Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Nadie quería ir a la policía, y yo menos que nadie. Delante de Reza y Essey, no me atreví a discutir lo de la embajada con Ellen y Hormoz. Y, aunque lo hubiera hecho, sabía que todos rechazarían cualquier nuevo contacto con funcionarios americanos o suizos.
Esto nos dejaba en un dilema. No había otra cosa que hacer que no fuese razonar con Moody, y todos sabíamos que éste no era capaz de razonar adecuadamente. Ahora no. Quizás ya nunca más fuera capaz de ello.
Intenté sofocar la furia que sentía crecer en mí. ¡Pegadle! ¡Encerradle! ¡Enviadnos a Mahtob y a mí a América! Quería gritar y machacar sus oídos para convencerlos de la para mí evidente solución a todo aquel horrible lío. Pero tenía que enfrentarme con su realidad. Tenía que encontrar alguna especie de solución intermedia que ellos fueran capaces de tolerar. Al parecer, no había ninguna.
En mitad de nuestra conversación, oímos que se abría y se cerraba la puerta de la calle. Reza entró en el
foyer
para ver quién había llegado y acompañó a Moody al apartamento de abajo.
—¿Cómo has salido? —me preguntó Moody—. ¿Por qué estáis aquí?
—Essey tiene una llave —expliqué—. Me hizo bajar.
—¡Dámela! —gritó él. Essey accedió sumisamente a su petición.
—Está bien, daheejon —dijo Reza suavemente, tratando de calmar la evidente locura de Moody.
—¿Qué están haciendo ellos aquí? —gritó Moody, haciendo frenéticos gestos hacia Ellen y Hormoz.
—Tratan de ayudar —repliqué yo—. Tenemos problemas. Necesitamos ayuda.
—¡No tenemos problemas! —gritó Moody, enfurecido—. Tú tienes problemas. —Se volvió hacia Ellen y Hormoz—. Idos y dejadnos tranquilos —les dijo—. Éste no es asunto de vuestra incumbencia. No quiero que tengáis nada más que ver con ella.
Para horror mío, Ellen y Hormoz se levantaron inmediatamente para irse.
—Por favor, no me dejéis —supliqué—. Tengo miedo de que vaya a pegarme otra vez. Va a matarme. Si me mata, nadie lo sabrá. Por favor, no os vayáis y me dejéis sola.
—Tenemos que irnos —dijo Hormoz—. Él nos dijo que nos fuéramos, y es su decisión.
Se fueron inmediatamente. Moody me arrastró escaleras arriba y entró conmigo, cerrando la puerta.
—¿Dónde están Mammal y Nasserine? —pregunté nerviosamente.
—A causa de tu mal comportamiento, no pueden quedarse aquí —dijo Moody—. Han tenido que irse con los padres de Nasserine. Se vieron obligados a irse de su propia casa. —Su voz fue creciendo en intensidad—. No es asunto que les concierna. No es asunto que concierna a nadie. Será mejor que no hables con nadie de todo esto. Yo me voy a encargar de las cosas ahora. Yo voy a tomar todas las decisiones. Voy a arreglarlo todo y a todos.
Demasiado asustada para enfrentarme con él, me mantuve sentada pacíficamente mientras él echaba pestes y desvariaba durante muchos minutos. Al menos, no me pegó.
Nos quedamos solos en el apartamento aquella noche, yaciendo en la misma cama, pero separados por todo el espacio posible, de espaldas el uno al otro. Moody dormía, pero yo daba vueltas y movía mi dolorido cuerpo, tratando de encontrar alivio donde no había ninguno. Me preocupaba Mahtob, lloraba por ella, trataba de hablar con ella en mis pensamientos. Rezaba y rezaba.
Por la mañana, Moody se vistió para ir al trabajo, eligiendo otro traje para reemplazar el que le había echado a perder el día anterior. Cuando se iba, cogió el conejito de Mahtob.
—Lo quiere —dijo.
Y se fue.
Me quedé acostada en la cama mucho después de irse Moody, sollozando en voz alta, «¡Mahtob! ¡Mahtob! ¡Mahtob!». Me dolía el cuerpo como si todo él fuera una sola e inmensa magulladura. Y me dolía especialmente la base de la columna por el golpe recibido cuando Moody me echó al suelo. Una vez más, me encogí para aliviar el dolor.
Transcurrieron horas, creo, antes de que percibiera un ruido familiar procedente del exterior, del patio trasero. Era el chirrido de una cadena oxidada rozando contra una barra de metal, el sonido del columpio de Maryam, un lugar de juegos favorito de Mahtob. Me levanté lentamente y, cojeando, me acerqué al balcón para ver quién estaba abajo jugando.
Era Maryam, la hija de Essey, que gozaba de la luz del sol de una mañana de abril. Me vio observándola y me gritó con su inocente voz infantil: «¿Dónde está Mahtob?».
No pude responder a través de mis lágrimas.
Por una razón que sólo yo conozco, había traído a Mahtob a Irán para salvarla; y la había perdido. La oscuridad me envolvía ahora, y luchaba sólo con mi fe. Tenía que arreglármelas para cobrar coraje y decisión. ¿Había terminado Moody con mi resistencia? Me daba miedo la respuesta.
Qué había hecho con Mahtob, era la pregunta práctica, pero un misterio más profundo, igualmente perturbador, me atenazaba: ¿Cómo podía hacerle eso a ella? ¿Y a mí? El Moody que veía ahora, sencillamente, no era el mismo hombre con el que me había casado.
¿Qué había ido mal? Lo sabía, y no lo sabía. Conocía las circunstancias, y podía seguir en detalle el flujo y el reflujo de la locura de Moody a lo largo de los años de nuestro matrimonio, y correlacionarlo con sus problemas profesionales, e incluso fijar ciertos períodos máximos y mínimos vinculados con hechos políticos imprevisibles.
¿Cómo no había sido capaz de ver ni prevenir esa desgracia? Me sumergí en abrumadoras visiones retrospectivas.
Ocho años antes, cuando Moody se aproximaba al final de su tercer año de residencia en el Hospital Osteopático de Detroit, nos habíamos enfrentado con una decisión crítica. Había llegado el momento de planear una vida, juntos o separados. Tomamos la decisión conjuntamente, viajando para considerar una oferta de trabajo del Hospital Osteopático de Corpus Christi, donde ya tenían un anestesista pero necesitaban a otro. Valorando las cosas con realismo, podíamos prever unos ingresos de ciento cincuenta mil dólares al año y esa cantidad de dinero nos hacía vacilar.
Una parte de mí no deseaba alejarse de mis padres, en Michigan, pero otra parte mucho mayor estaba dispuesta a iniciar una nueva y maravillosa vida de opulencia y alta consideración social.
Joe, y especialmente John, de seis años de edad, se mostraron encantados con la idea.
Antes de la boda, John me dijo un día:
—Mami, no sé si quiero vivir con Moody.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Me trae demasiado chocolate. Se me van a pudrir los dientes.
Me reí al darme cuenta de que John hablaba en serio. Asociaba a Moody con el chocolate, y con los buenos tiempos.
Por encima de todo, el matrimonio encontraba su lógica en el hecho innegable de que Moody y yo nos queríamos. Abandonarle, enviarlo a Corpus Christi mientras yo me ganaba la vida en el ambiente relativamente deprimente de Michigan central, era una posibilidad inimaginable.
De modo que nos casamos, el 6 de junio de 1977, en una
masjed
de Houston, en una tranquila ceremonia íntima. Tras unas pocas y simples palabras en parsi y en inglés, me convertí en la, en el futuro, reverenciada y honrada reina de la vida de Moody.
Éste me cubría de flores, regalos y constantes y cariñosas sorpresas. El correo diario podía traer una tarjeta amorosa, palabras recortadas de un periódico y pegadas juntas en una página. Disfrutaba especialmente elogiándome delante de nuestros amigos. Durante una cena me regaló un gran trofeo de reluciente oro y azul, que proclamaba que yo era «La Esposa Más Afable del Mundo». Mi colección de cajitas de música fue creciendo. Me regalaba libros continuamente, inscribiendo en cada uno de ellos una declaración de afecto. Difícilmente transcurría un día en que no efectuara un intento de volver a declararme su amor.
Inmediatamente se puso de manifiesto lo acertado de la elección de especialidad de Moody. La anestesiología es una de las especialidades médicas más lucrativas, y no obstante raras veces tenía Moody que realizar un trabajo real. Lo que hacía era supervisar un equipo de Enfermeras Anestesistas Diplomadas, lo cual le permitía tratar tres o cuatro pacientes al mismo tiempo y facturarles a todos unos honorarios establecidos exorbitantes. Su vida nada tenía de dura. Tenía que estar en el hospital temprano, para la cirugía, pero con frecuencia volvía a casa al mediodía. No tenía que efectuar trabajos de oficina, y podía repartirse las llamadas de urgencia con el otro anestesista.
Habiéndose educado como un iraní de élite, a Moody le resultaba fácil asumir ahora el papel de un próspero médico americano. Compramos una casa grande y hermosa en el barrio opulento de Corpus Christi, poblado especialmente por médicos, dentistas, abogados y demás profesionales.
Moody tomó una criada para liberarme de los más mundanos deberes de la casa, y pusimos mis capacidades organizativas y mi preparación administrativa a trabajar.
Mis días estaban ocupados por la agradable tarea de enviar facturas a los pacientes y llevar las cuentas del consultorio de Moody, junto con la satisfacción de cuidar de mi hogar y mi familia. Con una criada para que se ocupase del trabajo pesado, yo quedaba libre para concentrarme en la educación y la alimentación de los niños, cosa que me producía mucho placer.
Teníamos invitados con frecuencia, en parte porque nos gustaba y en parte porque las relaciones sociales son vitales para la carrera de médico. Antes de nuestra llegada a Corpus Christi, el otro anestesista estaba sobrecargado de trabajo. Agradecía el alivio, pero los médicos son celosos de su territorio por naturaleza, de modo que la presencia de Moody desencadenó un vivo sentimiento de competencia. Había muchos lugares a donde ir, pero sentíamos la necesidad de fortalecer nuestras relaciones de trabajo mediante numerosas celebraciones sociales. En nuestro grupo social había médicos americanos y otros como Moody, que habían venido de sus países natales a estudiar y ejercer en los Estados Unidos. Había muchos indios, saudíes, pakistaníes, egipcios y algunos más. Juntos, disfrutábamos aprendiendo las diversas costumbres de otras culturas. Yo no tardé en ser conocida por mi cocina iraní.
Trabajar con las auxiliares femeninas del hospital era otro de los caminos que yo seguía para hacer amistad con las esposas de los otros médicos.
En otra esfera social, nos convertimos en elemento rector de la comunidad. Resultaba que la cercana Universidad Texas A&I era un centro de formación preferido por los estudiantes iraníes. Con frecuencia los recibíamos en casa y, como miembros de la Sociedad Islámica de Texas del Sur, organizábamos fiestas y cenas coincidentes con las celebraciones islámicas e iraníes. Yo estaba encantada de que finalmente Moody hubiera encontrado un equilibrio entre sus vidas pasada y presente. A él le satisfacía sobremanera su papel de médico americanizado, hombre maduro que despertaba respeto entre sus compatriotas.
Moody dio pruebas de su americanización solicitando la ciudadanía americana. El formulario de solicitud hacía numerosas preguntas, entre ellas éstas:
¿Cree usted en la Constitución y en la forma de gobierno de los Estados Unidos?
¿Desea usted hacer el juramento de lealtad a los Estados Unidos?
Si la ley lo exige, ¿está usted dispuesto a tomar las armas en defensa de los Estados Unidos?
A las tres preguntas, Moody respondió afirmativamente.
Viajábamos con frecuencia, y visitamos California y México varias veces. Siempre había un seminario o una convención médica a los que asistir, cosa que Moody y yo hacíamos, dejando a Joe y John en casa, al cuidado de una niñera. Las leyes fiscales vigentes nos permitían disfrutar de los lujos de estupendos hoteles y restaurantes, desgravándolo todo como gasto profesional. Fuésemos donde fuésemos, siempre llevaba un sobre conmigo, para guardar todos los recibos, documentando la naturaleza profesional de cada actividad.
El asombroso cambio ocurrido en las circunstancias de mi vida amenazaba a veces con abrumarme. Aunque no tenía un trabajo en el sentido convencional del término, estaba más ocupada que nunca. Con más dinero y afecto del que necesitaba, amada hasta la adulación, ¿cómo podía quejarme?
Desde el principio, tuvimos serios problemas en nuestro matrimonio y, desde el principio, los dos decidimos disimularlos. En raras ocasiones en que permitíamos que un desacuerdo saliera a la superficie, éste era casi siempre un producto de nuestras diferencias culturales. A Moody le parecían cuestiones tontas, y le producían confusión. Por ejemplo, cuando fuimos a un banco de Corpus Christi a abrir una cuenta, él escribió sólo su nombre en la solicitud.
—¿Qué es esto? —le pregunté—. ¿Por qué no abrimos la cuenta a nombre de los dos?
Moody pareció sorprenderse.
—Nosotros no ponemos el nombre de la mujer en las cuentas —dijo—. Los iraníes no hacemos eso.
—Aquí no eres iraní —le recordé—. Se supone que eres americano.
Tras una pequeña discusión, Moody cedió. Sencillamente, no se le había ocurrido que nuestras posesiones nos pertenecieran a los dos conjuntamente.
Un hábito suyo que me irritaba era su actitud posesiva hacia mí, como si, al igual que la cuenta bancaria, yo fuera su bien personal.
Siempre que nos encontrábamos en una habitación llena de gente, quería que estuviese a su lado. Siempre tenía sus brazos a mi alrededor, o me cogía de la mano como si tuviese miedo de que yo huyera. Me halagaba su atención y su afecto, pero aquella insistencia era a veces molesta.
En su papel de padrastro, en vez de novio de mamá, Moody acusó también algunos fallos. Inconscientemente, adoptó una actitud paternal, exigiendo obediencia incondicional de Joe y de John. Esto resultaba especialmente molesto para Joe, que, a sus once años, estaba empezando a afirmar su independencia. Hasta aquel momento, Joe había sido el hombre de la familia.
Y luego estaba Reza, sin la menor duda nuestra principal fuente de tensiones en aquella época. Reza había estado estudiando en la Wayne State University de Detroit, y, durante algún tiempo, vivió en el apartamento que Moody tenía allí. Poco antes de nuestro primer aniversario, Reza obtuvo la licenciatura en económicas, y Moody le invitó a quedarse con nosotros en Corpus Christi, hasta que encontrara empleo.
Siempre que Moody se hallaba fuera de casa, Reza asumía el papel de dueño y señor, intentando darnos órdenes a mí y a los niños, exigiendo nuestra obediencia como si fuera un derecho suyo. Poco después de su llegada, tuve a algunas amigas a tomar el té. Reza se sentó silenciosamente en la habitación con nosotras, evidentemente tomando nota mental de lo que hablábamos, para informar a Moody de lo que pudiéramos decir que a él le pareciera irrespetuoso. En el momento en que mis invitadas se fueron, me ordenó limpiar los platos.