Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Apenas si me podía mover. Durante varios minutos, Moody estuvo encima de mí, maldiciendo violentamente, dándome puntapiés e inclinándose para abofetearme. Me arrastró por el suelo tirándome del cabello. En sus manos quedaron varios mechones.
Moody hizo una pausa para recobrar el aliento. Yo yacía en el suelo gimoteando, incapaz de moverme.
De repente, se volvió sobre sus talones y corrió hacia el rellano, fuera del apartamento. La pesada puerta de madera se cerró de golpe, y luego oí el ruido de una llave que daba vueltas en la doble cerradura de seguridad. No tardé mucho en oír los gritos de Mahtob, unos sonidos espantosos ahogados por la puerta y por el pasillo que conducía al apartamento de Essey, en el piso de abajo, que me rompían el corazón. Luego reinó el silencio.
Transcurrieron varios minutos antes de que lograra enderezarme penosamente y sentarme, y mucho más hasta poder ponerme de pie. Me dirigí tambaleándome al baño, olvidándome de mi dolor, desesperada por Mahtob. En el baño, pese a los hierros al rojo que parecían atormentar mi espina dorsal a cada movimiento, conseguí subirme a la tapa del retrete, donde, de puntillas, podía acercar mi oreja a una caja de ventilación que conectaba este baño con el de abajo. Por medio de ella pude oír a Moody quejándose de mí a Essey, murmurando toda clase de juramentos y maldiciones. Las respuestas de Essey eran suaves y complacientes. No se oía para nada a Mahtob.
Esto continuó durante un rato. Yo quería gritar de agonía por el dolor que sentía en la espalda, acentuado éste por el esfuerzo de permanecer de puntillas, pero no podía preocuparme de mi propio dolor ahora. La conversación de abajo fue declinando poco a poco en tono y en volumen hasta que ya no pude distinguir ni siquiera unas pocas palabras en parsi. Entonces, de pronto oí a Mahtob gritar nuevamente.
Mis oídos siguieron el rastro de aquellos gritos a medida que se movían por el apartamento de Essey, desplazándose por el pasillo hacia la puerta principal de la casa. La puerta de hierro se cerró de golpe con el sordo y espantoso eco de una puerta de prisión.
Bajando del retrete, corrí hacia la habitación de Mammal y de Nasserine, encontré la llave en la cerradura y abrí la puerta. La habitación estaba vacía. Rápidamente, me dirigí a la ventana, que daba a la parte delantera de la casa. Tuve que apretar la nariz contra la reja y golpearme la frente contra las barras de hierro para poder tener un vislumbre de las actividades de abajo. Allí estaba Moody, con el siete en la manga de su traje recién cosido… por Essey, naturalmente. Tenía a Mahtob sujeta por un solo brazo, capaz de controlarla aunque la niña se retorcía y trataba de darle puntapiés, para escapar a su presa. Con el brazo libre, desplegó el cochecito de Amir, metió a Mahtob en él y la sujetó por los brazos y las piernas.
Yo estaba sobrecogida ante el espantoso pensamiento de que no volvería a ver a Mahtob. Estaba convencida de ello. Dando la vuelta sobre mis talones, corrí hacia el dormitorio, cogí la cámara de 35 mm del estante del armario, y regresé a la ventana a tiempo de tirar una instantánea de ellos dos mientras bajaban por el callejón en dirección de la calle Shariati. Mahtob seguía gritando, pero Moody no prestaba ninguna atención a sus protestas.
Les contemplé a través de mis lágrimas hasta mucho después de perderlos de vista. Nunca volveré a verla, no dejaba de repetirme.
—¿Estás bien?
Era Essey, que me llamaba por el conducto de ventilación del baño. Debía de haberme oído llorar mientras trataba de limpiarme la sangre.
—Sí —le respondí—. Pero, por favor, quiero hablar contigo. —No podíamos llevar a cabo una conversación en aquellas condiciones, porque teníamos que gritar para hacernos oír mutuamente—. Por favor, ve al patio trasero para que podamos hablar —le pedí.
Arrastré mi dolorido cuerpo hasta el balcón trasero y vi a Essey esperándome en el patio de abajo.
—¿Por qué dejasteis entrar a Moody? —pregunté, sollozando violentamente—. ¿Por qué no protegisteis a Mahtob?
—Ambos entraron al mismo tiempo —explicó Essey—. Ella se había escondido bajo las escaleras. Él la descubrió y la trajo adentro.
¡Pobre Mahtob!, me dije llorando. Y, dirigiéndome a Essey, le pedí:
—Por favor, tenéis que ayudarme.
—Reza ha ido a trabajar —respondió Essey. Había auténtica simpatía en sus ojos y en su actitud, pero también estaba la cultivada prudencia de la mujer iraní. Haría lo que pudiese por mí, pero no se atrevía a enfrentarse con los deseos de su marido ni de su daheejon—. Lo siento de verdad, pero no puedo hacer nada.
—¿Está bien Mahtob? ¿Dónde se encuentra?
—No sé a dónde la llevó.
Ambas oímos que Mehdi, el pequeño de Essey, empezaba a llorar.
—Tengo que entrar —dijo.
Yo regresé al apartamento. ¡Llama a la embajada!, pensé ¿Por qué no lo había hecho ya? Si no podía encontrar allí a Helen o a Mr. Vincop, tenía sus números de teléfono particulares. Me dirigí apresuradamente a la cocina… pero no había teléfono alguno.
De pronto me di cuenta de que Moody había planeado todos los acontecimientos de la mañana con precisión. ¿Dónde estaba Mammal? ¿Dónde estaba Nesserine? ¿Y el teléfono? La situación era aún más grave de lo que yo me había imaginado. Me esforcé por pensar racionalmente, por hallar algún medio para contraatacar.
Experta ya en el papel de animal acorralado, estudié mi entorno instintivamente. No tenía ningún plan, pero sabía que debía buscar los puntos débiles en la nueva trampa de Moody. Volví al balcón y miré abajo, pero descarté la posibilidad de saltar al suelo del patio, porque entonces me encontraría simplemente en el patio trasero de Reza y Essey, rodeada por una alta pared de ladrillo.
A un lado del balcón, por fuera, había un estrecho borde, de tan sólo unas pulgadas de anchura, que conducía al tejado de la casa de los vecinos, un edificio de una sola planta. Podía llegar hasta ese borde desde la ventana de nuestra habitación, y posiblemente pasar de allí al tejado de los vecinos; pero sería bastante peligroso. ¿Y luego, qué? ¿Estaría abierto el balcón de los vecinos? ¿Habría alguien en la casa? ¿Me ayudarían, o llamarían a la policía? Y, aunque consiguiera liberarme, ¿qué pasaba con Mahtob?
La cabeza me daba vueltas ante todas aquellas posibilidades y temores, del mismo modo que me dolía a consecuencia de los golpes de Moody.
Aquel terrible aislamiento me abrumaba. Tenía que establecer contacto —cualquier contacto— con el mundo exterior. Volví a entrar rápidamente en el cuarto de Mammal y Nasserine, acercándome otra vez a la ventana que daba a la calle. Afuera, proseguía la actividad de un día normal, indiferentes los transeúntes a mi particular desgracia. Durante unos instantes, me pareció importante poder acercarme a los hombres y mujeres que se dirigían con prisa a sus quehaceres.
La ventana estaba protegida por barrotes de hierro, con una separación entre ellos de unos diez centímetros, y por la parte de dentro había una reja de madera que impedía la visión. La acera tendría sólo unos treinta centímetros de ancho, por lo que no podía ver directamente debajo de mí a quienes pasaran por allí.
Comprendí que, si lograba quitar la reja, podría apoyar la cabeza contra los barrotes y ver la acera. La reja estaba sujeta por tornillos, de modo que busqué un destornillador en la casa. Como no encontré ninguno, me hice con un cuchillo de mesa de la cocina, que me serviría igual.
Una vez quitada la reja, me esforcé por ver abajo. Ahora ya podía contemplar el desfile de la gente, pero ¿qué había conseguido? Ninguna de aquellas personas me ayudaría. Descorazonada, volví a colocar la reja, para que Moody no se diera cuenta.
De vuelta a la sala, comprendí que Moody podía encarcelarme más todavía de lo que ahora lo estaba. Todas las puertas interiores del apartamento tenían cerraduras. Podía, si así lo decidía, encerrarme en la sala. De nuevo busqué por toda la casa herramientas —o armas—, y finalmente escogí un afilado cuchillo de la cocina. Lo escondí, junto al cuchillo-destornillador, bajo una de las alfombras de la sala, cerca de uno de los bordes. Si Moody me encerraba aquí, podía usar esas herramientas para sacar los tornillos de las bisagras de la puerta.
Mientras seguía registrando el apartamento, recordé que había una ventana interior en la pared de separación entre el comedor y el rellano del primer piso. Moody había olvidado aquella salida. Cubierta de colgaduras, apenas se la podía distinguir.
Estaba sin cerrar, y se abrió fácilmente. Metí la cabeza por ella y calibré las posibilidades. Podía escurrirme por aquella ventana bastante fácilmente y llegar al rellano, pero aún seguiría cautiva por la pesada puerta de hierro de la calle, que siempre estaba cerrada. Contemplé las escaleras, que continuaban hacia arriba, después del apartamento de Mammal y Nasserine, hasta el tejado. Podía subir a él y cruzar hasta el tejado de un edificio adyacente. ¿Pero, y entonces qué? ¿Se atrevería un vecino a dejar que una mujer americana que huía entrara en su casa y bajara a la calle? Aun así, seguiría sin Mahtob.
Con las lágrimas corriéndome por las mejillas, sabiendo que mi vida estaba terminada, sabiendo que Moody podía acabar con mi existencia en cualquier momento, me di cuenta de que tenía que proteger a otras personas. Cogí mi agenda y pasé rápidamente las páginas, borrando números de teléfono. Aunque estaban en clave, no quería poner en peligro la vida de alguien que hubiera hecho el más mínimo intento de ayudarme.
Había también varios trocitos de papel con números de teléfono en clave entre las páginas de mi agenda. Los quemé en un difusor y aventé las cenizas.
Exhausta por todo lo que había ocurrido en aquellos últimos y espantosos días, finalmente me derrumbé en el suelo, yaciendo allí en estado de estupor ignoro cuánto tiempo. Quizás llegué a dormitar.
Me despertó el ruido de una llave que giraba en la cerradura del apartamento. Antes de que tuviese tiempo de reaccionar, entró Essey. Llevaba una bandeja de alimentos.
—Por favor, come —me dijo.
Tomé la bandeja, le di las gracias por la comida, y traté de iniciar una conversación, pero Essey se mostraba tímida y a la defensiva. Se volvió inmediatamente hacia la puerta. «Lo siento», dijo quedamente, poco antes de salir y de encerrarme una vez más. El sonido de la llave al girar en la cerradura resonó a través de mi cabeza. Llevé la bandeja de comida a la cocina, sin tocar los alimentos.
Transcurrieron horas de frustración hasta que, poco después del mediodía, regresó Moody. Solo.
—¿Dónde está Mahtob? —le pregunté llorando.
—No necesitas saberlo —me respondió sombríamente—. No te preocupes por la niña. Ahora seré yo quien cuide de ella.
Me empujó y entró a grandes zancadas en la cocina. Me concedí un instante de perverso placer al observar las señales de mis uñas en su cara. Pero ese sentimiento se desvaneció a la luz de mis propias cicatrices, mucho mayores. ¿Dónde estaba mi pequeña?
Rápidamente Moody regresó a la sala con algunas ropas de Mahtob en sus manos, al igual que con la muñeca que le habíamos regalado el día de su cumpleaños.
—Quiere su muñeca —me dijo.
—¿Dónde está? Por favor, déjame verla.
Sin decir una palabra más, Moody me empujó a un lado y se marchó, cerrando la puerta con dos vueltas de llave.
A última hora de la tarde, mientras yo yacía en la cama, hecha un ovillo para defenderme del tremendo dolor que sentía en mi espalda, oí el sonido del zumbador de la puerta. Había alguien afuera, en la acera. Corrí hacia el interfono que me permitía hablar con quien viniera a visitarnos. Era Ellen.
—Estoy encerrada —le dije—. Espera. Iré a la ventana. Podremos hablar desde allí.
Rápidamente, quité la reja de madera de la ventana y apoyé la cabeza contra los barrotes. Ellen estaba en la acera con sus hijos Maryam y Alí.
—He venido a comprobar cómo te encuentras —dijo. Y añadió—: Allí tiene sed. Quiere beber algo.
—No puedo conseguirte una bebida —le dije a Alí—. Estoy encerrada.
Essey oía todo esto, naturalmente, y pronto apareció en la acera con un vaso de agua para Alí.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ellen. Essey, también, anhelaba una respuesta a esa pregunta.
—Ve a buscar a Hormoz —sugerí—. Trata de hablar con Moody.
Ellen accedió. Empujó a sus hijos a lo largo de la atestada acera, con la cola de su negro
chador
aleteando bajo la brisa de primavera.
Un poco más tarde Reza habló conmigo, de pie en el patio trasero mientras yo me encontraba en el balcón. Yo ya sabía que Essey tenía una llave, pero Reza se negaba a entrar en el apartamento.
—Reza —le dije llorando—. Realmente aprecio tu amabilidad conmigo durante mi estancia en Irán. Has sido el más amable de todos, lo que es de agradecer, especialmente después de lo que pasamos en los Estados Unidos.
—Gracias —dijo él—. ¿Estás bien?
—¡Oh, por favor, ayudadme! Creo que tú eres el único capaz de hablar con Moody. ¿Volveré a ver a Mahtob?
—No te preocupes. La volverás a ver. No la va a tener apartada de ti. Te ama. Ama a Mahtob. No querrá que Mahtob crezca sola. Él creció sin una madre ni un padre, y no querrá eso para Mahtob.
—Por favor, habla con él —supliqué.
—No puedo hablar con él. Lo que él decida… tiene que ser su decisión. No puedo decirle lo que debe hacer.
—Por favor, inténtalo. Esta noche.
—No. Esta noche, no —replicó Reza—. Tengo que ir a Resht para negocios mañana. Cuando vuelva, dentro de un par de días, si la situación no ha cambiado, entonces quizás pueda hablar con él.
—Por favor, no te vayas. Quédate, por favor. No quiero quedarme sola.
—No. Tengo que irme.
A primera hora de la noche, Essey abrió la puerta. «Baja a la planta», me dijo.
Ellen y Hormoz estaban allí, junto con Reza. Mientras Maryam y Alí jugaban con los niños de Reza y Essey, todos nos pusimos a buscar una solución para el problema planteado. Todas aquellas personas habían, en el pasado, sido cómplices de Moody en su lucha contra mí, pero habían actuado impulsados por lo que para ellas eran motivos razonables. Eran musulmanes correctos. Tenían que respetar el derecho de Moody a gobernar su familia. Pero eran mis amigos, también, y todo el mundo quería a Mahtob. Incluso en aquella República Islámica, sabían que era posible que un marido y un padre llevara demasiado lejos las cosas.