Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—Irán ha tenido que gastar todo su dinero en la guerra —gruñó—. A causa del embargo, tenemos que comprar nuestras armas a través de terceros países, y pagarlas más caras.
Todos rezábamos para que el
raid
aéreo no se repitiera, y la radio le aseguró a Moody que así sería, que los sagrados ejércitos chiítas tomarían rápida y cumplida venganza sobre las marionetas de los americanos.
Todo el mundo sabía en Teherán que habían muerto docenas —quizás centenares— de personas en el
raid
. Pero los comunicados oficiales hacían ascender el total a seis, y añadían que, irónicamente, la incursión aérea iraquí demostraba que Alá estaba de parte de la República Islámica de Irán. Esto era así porque una bomba iraquí, indudablemente guiada por el propio Alá, había destruido precisamente un centro de aprovisionamiento del
Munafaquin
, el movimiento de resistencia antijomeinista, partidario del sha. Las investigaciones efectuadas entre los escombros de la casa habían puesto al descubierto no sólo un gran escondite de armas y municiones, sino también utensilios para la producción de licor de contrabando.
Aquélla era una prueba indiscutible, decía el gobierno, de que Alá procuraría que Irán ganara la guerra, y, de pasada, terminara con el demoníaco
Munafaquin
.
La ciudad se puso en pie de guerra. Las plantas de energía habían sido dañadas, de modo que se dio la orden general de utilizar la menor cantidad posible de electricidad. Aquella noche —y todas las siguientes, hasta nuevo aviso— la ciudad se oscurecería, tanto para ahorrar energía como por medida defensiva. No había farolas. En las casas, se nos permitía usar sólo las luces interiores más débiles, y únicamente cuando estuvieran resguardadas de la vista exterior. Moody empezó a llevar consigo una diminuta linterna a todas partes.
Días de discusión y de preguntas eran seguidos por noches de miedo y tensión. Durante varias semanas, los
raids
se repitieron cada dos o tres noches, y luego se hicieron diarios. Cada noche, al oscurecer, Mahtob se quejaba de dolor de estómago. Nos pasamos mucho tiempo juntas en el baño, rezando, llorando, temblando. Dormíamos en el suelo, bajo la sólida mesa del comedor, con algunas mantas colgando de los bordes para protegernos de los cristales rotos que pudieran llegar volando. Todos sufríamos de falta de sueño. Un bombardeo es el más inexpresable horror que se pueda imaginar.
Un día, después de la escuela, Mahtob y yo nos habíamos dirigido a la calle Shariati en taxi a efectuar la diaria tarea de comprar el pan. Aquel día queríamos
barbari
, un pan de levadura cocido en hogazas de forma oval de unos sesenta centímetros de longitud. Cuando está recién hecho, caliente, resulta delicioso, mucho más sabroso que el más corriente
lavash
.
Aguardamos en la cola dentro de la
nanni
, la panadería, durante más de media hora, contemplando distraídamente el familiar proceso de fabricación en cadena. Un equipo de hombres trabajaba rápidamente, pesando la masa, enrollándola, y dejándola un rato aparte para que aumentara de tamaño. Cuando la pasta estaba lista, un hombre la moldeaba en su forma final alargada y luego hacía una muesca a todo lo largo de ella, creando así los surcos. Un panadero metía y sacaba las hogazas de un llameante horno con una pala plana sujeta a una pértiga de más de dos metros de longitud.
Mientras esperábamos, vimos que se había terminado la reserva de pasta. El primer hombre de la cadena de producción se puso a preparar inmediatamente una nueva remesa de la mezcla. Metió una manguera en la enorme tina y abrió el grifo del agua. Sabiendo que le llevaría varios minutos llenar la tina, el hombre hizo una pausa. Se dirigió al lavabo, un pequeño cubículo cerrado situado en la mitad de la tienda. El olor nos hizo tambalear cuando abrió la puerta para entrar, y nuevamente cuando salió, unos minutos más tarde.
¿Se va a lavar las manos antes de volver al trabajo?, me pregunté. No había ninguna instalación a propósito para ello a la vista.
Para gran disgusto mío, el panadero regresó junto a la tina y se lavó las manos en la misma agua que iba a usar para la siguiente remesa de pasta.
No tuve tiempo de sentir repulsión, porque de pronto oí el gemido de una sirena que avisaba de un
raid
. Pocos segundos más tarde, nos llegó el rugido de los aviones que se aproximaban.
Mis pensamientos se dispararon; traté de que la lógica se impusiera al pánico. ¿Debía refugiarme allí mismo, o correr hacia casa? Parecía importante poder demostrar a Moody que éramos capaces de cuidarnos solas, para que nos permitiera seguir saliendo.
—¡Corre! —le grité a Mahtob—. Hemos de volver a casa.
—¡Mami, tengo miedo! —gritó Mahtob.
—Todo va bien, todo va bien —le grité por encima del estrépito—. ¡Reza, Mahtob, reza!
Finalmente, llegamos a nuestra calle y nos tambaleamos en dirección a la puerta. Moody estaba fuera, aguardándonos, preocupado. Cuando nos acercamos, abrió la puerta y nos arrastró dentro. Nos acurrucamos juntos al pie de la escalera, con las espaldas apoyadas en las paredes de cemento en busca de protección hasta que el sufrimiento hubo pasado.
Un día llevé a Mahtob y a Amir al parque, empujando el carrito del pequeñín; Para llegar a la zona de juegos tuvimos que pasar por delante de un patio en que se libraba una partida de voleibol. Unos veinte adolescentes varones se divertían a la luz del sol de un frío día de invierno.
Un poco más tarde, mientras Mahtob jugaba en los columpios, oí una charlar nerviosa procedente del patio del voleibol. Levanté la vista y descubrí que cuatro o cinco furgonetas Nissan bloqueaban la entrada del vallado parque.
¡Pasdar!
Habían venido a registrar a todos los que estaban en el parque, pensé.
Comprobé mi atuendo. El
montoe
estaba bien abrochado, y el
roosarie
en su lugar. Pero no quería encontrarme con la
pasdar
, así que decidí volver a casa rápidamente. Llamé a Mahtob.
Empujando a Amir en su carrito, con Mahtob caminando a mi lado, me dirigí hacia la puerta. Cuando nos acercábamos al patio del voleibol, me di cuenta de que los adolescentes eran el blanco de la
pasdar
. Bajo los cañones de los fusiles, los muchachos entraban en las furgonetas. Todos obedecían silenciosamente.
Observamos hasta que todos los chicos estuvieron dentro de las furgonetas, y éstas se pusieron en marcha y se fueron.
¿Qué les va a ocurrir?, me pregunté. Corrí hacia casa, trastornada, asustada.
Essey me abrió la puerta. Le conté inmediatamente a ella y a Reza lo que había visto, y Reza aventuró una opinión.
—Probablemente fue porque estaban reunidos —dijo—. Va contra la ley formar grupos sin permiso.
—¿Qué les va a pasar? —pregunté.
Reza se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo, sin ninguna preocupación en su voz.
Moody, por su parte, también descartó el incidente con facilidad.
—Si la
pasdar
se los llevó, es porque debían de estar haciendo algo malo —dijo.
Pero Mrs. Azahr reaccionó de una manera distinta cuando, al día siguiente, le conté la historia en la escuela.
—Cuando ven a un grupo de chicos, los cogen y los llevan a la guerra —me dijo con tristeza—. También hacen eso en las escuelas. Algunas veces llevan las furgonetas a las escuelas de chicos y se los llevan para que sirvan como soldados. Sus familias no les vuelven a ver.
¡Cómo odiaba la guerra! No tenía sentido. No comprendía que un país estuviese lleno de gente tan ansiosa por matar, tan dispuesta a morir. Ésta es una de las más fuertes y —para los americanos— más insondables diferencias culturales entre los mimados americanos y la gente de las sociedades comparativamente desheredadas. Para Mammal y Nasserine, la vida —incluyendo la suya— era barata. La muerte es un fenómeno más corriente, y por tanto menos misterioso. ¿Qué podía hacer uno sino confiar en Alá? Y si sucedía lo peor, ¿no era, en cualquier caso, inevitable? Su actitud arrogante frente a las bombas no era fingida. Era una manifestación de la filosofía que, llevada a sus extremos, produce terroristas mártires.
Esto fue ilustrado de modo más contundente un viernes por la tarde, mientras estábamos en casa de Ameh Bozorg, como de costumbre, para celebrar el
sabbath
con interminables devociones. La televisión estaba encendida para presenciar la emisión de la lectura de la oración del viernes en la ciudad, pero yo no le presté atención hasta que oí que Moody y Mammal levantaban la voz, alarmados. Ameh Bozorg aportó sus propios gemidos de angustia.
—¡Están bombardeando la plegaria del viernes! —gritó Moody.
La emisión en directo mostraba a una multitud de fieles, amontonados en las plazas públicas, que se daban la vuelta para huir, presas del pánico. Las cámaras enfocaron al cielo, y vimos que los aviones iraquíes volaban por encima de las cabezas de la multitud. Las explosiones provocaban espantosos claros de muertos y agonizantes en medio de la muchedumbre.
—Baba Hajji está allí —me recordó Moody. Siempre asistía a la plegaria del viernes.
La confusión reinaba en el centro de la ciudad de Teherán. Los locutores se mostraban nebulosos en sus informes de bajas, pero aquel bien calculado
raid
era una clara victoria material y emocional para Irak.
La familia esperaba ansiosamente el regreso de Baba Hajji. Sonaron las dos, y luego las dos y media. Baba Hajji jamás regresaba de la plegaria del viernes tan tarde.
Ameh Bozorg no tardó en asumir una actitud de duelo, gimiendo y mesándose los cabellos. Se cambió el
chador
ornamental por otro blanco, y se sentó en el suelo leyendo el Corán con un monótono sonsonete, llorando y gritando al mismo tiempo.
—Está loca —susurró Moody de su hermana—. Lo único que podemos hacer es esperar. Debería aguardar hasta saber que realmente ha muerto.
Los parientes hacían turnos para salir a la calle, a vigilar en espera de la posible llegada del patriarca de la familia. Pasaban las horas en tensa expectación, salpicada por los llantos rituales de Ameh Bozorg. La mujer parecía estar en la gloria en su nueva condición de viuda de un mártir.
Eran cerca de las cinco cuando Fereshteh entró corriendo en la casa con las noticias.
—¡Ya viene! —gritó—. ¡Está subiendo por la calle!
El clan se reunió en la puerta, engullendo a Baba Hajji cuando éste entró. El hombre avanzaba lentamente, sin hablar, sus ojos fijos en el suelo. La multitud se apartó para dejar pasar al santo varón. Había sangre y trozos de carne humana pegados a sus ropas. Para sorpresa de todos, se metió inmediatamente en el cuarto de baño americano para ducharse.
Moody habló con él más tarde, y luego me lo contó.
—Está trastornado por no haber muerto. Quiere ser un mártir, como su hermano.
Moody no compartía el valor ciego de su familia. Estaba normalmente asustado.
Mientras la ciudad de Teherán se acostumbraba a la realidad de la guerra, las autoridades de la defensa civil comunicaron nuevas instrucciones. Durante las incursiones aéreas, todos tenían que buscar abrigo en un lugar cerrado en la planta baja de los edificios. De manera que regresamos a la cama, descansando a rachas, esperando la temida señal que nos hiciera bajar apresuradamente al pie de la escalera.
Allí, ni siquiera ante Reza y Mammal, podía Moody disimular su pánico. Lloraba de terror. Se estremecía de miedo, impotente. Más tarde, trataba de ocultar su cobardía increpando furiosamente a los americanos, pero a cada nuevo
raid
, sus palabras parecían más y más vacías.
De vez en cuando, nuestros ojos se encontraban en unos breves momentos de comprensión. Moody se consideraba responsable de nuestros sufrimientos, pero ya no sabía qué hacer al respecto.
Una vez al año, en Irán, todo el mundo toma un baño.
La ocasión es el
No-ruz
, el Año Nuevo persa, unas vacaciones de dos semanas durante las cuales todas las mujeres friegan sus casas hasta lograr cierto grado de limpieza. El
No-ruz
es esperado también con ansiedad por los zapateros, porque todo el mundo compra calzado nuevo. Poco es el trabajo que se realiza durante esas dos semanas, pues las familias pasan su tiempo en cenas, tés y fiestas, en las casas de los parientes. Siguiendo un estricto orden de jerarquía familiar, los parientes van abriendo sus casas para las celebraciones de cada día.
El
No-ruz
se celebra el 21 de marzo, el primer día de la primavera. Aquella noche nos reunimos con Reza, Mammal y sus familias en torno de las
haft sin
(las «Siete Eses»), un
sofray
adornado con alimentos simbólicos cuyos nombres empiezan todos por la letra S. La atención de todo el mundo estaba centrada en varios huevos depositados sobre un espejo. Según la leyenda persa, la tierra está sostenida sobre el cuerno de un toro, y cada año el animal cambia la carga de un cuerno al otro. El momento exacto del Año Persa puede ser detectado observando atentamente los huevos sobre el espejo, porque el toro, al cambiar el mundo de uno al otro cuerno, hace mover los huevos.
—Al acercarse el nuevo año, empieza la cuenta atrás, como ocurre con el 31 de diciembre en América. Todos aguardábamos el momento en que el sol llegase al signo de Aries en el zodíaco, los ojos fijos en los huevos.
De repente, la habitación se oscureció y la sirena nos advirtió que se acercaba un
raid
aéreo. Corrimos en busca de la seguridad de la entrada, y nuevamente tuvimos que soportar el terror del bombardeo. En aquel día de
No-ruz
, estoy segura de que los huevos se movieron.
Descubrí que, por horribles que fueran los bombardeos, la vida continuaba, y la amenaza de las Fuerzas Aéreas Iraquíes no podía apartar a Irán de su celebración. La ronda de fiestas empezó, tal como estaba previsto, al día siguiente, y nuestra odisea social se inició, naturalmente, en la casa del patriarca y la matriarca del clan. Reza, Essey, Maryam, Mahdi, Mammal, Nasserine, Amir, Moody, Mahtob y yo nos amontonamos en el coche de Mammal y partimos hacia la casa de Ameh Bozorg para el gran acontecimiento. Yo, en verdad, no estaba de humor para fiestas.
En el momento en que entramos en la casa, la hermana de nariz ganchuda de Moody vino corriendo. Lanzó un chillido de placer y se lanzó sobre él, cubriéndolo de besos. Luego dirigió su atención a Mahtob, abrazándola cariñosamente. Un instante antes de que se acercara a depositar un breve beso en mi mejilla, instintivamente levanté un poquito mi
roosarie
para evitar el toque de sus labios.