho tema.
Pronto, la raras veces usada mesa de comedor de Mammal y Nasserine se cubrió de montones de papel manuscrito. Moody se sentaba a un extremo de la mesa, garabateando su traducción y tendiéndome las páginas para que yo las mecanografiara.
A medida que trabajábamos, yo iba llegando a una mejor comprensión de las actitudes de Moody. En opinión de Tagatie Hakim, el padre tenía la absoluta responsabilidad de enseñar al niño a mostrar un comportamiento adecuado, respetuoso, a pensar de la manera «correcta», y a vivir según los principios del Islam. La madre no desempeñaba ningún papel en todo ese proceso.