Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Entonces, una mañana, cuando Moody se levantaba de la cama, le sorprendí siguiéndole en su ritual de lavado. Me miró atónito mientras me ponía el
chador
y ocupaba mi lugar en la sala. Yo conocía incluso cuál era mi sitio… no a su lado, sino detrás de él. Juntos, miramos hacia La Meca y empezamos nuestros solemnes cánticos.
Mi objetivo era doble. Por un lado, quería agradar a Moody, aun cuando él viera mis intenciones a través de la fachada de mi inocente plan. Él comprendía que estaba tratando de ganar su favor con el fin de recuperar a Mahtob, pero ¿acaso esto no tenía ningún valor? Llevarse a Mahtob había sido su último recurso para obtener mi consentimiento para con sus planes de vida. ¿No era una prueba de que su estrategia estaba funcionando?
Aun esto era sólo un objetivo secundario. Yo era más sincera en mis plegarias islámicas de lo que Moody pudiera creer. Estaba realmente desesperada por conseguir ayuda de cualquier parte. Si Alá era el mismo ser supremo que mi Dios, satisfaría todos sus requisitos lo más fielmente posible. Quería agradar a Alá aún más de lo que quería agradar a Moody.
Después de terminar nuestras plegarias, Moody dijo concisamente: «No deberías decir las oraciones en inglés».
Ahora tenía otra tarea. Durante todo el día y durante varios días, después de practicar las palabras árabes, tratar de convencerme de que no estaba, realmente, convirtiéndome en una correcta esposa islámica.
Ellen regresó un día, anunciando su presencia con el zumbador de la puerta. Hablamos por la ventana.
—Sé que Moody dijo que me quedara al margen, pero tenía que venir a ver cómo te encontrabas, a ver si estabas viva —dijo Ellen—. ¿Han cambiado las cosas?
—No.
—¿Sabes dónde está Mahtob?
—No. ¿Lo sabes tú?
—No —fue la respuesta de Ellen. Luego hizo una sugerencia—. Quizás
Aga
Hakim pueda ayudar. Moody le tiene respeto. Podría hablar con
Aga
Hakim.
—No —corté rápidamente—. Si Moody descubre que he hablado con alguien, eso no hará más que empeorar las cosas. No quiero hacer nada que empeore las cosas. Sólo quiero ver a Mahtob.
Ellen se mostró de acuerdo con mi razonamiento, moviendo su cabeza cubierta por el
chador
en un gesto de frustración.
—Sólo hay una cosa que puedes hacer —dije—. Podrías traerme tu Nuevo Testamento.
—Sí —replicó Ellen—. Pero ¿cómo te lo haré llegar?
—Bajaré un cesto atado a una cuerda, o algo así.
—Conforme.
Ellen se fue, pero nunca regresó con el Nuevo Testamento. Quizás, sintiéndose culpable por su visita clandestina, se lo hubiese contado a Hormoz.
Me encontraba una mañana en el balcón de la parte de atrás preguntándome si estaría cuerda o no. ¿Cuánto tiempo hacía que duraba esta situación? Traté de contar los días transcurridos, desde la mañana de la pelea. ¿Hacía un mes? ¿Dos meses? No era capaz de recordar. Decidí contar los viernes, porque eran los únicos días diferentes, llenos de llamadas extras a la plegaria. Por más que lo intentaba, no podía recordar más que un viernes, desde el día de la pelea. ¿Sólo había transcurrido una semana? ¿Menos de dos? ¿Estábamos aún en abril?
Al otro lado del patio de cemento de la calle adyacente, descubrí la presencia de una vecina que me observaba desde su ventana. No la había visto hasta aquel momento.
—¿De dónde es usted? —gritó de repente en un vacilante inglés.
Me quedé sorprendida y aturdida. Y también sentí sospechas.
—¿Por qué? —repuse.
—Porque sé que es usted extranjera.
La frustración que sentía en mi interior me aflojó la lengua, y las palabras salieron como en un torrente. No perdí tiempo preguntándome si aquella mujer era amiga o no.
—Estoy encerrada en esta casa —balbuceé—. Se han llevado a mi hija, y me han encerrado aquí. Necesito ayuda. Por favor, ayúdeme.
—Lo siento por usted —replicó ella—. Haré lo que pueda.
¿Y qué podía hacer ella? Un ama de casa iraní tenía sólo un poco más de libertad que yo. Entonces tuve una idea.
—Quiero enviar una carta a mi familia —le dije.
—Conforme. Escriba la carta. Luego saldré a la calle, y puede usted arrojármela.
Garabateé una apresurada nota que probablemente no era muy comprensible. Tan de prisa como pude, describí las nuevas y espantosas noticias y advertí a papá y mamá de que no hicieran presión sobre la embajada o el Departamento de Estado en aquellos momentos. Al menos, hasta que regresara Mahtob. Les dije que les quería. Y vertí lágrimas sobre la página.
Una vez más, destornillé la reja de la ventana delantera, y, con el sobre en la mano, esperé a que la mujer apareciera en el callejón. El tráfico de peatones no era muy intenso, pero yo no estaba segura de reconocerla, envuelta en sus ropas como todas las demás mujeres. Pasaron algunas mujeres, pero no dieron muestras de reconocimiento.
Se acercó otra mujer. Vestida con el negro
montoe
y el
roosarie
, andaba con ligereza, dando la impresión de dirigirse a algún recado rutinario. Pero al acercarse a mi punto de observación, levantó la mirada e hizo un imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza. La carta se deslizó entre mis dedos y cayó a la acera como una hoja de árbol. Rápidamente, mi nueva aliada la recogió y se la metió entre las ropas, sin alterar su paso.
Nunca volví a verla. Aunque pasaba mucho tiempo en el balcón trasero, esperando encontrarla, ella debía de haber decidido que el riesgo era demasiado grande para hacer otra cosa.
Tal como esperaba, mi participación en la plegaria suavizó a Moody un poco. Como recompensa, me trajo
The Khayan
, un periódico diario de habla inglesa. Todos los artículos estaban atiborrados de propaganda iraní, pero al menos tenía algo que leer en mi propia lengua, además de libros religiosos o del diccionario. Y ahora, también, me enteraba de la fecha. Me resultó demasiado difícil creer que sólo había pasado una semana y media en aislamiento. Quizás
The Khayan
mintiese en lo de la fecha, pensé, al igual que mentía en todo lo demás.
La llegada del periódico anunció un repentino cambio en mi situación, o, más bien, en la actitud de Moody. Ahora aparecía en el apartamento cada noche, trayéndome
The Khayan
y, a veces, algún regalo.
—Fresas —anunció al regresar a casa un día a última hora de la tarde—. Son caras y difíciles de encontrar.
¡Qué extraño y evidente ofrecimiento de paz! Le había negado a Mahtob las fresas la noche en que regresábamos de casa de Ellen y de Hormoz… la última noche que Mahtob y yo habíamos pasado juntas.
Hacía un año desde la última vez que había comido fresas. Eran pequeñas y secas, y probablemente no tuviesen mucho sabor, pero en aquel momento me parecieron exóticas. Engullí tres de ellas antes de obligarme a parar:
—Llévaselas a Mahtob —le dije.
—Sí —respondió él.
Algunas noches, Moody se mostraba relativamente agradable conmigo, inclinado a pequeñas charlas. Otras, estaba distante y amenazador. Y aunque constantemente le preguntaba sobre Mahtob, no me decía nada.
—¿Cuánto puede durar esto? —le preguntaba.
Él se limitaba a gruñir.
Los días iban transcurriendo para mí en aquella miserable situación.
El zumbador de la puerta nos despertó en medio de la noche. Siempre alerta para defenderse contra los demonios que le acosaban, Moody saltó de la cama y se dirigió apresuradamente a la ventana delantera. Despertada de mi letargo, escuché desde el dormitorio y pude oír la voz de Mustafá, hijo tercero de Baba Hajji y de Ameh Bozorg. Oí que Moody decía en parsi que iría rápidamente.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté cuando Moody volvió a la habitación para ponerse algunas ropas.
—Mahtob está enferma —dijo—. Debo ir.
Mi corazón latió aceleradamente.
—¡Déjame ir contigo! —grité.
—No; te quedarás aquí.
—Por favor.
—¡No!
—Por favor, tráela a casa.
—No. No la voy a traer a casa jamás.
Mientras se dirigía a grandes zancadas a la puerta, salté de la cama y corrí tras él, dispuesta a correr por las calles de Teherán en ropa de noche si ello me devolvía a mi hija.
Pero Moody me empujó a un lado, cerró la puerta detrás de mí y me dejó, enfrentada a mi nuevo terror. ¡Mahtob estaba enferma! Y tan enferma como para mandar a Mustafá a buscar a Moody en mitad de la noche. ¿La llevaría a un hospital? ¿Qué tenía? ¿Qué pasaba? ¡Mi pequeña, mi pequeña!, lloré.
Durante una interminable noche de lágrimas y triste aprensión, traté de averiguar el significado de aquella nueva pizca de información sobre Mahtob. ¿Por qué Mustafá?
Entonces recordé que Mustafá y su mujer, Malouk, vivían a sólo tres manzanas de distancia. Sería un lugar muy conveniente para que Moody dejara a Mahtob. Mahtob les conocía y se llevaba bastante bien con sus hijos. Y Malouk, al menos, era un poco más limpia y amistosa que los demás miembros de la familia. El pensamiento de que Mahtob estaba con Mustafá y Malouk me produjo un poco de consuelo, aunque era un pequeño alivio para mi dolorido corazón. Traté de enviarle mi amor y consuelo con mis pensamientos y esperé, recé, para que ella me oyera y captara lo profundo de mis sentimientos.
Durante las últimas semanas había creído llegar al punto más bajo posible, pero ahora la desesperación me hacía descender aún más. Las pesadas y espantosas horas de la noche dieron paso finalmente a la mañana, pero yo seguía sin noticias. La mañana tardaba aún más en pasar. Con cada latido de mi dolorido corazón, iba un lamento: «¡Mahtob! ¡Mahtob! ¡Mahtob!».
No podía comer, no podía dormir.
No podía hacer nada.
Sólo podía imaginarla en una cama de hospital, sola.
A todo ello le siguió una larga y opresiva tarde. Me pareció el día más largo de mi miserable existencia.
Una frenética, loca compulsión me empujaba. Miré por la ventana de la habitación, por la parte de atrás de la casa, y vi a una mujer en el patio, Cerca de la puerta. Era la criada de la casa, una vieja dama, envuelta en su
chador
. Estaba inclinada sobre una fuente decorativa, limpiando ollas y sartenes lo mejor que podía con una sola mano, mientras se sujetaba el
chador
con la otra. La había visto realizar esa tarea muchas veces, pero hasta aquel momento no había hablado con ella.
Y entonces tomé mi decisión. Escaparía de mi prisión, correría a la casa de Mustafá y de Malouk y rescataría a mi hija enferma. Demasiado enloquecida para pensar con claridad, no me preocupaba por las ulteriores contingencias: fueran cuales fueran las consecuencias, ¡tenía que ver a mi pequeña ahora!
No había barrotes ni rejas en la ventana trasera. Acerqué una silla a la ventana, me encaramé a ella y, de espaldas, salí al exterior buscando con los pies el delgado borde que sobresalía sólo unos centímetros de la pared exterior.
De pie sobre dicho borde, agarrándome a la parte superior del marco de la ventana, me encontraba a sólo un paso de distancia del tejado de la casa vecina. Giré la cabeza hacia la derecha y grité.
—
¡Janum!
La vieja se volvió hacia mí con un sobresalto.
—
¿Shoma Englisi sobatcom?
—le pregunté—. ¿Habla usted inglés?
Confiaba en poder comunicarme lo bastante para que ella me permitiera pasar a su tejado, entrar en su casa y salir por la puerta de la calle.
En réplica a mi pregunta, la mujer se cubrió con su
chador
y se metió corriendo en la casa.
Cuidadosamente, deshice mi camino hasta el interior del dormitorio. No había ayuda, no había camino. Paseé frenéticamente por la habitación, buscando respuestas.
Busqué algo que leer, examinando la estantería de libros de Moody para encontrar algo en inglés que no hubiera devorado ya de cabo a rabo. Encontré un panfleto de cuatro páginas que se había deslizado detrás de un montón de libros y lo miré con curiosidad. No lo había visto antes. Era una guía de instrucciones, escrita en inglés, que explicaba en detalle las plegarias islámicas especiales necesarias para ciertos rituales.
Dejándome caer al suelo, lo examiné distraídamente, deteniendo los ojos en una descripción de un
nasr
.
Un
nasr
es una promesa solemne a Alá, un voto, un compromiso, un trato. Reza y Essey habían hecho un
nasr
. Si Alá arreglaba de alguna manera los deformados pies de Mehdi, Reza y Essey se comprometían a llevar anualmente a la
masjed
bandejas de pan, queso,
sabzi
y otros alimentos, para que fueran bendecidos y distribuidos entre los necesitados.
Los altavoces de la calle señalaron la hora de la plegaria. Por mi cara corrían las lágrimas mientras procedía a los actos de lavado ritual y me envolvía en el
chador
. Ahora sabía lo que haría. Haría un
nasr
.
Olvidando que estaba confundiendo los principios del Islam con los del Cristianismo, dije en voz alta: «Por favor, Alá, si Mahtob y yo podemos volver a estar juntas y regresar a casa sanas y salvas, iré a Jerusalem, a la Tierra Santa. Éste es mi
nasr
». Luego leí en voz alta fragmentos del libro que tenía ante mí, entonando una larga y especial plegaria en árabe reverentemente, con auténtica devoción. Creía profundamente. Separada del mundo, me comunicaba directamente con Dios.
Llegó la noche. La oscuridad se abatió sobre Teherán. Sentada en el suelo de la sala, trataba de hacer pasar el tiempo leyendo.
De pronto, se apagaron las luces. Por primera vez en varias semanas, el temible gemido de las sirenas de bombardeo irrumpieron en mi ya vapuleada mente.
¡Mahtob!, pensaba. ¡La pobre Mahtob debe de estar tan asustada! Corrí desesperadamente hacia la puerta, pero, naturalmente, estaba cerrada, y yo atrapada en el apartamento del primer piso. Caminé de un lado para otro presa de la angustia, sin preocuparme de mi protección. Recordaba las palabras de la carta de John: «Por favor, cuida de Mahtob y mantenía a tu lado». Lloré por mi hija las más profundas, más tristes, más dolorosas lágrimas que jamás hubiese derramado, que jamás podría derramar.
Fuera, las sirenas gemían; a lo lejos, retumbaban las explosiones del fuego antiaéreo. Oí los motores a reacción de algunos aviones, y las explosiones de las bombas. También éstas sonaban muy alejadas. No cesaba de rezar por Mahtob.