Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—Ya me ocuparé de ellos cuando me venga bien —le repliqué secamente.
Reza trataba de decirme cuándo tenía que hacer la colada, qué tenía que dar de comer a los chicos, y cuándo debía ir a casa de un vecino a buscar un poco de café. Discutíamos continuamente, pero él no cedía en su postura. Por lo demás, nunca colaboraba en el trabajo casero.
Muchas veces me quejé a Moody por la intrusiva presencia de Reza en mi vida. Pero mi marido no se hallaba presente cuando tenían lugar los peores episodios, y me aconsejó paciencia. «Es sólo por poco tiempo —me dijo—. Hasta que encuentre un empleo. Es mi sobrino. Tengo que ayudarle».
Moody y yo, por aquel tiempo, buscábamos adquirir alguna propiedad para invertir un poco de dinero y beneficiarnos de la exención de impuestos. Por ese motivo, habíamos establecido una buena relación con uno de los más prósperos banqueros de la ciudad. Convencí a dicho banquero de que entrevistara a Reza para darle un empleo.
—Me ofreció un puesto de cajero —se quejó Reza al regresar de la entrevista—. No voy a ser cajero en un banco.
—Mucha gente sería feliz con ese trabajo —le dije, disgustada con su actitud—. A partir de ahí, hay muchas posibilidades de mejorar.
Reza hizo luego una afirmación notable… que yo no llegué a comprender en todo su significado hasta años más tarde, cuando me familiaricé del todo con el ego masculino iraní, particularmente tal como se manifiesta en la familia de Moody. Reza dijo: «No aceptaré un empleo en este país, si no es el de presidente de una compañía».
Pero, en tanto una compañía americana no mostrara la suficiente sabiduría para ofrecerle su dirección, a Reza no parecía disgustarle mucho vivir de nuestra generosidad.
En aquel tiempo, se pasaba los días tomando el sol en la playa, leyendo el Corán, rezando e intentando controlar cada uno de mis actos. Cuando estos deberes le dejaban exhausto, se echaba una siesta.
Las incómodas semanas se fueron convirtiendo en meses antes de que yo obligara a Moody a hacer algo respecto de Reza.
—¡Se va él, o me voy yo! —exclamé finalmente.
¿Hablaba en serio? Probablemente no, pero contaba mucho con el amor de Moody por mí y tenía razón.
Gruñó en parsi, evidentemente maldiciéndome, Reza se trasladó a su propio apartamento… financiado por Moody. Poco después, regresó a Irán para casarse con su prima Essey.
Con Reza fuera, podríamos retornar a un confortable y feliz matrimonio, al menos, así lo creía yo. Moody y yo teníamos nuestras diferencias, pero sabía que un matrimonio como el nuestro implicaba compromiso. Confiaba en que el tiempo aportara equilibrio.
Me concentré en los aspectos positivos. Mi vida había florecido en muchos sentidos. Finalmente había dado con aquel escurridizo «algo más».
¿Cómo iba a saber que, a unas diez mil millas al este, se estaba gestando una tormenta que haría temblar hasta los cimientos mi matrimonio, que me encarcelaría, me haría llorar por la separación de mis hijos, y amenazaría no sólo mi vida, sino también la de en aquel momento aún no nacida hija?
Llevábamos casados un año o año y medio cuando, poco después del día de Año Nuevo de 1979, Moody se compró un caro aparato de radio de onda corta equipado con unos auriculares. Era lo bastante potente para captar emisiones del otro extremo del mundo. Moody había desarrollado un repentino interés por escuchar Radio Irán.
Los estudiantes, en Teherán, habían emprendido una serie de manifestaciones contra el gobierno del sha. Ya las había habido en el pasado, pero éstas eran más graves y extendidas que antes. Desde su exilio en París, el Ayatollah Jomeini había empezado a lanzar duras declaraciones contra el sha en particular, y contra la influencia occidental en general.
Las noticias que Moody oía por la radio solían entrar en contradicción con lo que veíamos en los reportajes de televisión. Como resultado de ello, Moody empezó a sospechar de la veracidad de los informativos americanos.
Cuando el sha se marchó de Irán y, al día siguiente, el Ayatollah Jomeini inició un triunfante retorno, Moody encontró motivo para una celebración. Trajo a casa a docenas de estudiantes iraníes para celebrar una fiesta… sin avisarme para nada a mí. Se quedaron hasta bien entrada la noche, llenando mi hogar americano de nerviosas, animadas, conversaciones en parsi.
La revolución se apoderó de nuestro hogar al igual que de Irán. Moody empezó a decir sus plegarias islámicas con un fervor que jamás había mostrado antes. E hizo contribuciones a varios grupos chiítas.
Sin preguntarme nada, arrojó a la basura todas las existencias de licor que teníamos a mano para nuestros frecuentes invitados. Esto desalentó las visitas de la mayor parte de nuestros amigos americanos, y el tono de las conversaciones de Moody alejó pronto a los abstemios. Moody arremetía siempre contra la prensa americana, calificándola de mentirosa. Durante los meses siguientes, los estudiantes usaron frecuentemente nuestra casa como lugar de reunión. Formaron lo que ellos llamaban «Un Grupo de Musulmanes Preocupados», y, entre otras actividades, compusieron la siguiente carta, que distribuyeron a los medios de difusión:
En nombre de Dios, el más Gracioso, el más Misericordioso:
Hoy, en los Estados Unidos, el Islam es uno de los temas peor comprendidos de nuestra vida diaria. Hay varias razones para ello: 1) Los hechos, mal informados en los medios de difusión, concernientes a la República Islámica de Irán, 2) la negativa del gobierno de los Estados Unidos a un trato justo con los países musulmanes, y 3) el rechazo de la Cristiandad a aceptar al Islam y a sus seguidores.
Los medios de difusión han ejercido un efecto indeleble en las mentes de la sociedad americana. Los noticiarios televisivos, los periódicos y las revistas semanales son la única base de la opinión pública americana. Estas fuentes representan el más elevado nivel de propaganda en el sentido en que los hechos ofrecidos promueven solamente los intereses de los Estados Unidos. A causa de esto, los acontecimientos internacionales se convierten a menudo en un puro disparate.
Un ejemplo actual de hechos internacionales transformados en disparate es todo lo referente a la República Islámica de Irán. Fue el pueblo de Irán el que expulsó al sha y unánimemente aprobó el establecimiento de una República Islámica. Recientemente, hemos oído hablar de las rebeliones kurdas en Irán. Si los kurdos están luchando por su autogobierno, ¿por quién luchan los soldados israelíes, rusos e iraquíes comprometidos en ello?
La revolución islámica en Irán demostró que los iraníes se oponen a la política americana y no al pueblo americano. Les pedimos que valoren sus medios de difusión cuidadosamente. Póngase en contacto con los musulmanes iraníes, que están al tanto de la presente situación.
Gracias
Un Grupo de Musulmanes Preocupados
Corpus Christi, Texas.
Esto era demasiado para que yo pudiera soportarlo. Me alcé en defensa de mi país, acusando a Moody de lanzar difamaciones. Nuestras conversaciones degeneraron en ásperas discusiones, algo más bien raro en nuestra vida normal, poco dada a las confrontaciones.
—Debemos pactar una tregua —sugerí con desesperación—. Mira, no vamos a hablar de política entre nosotros.
Moody se mostró de acuerdo, y durante algún tiempo logramos una coexistencia pacífica. Pero yo ya no era el centro de su universo. Las diarias demostraciones de amor fueron disminuyendo. Ahora parecía no estar casado conmigo, sino con su aparato de radio de onda corta y con docenas de periódicos, revistas y demás publicaciones propagandísticas a las que de repente se había suscrito. Algunas de ellas estaban impresas en caracteres persas, pero otras lo estaban en inglés. A veces les echaba una mirada cuando Moody no andaba por allí, y me sorprendía y me desanimaba la perversidad de sus irracionales ataques contra América.
Moody retiró la solicitud de ciudadanía americana.
De vez en cuando, la palabra «divorcio» flotaba en la superficie de mi conciencia. Era una palabra que detestaba y temía. Ya había recorrido ese camino en una ocasión, y no me agradaba la idea de un viaje de retorno. Divorciarse de Moody era renunciar a una vida que yo no podía mantener por mí misma y renunciar a un matrimonio que yo aún creía basado en el amor.
Además, cualquier consideración de esta opción quedó fuera de cuestión en cuanto me enteré de que estaba embarazada.
El milagro devolvió el sentido común a Moody. En vez de enorgullecerse de la política iraní lo hizo de su paternidad. Reanudó el dulce hábito de cubrirme de regalos casi diariamente. En cuanto me vestí con ropa de embarazada, empezó a mostrar mi barriga a todo aquel que quisiera mirar. Me tiraba centenares de fotografías y me decía que el embarazo aumentaba mi belleza.
El tercer verano de nuestro matrimonio discurrió en una lenta anticipación del parto. Mientras Moody se hallaba en el hospital, John y yo compartíamos momentos especiales. El chico tenía ahora ocho años, los suficientes para comprender lo que se aproximaba y para estimularle a prestar su ayuda en los preparativos de la casa, para su hermana o hermano. Juntos, convertimos una pequeña habitación en una nursery. Nos divertimos comprando ropas de bebé en amarillo y blanco. Moody y yo asistimos juntos a las clases de Lamaze, en donde él no disimuló en absoluto su preferencia por un varón. A mí no me importaba. La nueva vida que había en mi interior, fuera chico o chica, era una persona que ya amaba.
A comienzos de septiembre, cuando estaba embarazada de ocho meses, Moody me pidió que asistiera a una conferencia médica con él en Houston. El viaje nos proporcionaría unos días de diversión juntos antes de enfrentarnos con el agotador regocijo de la paternidad. Mi obstetra aprobó el viaje, asegurando que aún me faltaba por lo menos un mes para el parto.
Pero durante la primera noche en Houston, en la habitación del hotel, sufrí unos serios dolores en la parte inferior de la espalda, y me inquietó la idea de que se acercara el momento del parto.
—Te pondrás bien —me tranquilizó Moody.
Él quería visitar la NASA al día siguiente.
—No me siento bien —le dije.
—Conforme. Vayamos de compras —sugirió.
Salimos a almorzar antes de ir de compras, pero en el restaurante el dolor de la espalda aumentó, y me sentí muy fatigada.
—Volvamos al hotel —dije—. Quizás si descanso un rato pueda ir luego de compras.
De regreso en el hotel, los dolores del parto empezaron en serio, y rompí aguas.
Moody no podía creer que el momento hubiera llegado.
—Eres médico —le dije—. He roto aguas. ¿No sabes lo que significa eso?
Llamó a mi obstetra a Corpus Christi, y éste le remitió a un médico de Houston, el cual aceptó hacerse cargo del caso y nos instó a que acudiéramos rápidamente al hospital.
Recuerdo las cálidas y brillantes luces de la sala de partos, y recuerdo a Moody, ataviado con ropas estériles, de pie a mi lado, sosteniéndome la mano, dándome ánimos. Recuerdo la dura prueba del parto y el intenso dolor que acompaña el comienzo de la vida. Quizás sea una advertencia de lo que puede ocurrir en los años siguientes.
Pero lo que mejor recuerdo es al médico anunciando: «¡Tiene una hija!».
El equipo de tocología emitía grititos de satisfacción ante el impresionante y repetido milagro. Yo lanzaba tontas risitas, mareada de felicidad, alivio y agotamiento. Una enfermera y un médico cuidaron los detalles de los primeros minutos de la vida y luego trajeron a nuestra hija a conocer a sus padres.
Era una joya de piel clara, con brillantes ojos azules que se entrecerraban para protegerse de las luces de la sala de partos. Su húmedo cuero cabelludo estaba cubierto de mechones de pelo mitad rubio, mitad rojizo. Los rasgos de Moody aparecían reproducidos en miniatura en su cara.
—¿Por qué tiene el cabello rubio? —preguntó Moody con una perceptible nota de tensión en su voz—. ¿Por qué tiene los ojos azules?
—No tengo ningún control al respecto —repliqué, demasiado cansada y feliz para prestar atención a las pequeñas quejas de Moody sobre la perfecta hija que había echado al mundo—. Aparte de su color, es igual que tú.
Por un momento, mi pequeña absorbió mi atención tan absolutamente que no presté atención alguna a lo que los médicos y enfermeras me estaban haciendo, o al color del cielo. Mecía la criatura en mis brazos y la amaba. «Te llamaré Maryam», susurré. Era uno de los nombres iraníes más adorables que conocía, y tenía también el perfume de un nombre americano con una resonancia exótica.
Transcurrieron varios minutos antes de que me diera cuenta de que Moody se había ido.
¡Qué extraña mezcla de emociones experimenté! Evidentemente, Moody no había sido capaz de expresar la pregunta que le trastornaba. «¿Por qué es una niña?», es la acusación que hubiera querido dirigirme. Su masculinidad islámica se sentía herida ante la llegada de una niña primogénita, de modo que nos dejó solas aquella primera noche, cuando debería haber estado a nuestro lado. Aquello no era la clase de virilidad que a mí me gustaba.
Pasó la noche, con el inquieto sueño interrumpido por el indescriptible éxtasis de una nueva vida que tiraba de mi pecho y por períodos de depresión debidos al infantil comportamiento de Moody. Me pregunté si aquello era sólo una rabieta pasajera o se habría ido para siempre. En aquel momento, estaba tan furiosa que realmente no me importaba.
Llamó temprano por la mañana, sin una palabra de excusa por su ausencia, y sin mencionar para nada su preferencia por un chico. Explicó que había pasado la noche en la
masjed
en que nos habíamos casado, orando a Alá.
Cuando llegó al hospital, aquella misma mañana, más tarde, sonreía alegremente, enarbolando un fajo de papeles cubiertos de caracteres persas en rosa. Eran regalos de los hombres de la
masjed
.
—¿Qué dice lo escrito? —pregunté.
—Mahtob —replicó, radiante.
—¿Mahtob? ¿Y eso qué significa?
—Luz de luna —contestó. Explicó que había hablado con su familia de Irán, y que ellos habían sugerido varios nombres posibles para la niña. Moody dijo que había elegido el nombre de Mahtob porque había habido luna llena la noche anterior.
Yo traté de defender el nombre de Maryam, porque me sonaba más americano. Pero estaba débil y confundida por una serie de emociones, y fue Moody quien llenó el certificado de nacimiento con los nombres de Mahtob Maryam Mahmoody. Sólo vagamente, me pregunté cómo podía someterme así a mi marido.