Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Moody trataba de mantenerse en forma profesionalmente asistiendo a numerosos seminarios médicos, pero la verdad es que le dejaban una sensación de vacío, porque no podía poner en práctica ninguno de los conocimientos que obtenía.
Los dos estábamos muy preocupados por el dinero, y yo creía que el ánimo de Moody se elevaría si lograba volver a trabajar. Ningún hospital le permitiría ejercer la anestesiología durante la investigación, pero aún tenía permiso para ejercer la medicina osteopática general. Yo siempre había pensado que era en ella donde Moody podía prestar mejor su contribución.
—Deberías ir a Detroit —le sugerí—. Vuelve a la clínica de la calle Catorce. Allí siempre necesitan a alguien.
En aquella clínica había ejercido el pluriempleo durante sus años de residente, y aún tenía amigos en ella.
—No —replicó—. Voy a quedarme aquí y a luchar.
En el lapso de unos pocos días, se convirtió en un hombre solitario y pensativo que nos contestaba secamente, a mí y a los niños ante la más pequeña, con frecuencia imaginada, provocación. Dejó de asistir a los seminarios médicos, porque ya no quería relacionarse con otros miembros de la profesión. Se pasaba los días sentado en una silla, mirando abstraído por la ventana al río, mientras pasaban las horas en silencio. Cuando se cansaba de eso, dormía. A veces escuchaba la radio o leía un libro, pero tenía problemas para concentrarse. Se negaba a salir de casa, y no quería ver a nadie.
Como médico, sabía que estaba mostrando los síntomas clásicos de una depresión clínica. Como esposa de un médico, yo también lo sabía, pero Moody no escuchaba a nadie y rechazaba todo intento de ayudarle.
Durante algún tiempo, traté de proporcionarle consuelo y alivio, tal como creía que debía hacer una esposa. Todo aquel trastorno, naturalmente, se había cobrado su pesado tributo en mí. Los niños y yo íbamos en coche a Bannister varias veces por semana a ver a mi padre, pero Moody ya no nos acompañaba. Se quedaba en casa y ponía cara larga.
Durante varias semanas soporté la situación, evitando el enfrentamiento, confiando en que acabaría por salir de su letargo. Sin duda, pensaba, aquello no podía durar mucho más.
Pero las semanas fueron convirtiéndose en meses lentamente. Yo me pasaba más tiempo en Bannister con mi padre, y menos en casa, donde la apática presencia de Moody resultaba incluso más enloquecedora. No teníamos ingresos, y nuestros ahorros iban disminuyendo.
Después de aplazar una discusión tanto tiempo como pude, un día finalmente estallé.
—¡Ve a Detroit y busca trabajo! —le dije.
Moody me miró con severidad. Detestaba que le levantara la voz, pero a mí ya no me importaba. Vaciló, preguntándose cómo manejar a su exigente mujer.
—No —dijo simplemente, con determinación, y salió con paso airado de la habitación.
Mi explosión no hizo otra cosa que catapultarlo a una fase más verbal de la depresión. Insistía machaconamente en que todos los problemas que siempre le habían asaltado tenían una sola causa: «Me han suspendido porque soy iraní. De lo contrario, esto jamás hubiera sucedido».
Algunos médicos del hospital estaban todavía de parte de Moody. Se dejaban caer por casa de vez en cuando para decir hola, y privadamente me expresaban alarma por su estado de ánimo, tan decaído. Uno de ellos, que tenía considerable experiencia en el trato con pacientes emocionalmente trastornados, se ofreció a venir regularmente a hablar con Moody.
—No —replicó Moody—. No quiero hablar de ello.
Yo le supliqué que fuera a ver a un psiquiatra.
—Sé más que ellos —dijo—. No me ayudarán.
Ninguno de nuestros amigos o parientes se daba completa cuenta de hasta qué punto había cambiado su personalidad. Habíamos dejado de relacionarnos y de dar fiestas, aunque esto último era comprensible, dado el estado de nuestras finanzas. Nuestros amigos y parientes tenían sus propias vidas que vivir, sus propios problemas que resolver. No conocían el grado de depresión de Moody, si él o yo no les informábamos al respecto. Él no podía, y yo no lo hacía.
Encontré un empleo a tiempo parcial, como administrativa en un despacho de abogados. Moody se enfureció conmigo, porque creía que el trabajo de una mujer era quedarse en casa, cuidando del marido.
Cada día se levantaba de peor humor que el día anterior. Su ego, hecho ya añicos por el daño producido a su carrera, consideró este nuevo asalto como auténticamente castrante. Luchó, tratando de reafirmar su dominio sobre mí, exigiéndome que viniera a casa cada día a prepararle el almuerzo: Acepté esa ridícula exigencia, en parte para apaciguarle y en parte porque los acontecimientos del último mes me habían dejado confundida e inquieta. Yo ya no tenía una definición clara de los papeles en nuestro matrimonio. Superficialmente, quizás yo pareciera la más fuerte, pero, en tal caso, ¿por qué corría a casa todos los días a prepararle la comida? Ignoraba la respuesta.
Al mediodía, solía encontrarle aún con bata, y sin haber hecho nada en toda la mañana, excepto lo más imprescindible para el cuidado de los niños. Después de prepararle la comida, regresaba apresuradamente al trabajo. Por la noche, me encontraba con los platos sucios, sin tocar apenas, encima de la mesa. Y mi marido, acostado en el sofá, vegetando.
Si está furioso conmigo porque yo trabajo, me dije, ¿por qué no hace algo?
Aquella extraña existencia duró más de un año, una época en la cual mi vida laboral se iba haciendo cada vez más satisfactoria, en tanto que mi vida personal se tornaba más y más vacía. Mi trabajo, que al comienzo había sido sólo temporal, llegó a convertirse en un esfuerzo a tiempo completo. Mi salario, naturalmente, era insuficiente para sostener nuestro nivel de vida, y, a medida que iban desapareciendo nuestros ahorros, una vez más impuse mi voluntad a Moody y pusimos nuestra hermosa casa en venta.
Coloqué un rótulo en el patio delantero que anunciaba CASA EN VENTA. RAZÓN, EL PROPIETARIO, y esperé a ver lo que sucedía. Si teníamos suerte, podíamos ahorrarnos la comisión de un corredor de fincas.
Durante semanas, Moody informó que docenas de parejas se detenían para ver nuestra adorada casa, con su espectacular vista al río, pero nadie hacía una oferta. Yo sospechaba que o Moody desanimaba deliberadamente a los posibles compradores, o los asustaba con su melancólica y desaseada presencia.
Finalmente, una noche, Moody me habló de una pareja que había quedado impresionada con la casa e iba a regresar al día siguiente para echar una segunda mirada. Decidí estar allí para cuando ellos llegaran.
Corriendo desde el despacho a la hora de la cita, encontré la casa hecha una porquería. Envié a Moody a un recado inventado, arreglé precipitadamente lo que pude, y yo misma enseñé la casa a los visitantes.
—Nos gusta —me dijo el hombre—, pero ¿cuándo podríamos mudarnos?
—¿Cuándo quieren?
—Dentro de tres semanas.
Aquello era un poco desconcertante, pero ellos ofrecieron hacerse cargo de la hipoteca y pagarnos el saldo al contado. Cubiertos los gastos, ingresaríamos más de veinte mil dólares, y necesitábamos aquel dinero desesperadamente.
—Conforme —dije.
Cuando Moody volvió a casa y se enteró del trato, se puso lívido.
—¿Y adónde podemos ir en tres semanas? —gritó, enfurecido.
—Necesitamos el dinero —le dije firmemente—. Hemos de tener el dinero.
Discutimos durante largo rato, sobre el asunto inmediato, cierto, pero también volcando nuestras frustraciones, acumuladas durante largo tiempo. Era una batalla desigual, porque el umbral de enfrentamiento de Moody había retrocedido casi hasta la nada. Hizo un débil intento de afirmar lo que creía que debía ser su autoridad como cabeza de la familia, pero ambos sabíamos que él había abdicado del trono.
—Tú nos has puesto en esta situación —grité yo, enfurecida—. No vamos a esperar hasta no tener nada. Vamos a vender.
Y le forcé a firmar el contrato de venta.
Las siguientes tres semanas fueron las más ocupadas que he tenido nunca. Me metí de lleno con armarios, cajones, alacenas, empaquetando los bienes residuales de nuestra vida en Alpena, aunque no supiera a dónde íbamos a ir. Moody no prestó ninguna ayuda.
—Al menos, empaqueta tus libros —le dije. Tenía una extensa biblioteca entre tomos médicos y propaganda islámica.
Una mañana, le proporcioné varias cajas de cartón y le ordené:
—¡Empaqueta tus libros! ¡Hoy!
Al final de aquel frenético día, cuando volví del trabajo tarde, le encontré sentado, indiferente, todavía con bata, sin afeitar ni lavar. Los libros seguían en las estanterías. Una vez más, estallé.
—¡Quiero que hagas los paquetes esta noche! Mañana te meterás en el coche, irás a Detroit, y no volverás hasta que hayas encontrado un empleo. Ya estoy harta de esto. No voy a vivir así ni un minuto más.
—No puedo encontrar un empleo —gimió.
—No lo has intentado.
—No puedo conseguir un trabajo hasta que me hayan levantado la suspensión en el hospital.
—No tienes por qué dedicarte a la anestesia. Puedes ejercer la medicina general.
Estaba derrotado, y ahora luchaba con sólo débiles excusas.
—Hace años que no ejerzo la medicina general —dijo tímidamente—. No quiero ejercer la medicina general.
Me recordó a Reza, que no estaba dispuesto a aceptar un empleo en América si no era de presidente de una compañía.
—Hay muchas cosas que a mí no me gusta hacer, y que tengo que hacer —le repliqué, cada vez más colérica—. Has destruido mi vida en muchos aspectos. No voy a seguir viviendo contigo así. Eres perezoso. Te estás aprovechando de la situación. No vas a conseguir un empleo aquí sentado. Debes salir a buscarlo. No te lo van a servir en casa. Ahora, vete y no vuelvas hasta que lo hayas conseguido, o… —las palabras cayeron de mi boca antes de darme cuenta de que las estaba diciendo— me divorciaré de ti.
Estaba bien claro que mi ultimátum era sincero.
Moody hizo lo que se le decía. A la noche siguiente me llamó desde Detroit. Había conseguido un empleo en una clínica. Empezaba a trabajar un lunes por la mañana, al día siguiente de la Pascua Florida.
¿Por qué, me pregunté, he esperado tanto? ¿Y por qué no me había afirmado yo más a menudo en el pasado?
El fin de semana de la Pascua de 1983 nos pilló metidos en un auténtico torbellino. Estaba previsto que nos fuésemos de casa el Viernes Santo, y Moody tenía que iniciar su trabajo el lunes siguiente en Detroit. Estábamos a miércoles, y aún no teníamos un lugar a donde ir. La cosa era como para asustar, y sin embargo, había un sentimiento de satisfacción en ello. Al menos estábamos haciendo algo.
Un cliente de la oficina en que yo trabajaba, vicepresidente del banco local, se enteró de nuestro problema y ofreció una solución provisional. Acababa de ejecutar una hipoteca sobre una casa, y se ofreció a alquilárnosla por meses renovables. Firmamos el contrato de alquiler a mediodía del Viernes Santo, e inmediatamente empezamos a trasladar nuestras posesiones.
Durante aquel fin de semana, Moody demostró algo más de energía mientras me ayudaba a instalar la nueva casa. El domingo me besó al despedirse, antes de iniciar el viaje de cinco horas a Detroit. Era la primera vez que me besaba en un mes, y sentí una chispa de deseo que me sorprendió. No es que él aguardara con ansia el pesado trabajo de la clínica, pero se veía claro que se sentía mejor. Encontrar el empleo tan fácilmente había sido bueno para su maltratado ego. El sueldo era muy bueno, inferior al que había tenido en el hospital, cierto, pero eran casi noventa mil dólares al año.
No tardamos mucho en encontrarnos metidos en una rutina que recordaba deliciosamente a los años de nuestro noviazgo. Nos ocupábamos de nuestros diferentes trabajos durante la semana, y alternábamos los fines de semana entre Alpena y Detroit.
El ánimo de Moody rejuvenecía lentamente. «¡Nos va a ir muy bien!» me dijo en una de las visitas. Siempre manifestaba una gran alegría al vernos. Mahtob saltaba a sus brazos en el momento en que le veía, feliz al ver que su papi había vuelto a la normalidad.
Primavera, verano y otoño pasaron. Aunque detestaba Detroit, Moody encontró mucha menos intolerancia en el ambiente metropolitano, y estaba decidido a que su futuro profesional se desarrollara allí, en una u otra especialidad.
Por mi parte, me sentía libre una vez más. Durante la semana tomaba todas las decisiones. Los fines de semana, me enamoraba nuevamente. Quizás fuese aquél el arreglo que necesitábamos para que nuestro matrimonio funcionara.
Durante un tiempo me sentí contenta.
En marzo de 1984 recibí una llamada telefónica de Teherán. Una voz masculina que hablaba un inglés vacilante con acento espeso se identificó como Mohammed Alí Ghodsi. Dijo que era un sobrino de Moody. Dada la tendencia al matrimonio entre consanguíneos de la familia, esto no significaba gran cosa. Parecía haber centenares de iraníes que Moody consideraba sus sobrinos.
Preguntó cómo estábamos Mahtob y yo, e intentó una pequeña charla trivial. Luego pidió por Moody. Tomé nota de su número, y le dije que daría el recado a Moody de que le llamara.
Mandé el mensaje a Detroit, y Moody me llamó aquella noche. Se trataba de Mammal, dijo, el cuarto hijo de su hermana Ameh Bozorg. Moody explicó que Mammal siempre había sido demasiado delgado, pero que en los últimos meses había perdido aún más peso. Los médicos de Teherán habían diagnosticado una úlcera de estómago y realizado una operación, pero él continuaba debilitándose, y, desesperado, había volado a Suiza para una consulta. En Suiza le dijeron que los médicos iraníes habían hecho una auténtica chapuza en la operación inicial y que su estómago tenía que ser completamente reconstruido. Él llamaba a su tío de América en busca de consejo: Quería saber a dónde tenía que acudir para que le operasen correctamente.
—No le he dicho qué tenía que hacer —dijo Moody—. ¿Qué piensas?
—Tráele aquí —sugerí—. Podemos ayudarle a encontrar un lugar en que se lo hagan bien.
Moody se mostró encantado con la idea.
—Pero —dijo—, es difícil sacar dinero de Irán.
—¿Y por qué no le pagas tú la operación? —pregunté—. Creo que, en caso de necesidad, yo esperarla que hicieras eso por mi familia.
—Conforme. ¡Estupendo!
Se hicieron los preparativos, y al cabo de unos días Mammal salió en avión para América. Estaba previsto que llegara un viernes, a comienzos de abril. Moody tenía pensado ir a recibirle al aeropuerto, y venir luego directamente a Alpena para el fin de semana, de modo que Mammal pudiera conocernos.