Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
¿Qué había ido mal? ¿Cómo podía llegar a la embajada?
El día siguiente no proporcionó ninguna oportunidad, porque Moody tampoco tenía que ir al trabajo, y estaba de un humor espantoso. Nos acompañó a Mahtob y a mí en actitud de perro guardián a la escuela, y nos ladró órdenes antes de marcharse. No teníamos que volver a casa solas; él nos iría a recoger a mediodía. Pero el mediodía llegó y pasó, sin que él diera señales de vida. Mahtob y yo esperamos sumisamente. A medida que pasaban los minutos, nos mirábamos una a otra interrogándonos, nerviosamente. ¿Estábamos siendo probadas? No sabíamos qué hacer.
Transcurrió una hora, y Moody seguía sin llegar. «Mejor será que nos vayamos a casa», le dije a Mahtob.
Preocupada por la posibilidad de que hubiese sucedido algo que complicara la ya de por sí precaria situación, no perdimos tiempo. Detuve un taxi naranja con señas. En cuanto nos depositó en la parada de la calle Shariati, corrimos hacia casa, sin desviarnos para nada de la ruta. Quizás Moody nos estuviera espiando.
Pero al llegar a casa, descubrimos a Moody echado en el suelo de la sala, llorando.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—Nelufar —respondió Moody—. Se ha caído del balcón de su casa. ¡Date prisa! Vamos.
Nelufar era la hija, de diecinueve meses de edad, del segundo hijo de Baba Hajji y Ameh Bozorg, Morteza, y de su esposa, Nastarán. Era la bonita niña que había destruido involuntariamente uno de los pasteles de cumpleaños de Mahtob. Llena de arrullos y de risitas, siempre se había mostrado muy afectuosa con Mahtob y conmigo.
Mi reacción inmediata fue una punzada de preocupación por ella, pero pronto sonó un timbre de alarma en mi mente. ¿Era quizás una trampa? ¿Lo había planeado Moody para llevarnos a alguna parte?
No tuve más remedio que acompañarle fuera, otra vez a la calle Shariati, y a un taxi. Mi estado interior era de intensa alarma. ¿Había compartido quizás Ellen sus secretos con Moody? ¿Habían llamado los de la embajada? ¿Nos estaba llevando a otro escondrijo, para hacernos desaparecer antes de que tuviéramos oportunidad de decírselo a nadie?
Tuvimos que cambiar de taxi dos veces, y mientras rodábamos a gran velocidad, rogué que Mahtob no diera señales de reconocer el barrio. Nos dirigíamos por una ruta bastante familiar que conducía a la Sección de Intereses de los Estados Unidos de la Embajada de Suiza.
De hecho, el hospital al que finalmente llegamos estaba casi enfrente de la embajada, ¡en la misma calle!
Moody nos empujó rápidamente al mostrador de recepción y preguntó el número de la habitación de Nelufar. Con mi limitada comprensión del parsi, pude darme cuenta de que había alguna especie de problema, y de que Moody estaba enarbolando su autoridad médica para abrirse paso a través de la resistencia burocrática. Discutió furiosamente con la recepcionista durante varios minutos antes de explicarme lo que sucedía.
—No te permiten entrar. Tú y Mahtob no lleváis
chador
.
Comprendí el apuro de Moody inmediatamente, porque, si subía a ver a Nelufar, ¡tendría que dejarnos a Mahtob y a mí aquí, en la sala de recepción, al otro lado de la calle de la embajada! Aquello no era una trampa. Nelufar realmente estaba herida. Por un momento, olvidé mis problemas. Sentía una gran pena por la niñita y por sus padres. Moody decidió finalmente que las consideraciones familiares estaban por encima de la seguridad. Y, por supuesto, él ignoraba que yo sabía perfectamente dónde me encontraba. «Quédate aquí», me ordenó. Luego se marchó corriendo para averiguar lo que pudiera sobre el estado de la pequeña Nelufar.
Resultaba extraño estar tan cerca de la embajada y no poder actuar. Unos minutos con Helen no merecían las consecuencias de la ira de Moody.
Volvió al cabo de unos momentos.
—No hay nadie aquí —me dijo—. Morteza se la ha llevado a otro hospital. Nastarán se ha ido a casa, así que iremos allí.
Caminamos rápidamente hacia una casa cercana, pasando junto a la embajada. Yo me obligué a no mirar hacia el edificio y silenciosamente deseé que Mahtob hiciera lo mismo. No quería que Moody pensara que reconocíamos el rótulo.
La casa de Morteza y Nastarán estaba en un bloque, detrás de la embajada. Se habían reunido ya varias mujeres para mostrar su simpatía, incluyendo a Fereshteh, la sobrina de Moody, que estaba tomando té. Nastarán paseaba arriba y abajo, deteniéndose de vez en cuando en el balcón para mirar a la calle, tratando de descubrir la figura de su marido, que llegaría con noticias de su hija.
Era desde aquel balcón desde donde había caído la niña los tres pisos hasta el pavimento, por encima de una frágil barandilla de metal de sólo unos cincuenta centímetros de altura. Era un tipo corriente de balcón —y un tipo corriente de tragedia— en Teherán.
Transcurrieron dos horas con sólo unos pocos fragmentos de nerviosa, consoladora conversación. Mahtob permanecía pegada a mi lado, con una expresión solemne en sus rasgos. Ambas nos acordábamos de la hermosa y feliz criatura, y juntas susurramos algunas oraciones para que Dios cuidara de la pequeña Nelufar.
Traté de consolar a Nastarán, y ella supo que mi afecto era verdadero. En mi corazón sentía el dolor de una madre que sufre por otra.
Mahtob y yo acompañamos a Nastarán mientras ésta salía una vez más al balcón a ver si llegaba su marido. Vimos que Morteza se acercaba por un extremo del patio, acompañado por dos de sus hermanos. En sus brazos llevaban cajas de pañuelos de papel, difíciles de encontrar.
Nastarán soltó un terrible chillido de agonía que me heló la sangre en las venas, interpretando correctamente el espantoso mensaje. Los pañuelos eran para secar las lágrimas.
Corrió hacia la puerta y recibió a los hombres en el rellano.
—
¡Mordeh!
¡Está muerta! —gritó Morteza a través de sus lágrimas. Nastarán se cayó al suelo, desmayada.
Casi inmediatamente la casa se llenó de parientes afligidos. Ritualmente, los dolientes empezaron a golpearse el pecho y a llorar.
Moody, Mahtob y yo lloramos mucho rato con ellos.
Mi pena por Nastarán y por Morteza era auténtica, pero, a medida que pasaba la larga noche llena de tristeza y de lágrimas, me preguntaba cómo afectaría aquello a mis propios planes. Era martes, y el domingo tenía que encontrarme con Miss Alavi en el parque. ¿Podría acudir a la cita, o nuestra vida se vería también trastornada por la tragedia? Tenía que conseguir como fuera llegar a un teléfono y llamarla, y, quizás, también a Helen, en la embajada. Y necesitaba desesperadamente averiguar qué le había ocurrido a Ellen.
A la mañana siguiente nos vestimos solemnemente de negro, preparándonos a acompañar a la familia y la miríada de parientes al cementerio. La pequeña Nelufar había sido colocada en un congelador durante la noche, y hoy se les exigía a los padres, por costumbre, que llevaran a cabo un lavado ritual del cuerpo mientras los demás parientes cantaban plegarias especiales. Después, envuelta en un simple paño blanco, Nelufar sería llevada al cementerio para el entierro.
En nuestro dormitorio de la casa de Mammal, mientras nos preparábamos para el triste día que nos aguardaba, dije:
—¿Por qué no me quedo en casa a vigilar a todos los niños, mientras los demás vais al cementerio?
—No —me respondió Moody—. Tienes que ir con nosotros.
—No quiero que Mahtob vea esto. Puedo servir de bastante más si me quedo y me ocupo de los niños.
—¡No!
Pero cuando llegamos a casa de Nastarán y Morteza, repetí la sugerencia a los demás en presencia de Moody, y todo el mundo pensó que era una buena idea. Moody se ablandó inmediatamente, demasiado preocupado para estar pendiente de mí.
Yo no me atrevía a salir de la casa sin el permiso de Moody, pero en cuanto estuve sola con los confiados niños, corrí hacia el teléfono y llamé a Helen.
—Por favor, venga —me dijo ella—. Necesito hablar con usted.
—No puedo. Estoy al otro lado de la calle, casi enfrente de usted, pero no puedo ir.
Pensé en la posibilidad de llevar a los niños al parque más tarde, después de que los adultos regresaran. Helen y yo hicimos planes provisionales para vernos a las tres en punto de aquella tarde en un parque situado cerca de la embajada.
Yo no podía verme con Miss Alavi, lo cual era frustrante, pero me puse en contacto con Ellen en su oficina, y la conversación me dejó horrorizada.
—Voy a contárselo todo a Moody —dijo Ellen—. Voy a contarle que tratas de escapar.
—¡No me hagas eso! —supliqué—. Te lo conté porque eres americana. Te lo conté porque prometiste guardarlo en secreto. Prometiste que no se lo dirías a nadie.
—Se lo dije todo a Hormoz —dijo Ellen, en su voz se percibía un tono susceptible—. Está realmente disgustado conmigo. Me advirtió que jamás fuera a la embajada, y me dijo que tenía que contárselo a Moody porque es mi deber islámico. Si no se lo cuento, y os ocurre algo a ti y a Mahtob, entonces será culpa mía, igual que si fuera yo quien os hubiera matado. Tengo que decírselo.
El temor me invadió. ¡Moody podía matarme! Con toda seguridad, me encerraría y me quitaría a Mahtob. Los preciosos fragmentos de libertad que había ganado desaparecerían para siempre. Nunca volvería a confiar en mí después de esto.
—¡No, por favor! —sollocé—. Por favor, no se lo digas.
Le lloré a Ellen por teléfono. Supliqué, apelé a nuestro origen común, pero ella permaneció inflexible. Debía cumplir con su deber islámico, repetía, por amor hacia mí y por su preocupación por mi bienestar y el de mi hija. Debía decírselo a Moody.
—Deja que sea yo quien se lo diga —pedí con desesperación—. Puedo manejarlo mejor. Yo me ocuparé de ello.
—Conforme —decidió Ellen—. Te doy algún tiempo. Pero se lo dirás, o lo haré yo.
Colgué el teléfono, sintiendo un dogal islámico en torno de mi cuello. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cuánto tiempo podía esperar? ¿Durante cuánto tiempo podría encontrar excusas para retener a Ellen? ¿Tendría que contárselo a Moody? ¿Y cómo reaccionaría éste? Me pegaría —de eso no cabía ninguna duda—; pero ¿hasta dónde llegaría en su rabia? ¿Y qué, luego?
¡Cómo lamentaba no haber sabido sujetar mi lengua, no haber guardado el secreto a Ellen! ¿Pero cómo podía prever que mi caída fuese causada, no por un iraní, a fin de cuentas, sino por una mujer americana, nacida en la misma ciudad que yo?
Llena de una furia que no podía descargar, así como de energía nerviosa, paseé mi mirada por el familiar escenario de suciedad hogareña. No sabiendo qué otra cosa hacer, me puse a trabajar, empezando por la cocina. El suelo de las cocinas iraníes es inclinado, para poder limpiarlo con sólo verter cubos de agua, que arrastran la suciedad hacia un agujero central de drenaje. Así lo hice, echando cubo tras cubo por todo el suelo, incluso debajo de los armarios de metal, un lugar que las amas de casa iraníes olvidan. Los cadáveres de gigantescas cucarachas emergieron flotando de debajo de los armarios.
Luchando contra la repulsión, fregué la cocina hasta dejarla completamente limpia, ignorando el estrépito que procedía de la sala, donde se divertía una quincena de niños.
Inspeccionando las provisiones, decidí preparar una cena. Comer es la actividad social primaria de aquella gente, y sabía que apreciarían tener una comida esperándoles cuando regresaran. Sólo tenía que hacer alguna cosa. Encontré unas raciones de carne de buey en la nevera, en vez del acostumbrado cordero, y decidí hacer
taskabob
, un plato persa que a Moody le gustaba especialmente. Corté y salteé una enorme pila de cebollas, luego las metí a capas en una cazuela, en combinación con delgadas lonchas de buey y especias, todo cargado de curry. Lo acabé de llenar de patatas, tomates y zanahorias. Hirviéndolo en la cocina, creé un agradable aroma de estofado de buey con especias.
El corazón me latía de aprensión, pero descubrí que ocuparme de las tareas hogareñas me ayudaba a mantener el ánimo. La trágica muerte de Nelufar me concedería unos días de tiempo. Moody no tendría contacto con Ellen y Hormoz durante el período de luto. Comprendí que mi mejor solución consistía en mantener el
statu quo
tanto tiempo como pudiera y confiar en que Miss Alavi fuera capaz de realizar algún milagro antes de que la traición de Ellen desencadenara una crisis.
Manténte ocupada, me ordené a mí misma.
Estaba trabajando en mi especialidad de judías estofadas, al estilo libanés, cuando regresaron los adultos.
—No puedes hacerlo de esta manera. Así no es como lo hacemos nosotros —me dijo Fereshteh cuando vio que estaba combinando las judías con cebollas.
—Déjame hacerlo a mi modo —le respondí.
—Bueno, nadie se lo va a comer.
Fereshteh estaba equivocada. El clan devoró mi guiso, y llovieron elogios sobre mí. Me gustaban los elogios, claro, y Moody se mostraba, aunque a regañadientes, orgulloso de mí, pero es que yo tenía otro motivo. Sabía que la semana que nos esperaba estaría llena de rituales que exigirían el tiempo de los adultos, y quería cimentar mi posición como niñera, cocinera y asistenta hogareña. Después de aquella comida, el empleo me fue concedido por aclamación general.
Aquella tarde, cerca de las tres, cuando sugerí llevar a los niños a un parque cercano, todo el mundo se mostró encantado. Pero, para gran decepción mía, el alegre Majid, siempre dispuesto a jugar, nos acompañó. Vi a Helen a lo lejos y le hice un gesto casi imperceptible con la cabeza. Ella nos estuvo observando durante un rato, pero no se atrevió a abordarnos.
La semana transcurrió sin que me fuese posible volver a usar el teléfono, porque, por alguna razón, siempre había uno o más adultos en casa conmigo y con los niños. Sentía un gran alivio cuando Moody finalmente me dijo que el luto terminarla el viernes, y que el sábado —el día anterior al de la prevista reunión con Miss Alavi— Mahtob regresaría a la escuela.
Moody estaba de mal humor. A medida que su pena por Nelufar se iba desvaneciendo, su preocupación por los otros problemas aumentaba. En sus meditativos ojos, podía descubrir un creciente matiz de irracionalidad. Lo había visto antes, y era verdaderamente pavoroso. Me desconcertaba y me producía un comienzo de pánico. A veces me convencía de que Ellen ya había hablado con él; en otras ocasiones, creía que tenía suficientes razones propias para volverse loco.
El sábado, mientras nos preparábamos para ir a la escuela, hizo una demostración particular de malhumor. Como no quería que nos apartáramos de su vista ni siquiera por un momento, nos acompañó a la escuela, mostrándose beligerante y nervioso mientras nos guiaba por la calle y empujándonos bruscamente al taxi. Mahtob y yo intercambiábamos temerosas miradas, sabiendo que el problema estaba al caer.