Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Amahl me tendió unas cuantas monedas.
—Llámeme desde todas las cabinas telefónicas que encuentre en el camino —dijo—. Tenga cuidado con la conversación. —Fijó su mirada en el techo durante un momento—. Isfahán —dijo nombrando una ciudad iraní—. Ésta será nuestra palabra clave para indicar Ankara. Cuando lleguen a Ankara, llame para decir que están en Isfahán.
Yo quería que Amahl se quedara un poco más, que charlara con nosotras. En tanto estuviera físicamente allí, me sentía segura. Pero tuvo que irse rápidamente para terminar de elaborar los detalles en medio de la actividad general del
sabbath
musulmán.
¿Era aquél mi último viernes en Irán? Rogué a Dios —a Alá— para que así fuera.
El pragmatismo se impuso. ¿Qué debería llevar? Miré el pesado tapiz que había cargado hasta la oficina de Amahl el martes. ¿Qué me pasa?, pensé. No necesito esto. No necesito nada. Sólo volver a casa, eso es todo. El tapiz podía quedarse atrás, junto con el azafrán.
Quizás las joyas pudieran trocarse por dinero durante el camino, y también quería consultar el reloj de vez en cuando; de modo que metí esos artículos en la bolsa junto con un camisón para Mahtob y una muda de ropa para mí. Mahtob empaquetó el cereal, las galletas y algunos de sus libros de colorines en su bolsa escolar.
Ahora estábamos listas. Sólo aguardábamos la señal.
Amahl llamó a las seis y dijo: «Salen ustedes a las siete».
Una hora. Después de todos los días, las semanas y los meses… teníamos una hora. Pero ya me había decepcionado antes. Una vez más, mi cabeza empezaba a dar vueltas. Santo Dios, recé, ¿qué estoy haciendo? Por favor, acompáñanos. Por favor, ocurra lo que ocurra, cuida de mi hija.
A las siete y diez llegó Amahl, con dos hombres a los que yo no había visto nunca.
Eran más jóvenes de lo que me esperaba. El que hablaba algunas palabras de inglés iba vestido con unos tejanos, camiseta y una cazadora de motociclista. Me recordó a Fonzi de
Días felices
. El otro, un hombre barbudo, llevaba una chaqueta deportiva. A mí y a Mahtob nos gustaron.
No había tiempo que perder. Ayudé a Mahtob a ponerse su
montoe
, y yo me puse el mío y me cubrí la cara casi completamente con el
chador
. De nuevo me sentí agradecida por la oportunidad de esconder la cara debajo del negro ropaje.
Me volví hacia Amahl, y ambos sentimos un repentino arranque de emoción. Aquello era una despedida.
—¿Está segura de que es esto lo que quiere hacer? —preguntó Amahl.
—Sí —repliqué—. Quiero irme.
Había lágrimas en sus ojos cuando dijo:
—Las quiero mucho a las dos.
Y luego, dirigiéndose a Mahtob, añadió:
—Tienes una mami especial; por favor, cuida de ella.
—Sí —repuso la niña solemnemente.
—Aprecio mucho todo lo que ha hecho usted por nosotras —dije yo—. Le devolveré los doce mil dólares de los contrabandistas en cuanto esté a salvo en América.
—Sí —aceptó él.
—Pero ha puesto usted demasiado esfuerzo en todo esto —añadí—. Debería pagarle algo más.
Amahl lanzó una mirada a mi hija. La pequeña estaba asustada.
—El único pago que quisiera es ver una sonrisa en la cara de Mahtob —dijo. Luego apartó ligeramente de mi cara el borde del
chador
y me besó levemente en la mejilla—. ¡Ahora, dense prisa! —ordenó.
Mahtob y yo salimos por la puerta con el joven que me recordaba a Fonzi. El segundo hombre se quedó detrás con Amahl.
Fonzi nos acompañó a un coche indescriptible, aparcado en la calle. Me encaramé a él y coloqué a Mahtob en mi regazo. Partimos a gran velocidad, sumergiéndonos en la creciente oscuridad de un viernes por la noche, por una vaga ruta que albergaba peligros desconocidos, hacia un incierto destino. Ha llegado el momento, pensé. Tendremos éxito, o no lo tendremos. Sólo tendremos éxito si Dios lo desea. En caso contrario, es que tiene algo más pensado para nosotras. Pero mientras nos abríamos paso dificultosamente por entre los coches con sus ruidosas bocinas, los vociferantes conductores y los malhumorados e infelices peatones, no podía resignarme a creer que aquélla fuera la vida que Dios quisiera para nosotras.
Se oían sirenas y cláxones por todas partes. El alboroto era normal, pero en mi mente todo parecía dirigido contra nosotras. Mantenía mi
chador
apretado contra la cara, dejando libre sólo el ojo izquierdo, pero seguía sintiéndome visible y descubierta.
Rodamos durante aproximadamente una hora, más o menos en la dirección de nuestra casa, hacia el extremo norte de la ciudad, pero no demasiado cerca. De pronto, Fonzi apretó los frenos y giró el volante bruscamente hacia la derecha, metiendo el coche en un pequeño callejón.
—
¡Bia, zood bash!
¡Vamos, de prisa! —ordenó.
Bajamos a trancas y barrancas a la acera, y nos empujaron a un segundo coche, al que subimos inmediatamente. No había tiempo para preguntas. Varios extraños se introdujeron en el vehículo detrás de nosotras, y el coche partió rápidamente, dejando atrás a Fonzi.
Inmediatamente, eché una mirada a nuestros compañeros de viaje. Mahtob y yo íbamos sentadas detrás de nuestro nuevo chófer, un hombre que andaría por los treinta y tantos. A su lado había un muchacho de unos once años y, en el traspontín, otro hombre, más viejo que el conductor. A nuestra derecha, en medio del asiento trasero, había una niña de aproximadamente la edad de Mahtob, vestida con un abrigo London Fog y, a su lado, una mujer. Todos hablaron en parsi, demasiado aprisa para que yo pudiera comprenderlos, pero, por los modales íntimos con que se expresaban, deduje que formaban una familia.
¡Claro! ¡Eso éramos todos! De repente me di cuenta de ello. Aquélla era nuestra tapadera.
¿Y quién era aquella gente? ¿Qué sabían de nosotras? ¿Estaban quizás tratando de escapar, también?
El conductor dirigió el coche hacia el oeste, serpenteando por las calles de la ciudad, acercándose a una carretera que conducía a campo abierto. En el borde de la ciudad nos detuvo un policía en un control. Un inspector echó una ojeada al coche y nos apuntó a la cara con el fusil. Pero no vio más que una típica familia iraní en un paseo un viernes por la noche, siete de ellos amontonados en un coche. Nos hizo señas de que siguiéramos.
Una vez en la carretera, que resultó ser una autopista moderna con carriles separados, el coche cobró velocidad hasta que nos sumergió en la noche a más de ciento cuarenta kilómetros por hora. La mujer del asiento trasero trató de iniciar una conversación conmigo, entremezclando palabras inglesas y persas. Recordé la advertencia de Amahl de no decir nada a nadie. Aquella mujer no debía saber que éramos americanas, aunque lo sabía sin duda. Yo fingí no comprender. En cuanto pude, aparenté dormir para evitar los intentos de conversación de la mujer. Mahtob dormitaba a rachas.
Sabía por el informe de Amahl que Tabriz estaba a no menos de cuatrocientos kilómetros, y que desde allí había otros ciento cincuenta hasta la frontera. Los demás pasajeros callaban, tambaleándose a causa de los movimientos del coche. Dormir hubiera sido beneficioso para mí también, pero el sueño no venía.
Fueron transcurriendo los interminables minutos. A aquella velocidad, comprendí, cada minuto nos acercaba un par de kilómetros más a la frontera.
Dejamos atrás múltiples rótulos indicadores que anunciaban ciudades desconocidas de extraños nombres: Kazvin, Takistán, Ziaabad.
En algún momento, bastante pasada la media noche, en algún lugar del desierto iraní, entre Ziaabad y Zanján, el conductor fue reduciendo la velocidad del vehículo. Descubrí que estábamos entrando en el aparcamiento de una gasolinera con un pequeño café al borde de la carretera. Los demás me invitaron al café, pero yo no quería arriesgarme a que me descubrieran. Tenía miedo de que la policía nos estuviera buscando.
Señalé a Mahtob, que dormía en mis brazos, y les hice comprender que me quedaría en el coche.
La familia entró en el café y se quedó allí durante lo que me pareció una eternidad. Había bastantes coches aparcados allí. A través de las ventanas del café vi a muchas personas que se tomaban un pequeño descanso en su viaje, bebiendo té. Envidié el sueño de Mahtob; el tiempo pasa rápidamente de esa manera. ¡Si pudiera cerrar los ojos, caer dormida y despertar en América!
Finalmente, uno de los hombres regresó al coche. «
Nescafé
», gruñó, ofreciéndome el sorprendente regalo de una taza de café. Era casi imposible hallar café en Teherán; sin embargo, allí había una humeante taza, procedente de un desvencijado restaurante situado en mitad del inhóspito paraje. Era un café fuerte, terrible, pero pensé que era muy considerado por parte de aquel hombre traérmelo. Murmuré las gracias y lo bebí. Mahtob ni siquiera se movió.
Pronto todo el mundo regresó al coche, y de nuevo nos encontramos marchando a gran velocidad, alejándonos de Teherán, acercándonos más y más a la frontera. La autopista de dos carriles de circulación por banda se estrechó hasta constituir una angosta carretera ascendente en espiral, que serpenteaba montañas arriba.
No tardaron mucho los copos de nieve en golpear el parabrisas. El chófer puso en marcha los limpiaparabrisas y el descongelador. La tempestad se hizo más y más intensa, hasta tornarse violenta. Pronto la carretera ante nosotros no fue más que un sólido bloque de hielo, pero el conductor no redujo su frenética velocidad. Si por algún golpe de suerte, las autoridades no nos encontraban, seguro que moriríamos en un monstruoso accidente de coche, pensé. De vez en cuando resbalábamos en el hielo, pero el chófer recuperaba el control. Era competente, sin duda, pero si teníamos que detenernos repentinamente, pensé, no teníamos salvación.
La fatiga se impuso al miedo, e inicié un sueño agitado, despertándome a cada sacudida del coche.
El sol se levantó finalmente sobre un paisaje helado y extraño. Las montañas se dibujaban sobre nosotros, cubiertas de nieve. Hacia el distante oeste, los picos se alzaban, escarpados e inhóspitos. Seguimos circulando a gran velocidad por la helada carretera.
Viendo que estaba despierta, la mujer trató nuevamente de conversar conmigo. Dijo algo sobre que deseaba ir a América. «Irán es muy malo —murmuró—. No podemos conseguir visados».
Mahtob se agitó a mi lado, desperezándose, bostezando. «Finge que no comprendes —le susurré—. No traduzcas». La niña asintió.
Nos acercábamos a Tabriz, y el coche redujo su velocidad cuando nos aproximamos a un control. Mi corazón dejó de latir cuando vi a varios soldados allá delante, deteniendo algunos coches mientras dejaban pasar a otros. El nuestro fue uno de los que detuvieron al azar. Un joven e insolente oficial de la
pasdar
metió la cabeza por la ventanilla y habló con el chófer. Contuve la respiración, porque Mahtob y yo no teníamos más que nuestros pasaportes americanos para identificarnos. ¿Estábamos en una lista de fugitivos buscados? El
pasdar
habló brevemente con el chófer, y luego nos hizo señas de que siguiéramos sin pedirnos los documentos. Todo el mundo en el coche se relajó visiblemente.
Entramos en Tabriz. Era una ciudad más pequeña que Teherán, y más limpia y fresca. Quizás fuese el efecto de la nieve recién caída, o quizás percibiera un soplo de libertad en ella. Tabriz formaba parte, sin duda, de la República Islámica de Irán, pero estaba alejada del centro de la actividad revolucionaria. Por todas partes patrullaban
pasdar
y soldados iraníes, pero me formé la rápida impresión de que la población de Tabriz era más dueña de sí misma que la de Teherán.
Como Teherán a una escala más pequeña, Tabriz era un contraste entre arquitectura moderna y hediondos cuchitriles. El Oriente se encuentra con Occidente en Irán y nadie está aún seguro de qué estilo de vida prevalecerá.
El conductor llevó el coche por callejuelas secundarias hasta detenerse de pronto. En rápidas frases, la mujer ordenó al muchacho que saliera del coche. Entendí bastante de la conversación en parsi para saber que el chico iba a visitar a su tía. Recibió instrucciones de no hablar de nosotros ni de lo que estábamos haciendo. El chico salió y se metió por un estrecho callejón, pero regresó al cabo de unos minutos. Su tía no estaba en casa, dijo. La mujer bajó del coche y volvió con él al callejón, y eso me preocupó, aunque no sabía por qué. Entonces comprendí que, por extraño que fuera, su presencia en el coche era tranquilizadora. Los hombres eran amables, pero yo no quería quedarme sola en el coche con ellos. Prefería que hubiera otra mujer conmigo.
Mahtob empezó a moverse, inquieta. «No me encuentro bien», gimió. Le toqué la frente, y parecía tener fiebre. Dijo que sentía náuseas. Me deslicé por el asiento y abrí la puerta justo a tiempo para que la niña se inclinara y vomitara en la alcantarilla. También ella sentía la tensión. Esperamos, inquietas, durante varios minutos hasta que la mujer regresó sola.
La tía estaba en su casa, informó, pero no había oído llamar al chico. Sentí alivio al ver que la mujer seguía con nosotros. Una vez más, partimos raudos.
Sólo dos o tres minutos más tarde, nos detuvimos en un atestado cruce. Parecía ser la plaza de la ciudad. Nuestro chófer se paró delante mismo del policía que dirigía el tráfico.
«
¡Zood bash! ¡Zood bash!
» «¡Aprisa, aprisa!», dijo la mujer cuando un hombre que estaba en la acera abrió la puerta del coche y nos hizo salir. Fuimos introducidos en otro coche, que se encontraba inmediatamente detrás del primero, mientras nuestro chófer discutía animadamente con un policía que le dijo que no podía detenerse allí. Si aquello era una distracción planeada, funcionó. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que pasaba, Mahtob y yo nos instalamos en el segundo coche. El marido, la mujer y la hija entraron detrás de nosotras, y, nuevamente, nos pusimos en camino, dejando que nuestro conductor continuara su partida de gritos con el policía de tráfico. En Irán, eso no tiene mucha importancia.
La mujer hizo un gesto hacia nuestro nuevo conductor, un hombre que andaría por los sesenta y tantos años. «No hable con él —susurró—. No le deje saber que es usted americana».
El conductor parecía bastante amistoso, pero probablemente no fuese consciente de que formaba parte de un drama internacional. Quizás sus órdenes consistían simplemente en llevarnos del punto A al punto B. Quizás no quisiera saber nada más.