Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
En la escuela, Moody me dijo delante de Mahtob:
—Déjala aquí; tiene que aprender a estar sola. Llévala a la clase, déjala y ven a casa conmigo.
Mahtob lanzó un chillido y se aferró al borde de mi vestido. Tenía sólo cinco años, y era incapaz de valorar cuál era el peligro mayor: si separarse de su madre, o despertar las iras de su padre.
—Mahtob, tienes que ser fuerte —le dije rápidamente. Trataba de hablar con suavidad, pero no podía evitar un ligero temblor en la voz—. Ven conmigo a la clase. Todo irá bien. Vendré a buscarte al mediodía.
Mahtob respondió a mi suave tirón y me siguió al pasillo. Pero a medida que nos acercábamos a la clase, y se iba alejando de la amenaza de su padre y se acercaba el momento en que iba a ser aislada de mí, empezó a gemir de terror, igual que hiciera los primeros dos días de escuela, antes de que se decidiera que yo me quedaría allí cerca, en la oficina.
—¡Mahtob! —supliqué—. Tienes que tranquilizarte. Papá está muy enfadado.
Mis palabras fueron ahogadas por los chillidos de Mahtob. Con una mano se aferraba a mí tenazmente, mientras que, con la otra, apartaba a su maestra.
—¡Mahtob! —grité—. Por favor…
De repente, la clase entera llena de niñas lanzó un grito de asombro y turbación. Como una sola, todas las niñas agarraron sus pañuelos, asegurándose de que tenían perfectamente cubierta la cara. ¡Su santuario había sido invadido por un hombre!
Levanté la mirada y vi a Moody, que venía en tromba hacia nosotras, su frente roja de furia. Llevaba el puño levantado para golpear a quienes le atormentaban. En sus ojos brillaba la rabia reprimida de un millar de demonios torturados.
Moody agarró a Mahtob por el brazo y le soltó un puntapié. Haciéndole dar la vuelta, la abofeteó salvajemente en la mejilla.
—¡No! —grité—. ¡No le pegues!
Mahtob gritó de dolor y de sorpresa, pero consiguió soltarse de su presa, retorciéndose, y alargó la mano para aferrarse una vez más al borde de mi vestido. Yo traté de situarme entre los dos, pero él era mucho más fuerte que ambas. Soltó más bofetadas hacia el pequeño blanco en movimiento, golpeándola en el brazo y en la espalda. Cada nuevo golpe aumentaba los aterrorizados gritos de Mahtob.
Tiré frenéticamente del brazo de Mahtob, tratando de apartarla de él. Con un golpe de su brazo izquierdo, Moody lanzó a Mahtob contra la pared.
Janum
Shaheen y algunas otras maestras se movieron rápidamente para formar un círculo protector alrededor de ella. La pequeña intentó escapar, liberarse del anillo, pero las maestras se lo impidieron.
La rabia de Moody encontró inmediatamente un nuevo blanco. Su puño derecho fue descargado contra el costado de mi cabeza, y yo retrocedí tambaleándome.
«¡Voy a matarte!», gritaba en inglés, lanzándome terribles miradas. Luego, volviendo su mirada desafiante hacia las maestras, me agarró por la muñeca, sujetándome con la fuerza de un torno, y dirigió sus palabras a
Janum
Shaheen directamente: «Voy a matarla», repitió con calma, venenosamente. Tiró de mi brazo. Yo ofrecí una débil resistencia, pero estaba demasiado aturdida por la fuerza de su golpe para liberarme de su presa. En alguna parte de mi aterrorizada y confusa mente, me sentía realmente contenta de que hubiera vuelto su furia contra mí. Decidí ir con él para alejarle de Mahtob. Está bien, me dije, mientras no esté con ella. Mientras yo esté con él, ella no sufrirá daño.
Mahtob se revolvió liberándose de pronto de la presa de las maestras, y corrió en mi defensa, tirando de mis vestidos.
—No te preocupes, Mahtob —sollocé—. Volveré. Déjanos. Déjanos.
Janum
Shaheen dio un paso hacia adelante para rodear a Mahtob con sus brazos. Las demás maestras se apartaron a un lado, abriendo camino para que Moody y yo saliéramos. Todas aquellas mujeres estaban indefensas contra la furia de un solo hombre invasor. Los chillidos de Mahtob se fueron haciendo más y más desesperados a medida que Moody me sacaba a rastras de la clase, por el pasillo, hacia la calle. Yo estaba mareada de dolor y de miedo, aterrorizada por lo que Moody pudiera hacerme. ¿Me mataría realmente? Si sobrevivía, ¿qué le haría a Mahtob? ¿La volvería a ver?
Ya en la calle, gritó «
¡Mustakim!
» a un taxi naranja que se acercaba. «¡Todo recto!».
El taxi se detuvo para nosotros. Moody abrió la puerta trasera y me empujó al interior violentamente. Había cuatro o cinco iraníes amontonados ya en el asiento trasero, así que Moody se subió de un brinco al asiento delantero.
Mientras el taxi se introducía a gran velocidad en el intenso tráfico, Moody, ignorando el auditorio formado por los demás pasajeros, se volvió y me gritó:
—Eres una mala persona. Ya estoy harto de ti. ¡Voy a matarte! ¡Hoy voy a matarte!
Continuó de esta suerte durante varios minutos hasta que, finalmente, en la relativa seguridad del taxi, la ira creció en mi interior, superando a mis lágrimas y mi temor.
—¿Sí? —respondí sarcásticamente—. Pues dime cómo lo harás.
—Con un gran cuchillo. Voy a cortarte en trozos. Voy a enviar tu nariz y tus orejas a tus parientes. Nunca volverán a verte. Les enviaré las cenizas de una bandera americana quemada junto con tu ataúd.
El terror volvió a apoderarse de mí, peor que antes. ¿Por qué le había desafiado? Ahora estaba frenético, y no se sabía lo que podía hacer. Sus amenazas parecían espantosamente reales. Yo sabía que él era capaz de la locura que con tan tanto detalle describía.
Moody seguía gritando, vociferando, lanzando juramentos. Yo ya no me atrevía a responderle. Tan sólo me cabía esperar que desahogara su furia con palabras en vez de con hechos.
El taxi seguía circulando a gran velocidad, pero no en dirección a nuestra casa, sino hacia el hospital en que trabajaba Moody. Éste guardaba silencio ahora, planeando su próximo movimiento.
Cuando el taxi se detuvo en un atasco de tráfico, Moody se volvió hacia mí y me ordenó:
—¡Baja!
—No, no voy a bajar —dije rápidamente.
—¡He dicho que bajes! —gritó. Alargando la mano hacia el asiento trasero, dio la vuelta a la manivela, abriendo la puerta del coche. Con el otro brazo me empujó y me hizo bajar, medio andando, medio tambaleándome, a la calzada. Para gran sorpresa mía, Moody se quedó en el vehículo. Antes de que yo supiera lo que estaba sucediendo, la puerta del coche se cerró de golpe y el taxi arrancó a gran velocidad, con Moody en su interior.
Rodeada por una multitud de personas que se dirigían a sus diversos asuntos, me sentí, sin embargo, más sola que nunca. Mi primer pensamiento fue para Mahtob. ¿Volvería Moody a la escuela a recogerla, para hacerle daño, para alejarla de mí? No, reflexioné; se dirigía al hospital.
Sabía que podía regresar al mediodía a recoger a Mahtob en la escuela, pero hasta entonces, tenía varias horas para trazar algún plan.
¡Encuentra un teléfono!, me dije. Llama a Helen. Llama a la policía. Llama a quien pueda poner fin a esta pesadilla.
No pude encontrar un teléfono en ninguna parte, y anduve apresuradamente por las calles durante varios minutos, mientras las lágrimas me empapaban el
roosarie
, hasta que reconocí la vecindad. Estaba a sólo pocas manzanas de distancia del apartamento de Ellen. Eché a correr maldiciendo las flotantes ropas que restringían mis movimientos, rezando para que Ellen estuviese en casa. Y también Hormoz. Si no podía establecer contacto con la embajada, ¡tenía que confiar en Ellen y Hormoz! ¡Tenía que confiar en alguien!
Mientras me acercaba a casa de Ellen, recordé la tienda cuyo teléfono solía utilizar Ellen. Quizás pudiera hablar con la embajada, después de todo, usando aquel teléfono. Pasé por delante del apartamento de Ellen y, al acercarme a la tienda, intenté recobrar la compostura para no despertar sospechas. Entré en la tienda, y, con toda la calma de que fui capaz, expliqué al propietario que era amiga de Ellen, y que necesitaba usar el teléfono. El hombre accedió.
En cuanto tuve a Helen al otro extremo de la línea, mi compostura se desvaneció.
—Por favor, ayúdeme. Tiene usted que ayudarme —dije sollozando.
—Tranquilícese —respondió Helen—. Dígame qué sucede.
Le relaté la historia.
—No va a matarla —me dijo Helen, tranquilizadoramente—. Ya le ha dicho eso otras veces.
—No. Esta vez es cierto. Va a hacerlo hoy. Por favor, tiene usted que venir. Venga.
—¿No puede usted venir a la embajada? —preguntó Helen.
Hice mis cálculos. No podía desviarme hasta la embajada y llegar a la escuela de Mahtob al mediodía. Y tenía que estar allí a esa hora, aunque fuese peligroso para mí, para proteger a la niña.
—No —respondí—. No puedo ir a la embajada.
Sabía que Helen era asediada todos los días por innumerables extranjeros en Irán, cada uno de ellos con una triste, desesperada historia. Su tiempo era muy solicitado y le era imposible salir. Pero ahora la necesitaba.
—¡Tiene usted que venir! —dije, llorando.
—Conforme. ¿Dónde?
—A la escuela de Mahtob.
—De acuerdo.
Volví apresuradamente a la calle principal, donde podía tomar un taxi naranja, mientras las lágrimas corrían por mi cara y apartaba con los brazos a los peatones que impedían mi paso. Pasé por delante del apartamento de Ellen justo en el momento en que Hormoz se asomaba por la ventana del primer piso.
—¡Bettee! —gritó—. ¿Adónde vas?
—A ninguna parte. Estoy bien. Déjame.
Hormoz captó el pánico presente en mi voz. Bajó rápidamente a la calle y me siguió hasta alcanzarme fácilmente al cabo de media manzana.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Déjame —le respondí, sollozando.
—No. No vamos a dejarte sola. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Tengo que irme.
—Vamos adentro —sugirió Hormoz.
—No, no puedo. Tengo que ir a la escuela de Mahtob.
—Vamos, entra —repitió Hormoz suavemente—. Hablemos de ello. Y luego te llevaremos a la escuela.
—No. He llamado a la embajada, y algunas personas de allí van a encontrarse conmigo en la escuela.
El orgullo iraní de Hormoz se erizó.
—¿Por qué has llamado a la embajada? No tienes por qué llamar a la embajada. No les metas en esto. No pueden hacer nada para ayudarte.
Le respondí con sollozos.
—Estás cometiendo un gran error —declaró Hormoz—. Tendrás verdaderos problemas con Moody por llamar a la embajada.
—Me marcho —le dije—. Voy a buscar a Mahtob a la escuela.
Comprendiendo que no podía hacerme cambiar de idea, que yo tenía que estar con mi hija, Hormoz dijo:
—Deja que te llevemos. Ellen y yo te llevaremos en coche.
—Sí —respondí—. Inmediatamente.
La escuela estaba alborotada.
Janum
Shaheen dijo que Mahtob se encontraba en clase, malhumorada pero silenciosa. Sugirió, y yo le di la razón, que no la estorbásemos. Ellen y Hormoz hablaron con la directora durante varios minutos, confirmando los detalles de mi historia. Hormoz parecía preocupado. No le gustaba oír hablar de la locura de Moody, pero tampoco le gustaba ver mi sufrimiento. Buscaba alguna manera de resolver la crisis sin provocar nuevos peligros.
Al cabo de un rato, Mrs. Azahr llegó corriendo a mí, y me dijo:
—Hay alguien fuera que quiere verla.
—¿Quién? —preguntó
Janum
Shaheen recelosamente.
Hormoz le dijo algo en parsi, y el semblante de la directora se ensombreció. No quería ver a funcionarios de la Embajada de Suiza mezclados en esto. Pese a su ceño fruncido, fui a hablar con ellos, sola.
Helen y Mr. Vincop me esperaban en la calle. Me llevaron al asiento trasero de un coche sin distintivos, inidentificable como vehículo de una embajada. Allí, les conté la historia.
—Vamos a llevarla a la policía —declaró Mr. Vincop.
¡La policía! Había pensado muchas veces en esa posibilidad, y siempre la había rechazado. La policía la formaban iraníes, los administradores de la ley iraní. Según la ley iraní, Moody era quien gobernaba la familia. Ellos podían ayudarme en algunas cosas, pero tenía miedo de su solución final. Tenían poder para deportarme, obligándome a salir del país sin mi hija. Mahtob quedaría atrapada para siempre en ese disparatado país con su demente padre. Pero ahora la policía parecía la única alternativa. A medida que los acontecimientos de la mañana acudían a mi memoria, yo estaba cada vez más convencida de que Moody llevaría a cabo sus amenazas. Temía por Mahtob tanto como por mí.
—Conforme —le dije—. Iré a la policía. Pero primero tengo que sacar a Mahtob.
Entré nuevamente en la escuela, donde Ellen y Hormoz seguían discutiendo con
Janum
Shaheen.
—Me voy a llevar a Mahtob ahora —les dije.
Mrs. Azahr tradujo mi declaración, así como la respuesta de
Janum
Shaheen. Cuando las palabras llegaron a mí, reflejaron un cambio, solemne, incluso irritado en el talante de la directora. Durante meses, y en especial aquella mañana, ella se había mostrado claramente partidaria de mí en mi guerra contra Moody. Pero ahora yo había cometido el imperdonable error de traer a su esfera a funcionarios de la Sección de Intereses de los Estados Unidos. Técnicamente, eran funcionarios suizos, pero representaban a América. El trabajo de
Janum
Shaheen era pensar, enseñar y predicar propaganda antiamericana. Había sido escogida para su puesto por sus firmes creencias políticas.
Janum
Shaheen dijo:
—No podemos entregársela. Así es la ley islámica. Ésta es una escuela islámica y tenemos que acatar la ley, que nos dice que esta niña pertenece a su padre. Así pues, no hay forma posible de entregarle la niña.
—¡Tiene que hacerlo! —grité—. Le va a hacer daño.
Janum
Shaheen se puso aún más grave.
—No —dijo. Y añadió—: No debería haber traído a la gente de la embajada aquí.
—Bueno, ¿irá usted con Mahtob y conmigo a la policía? ¿Vendrá alguien de la escuela con nosotros?
—No —replicó secamente
Janum
Shaheen—. No sabemos nada.
—¡Pero él dijo delante de usted que iba a matarme!
—No sabemos nada —repitió la directora.
Mis ojos cayeron en
Janum
Matavi, una de las administrativas, que era mi mejor alumna de inglés.
—¿Y usted? —le pregunté—. Usted oyó cómo lo decía.