No sin mi hija (57 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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¡De repente, reconocí a aquel hombre! Era el de la fotografía que colgaba de la pared. Sin duda, era él quien gobernaba la casa. ¿Eran sus esposas todas aquellas mujeres?, me pregunté. ¿Había abandonado una sociedad masculina por otra en la que los hombres ejercían un dominio aún más total?

—¿Cuándo podremos irnos? —susurró Mahtob—. No me gusta este lugar.

Eché una mirada a mi reloj. Se acercaba la noche.

—No sé qué esperamos —le dije a Mahtob—. Tú procura estar preparada.

Lentamente, la habitación se fue oscureciendo. Alguien trajo una vela, y a medida que las tinieblas nos iban envolviendo, su pequeña y vacilante llama aumentaba el surrealismo de la escena. El monótono sonido de la estufa de queroseno nos arrullaba y nos producía somnolencia.

Permanecimos allí durante horas, observando con temor a los extraños hombres y mujeres que nos miraban con la misma cautela.

La tensa situación fue rota finalmente por el sonido de un perro que ladraba, avisando de la llegada de alguien. Todo el mundo en la habitación se puso en pie de un salto, en guardia, expectante.

Al cabo de unos momentos, un anciano entró en la casa. Tendría quizás unos sesenta años, pero eso no era más que una suposición. Aquél era un país duro; la piel envejece rápidamente. Llevaba ropas caqui, probablemente excedentes del ejército, un sombrero deshilachado y una chaqueta verde oliva de estilo militar. El hombre de la casa nos dijo algo, una especie de presentación.

«
Salom
», murmuró el anciano, o algo parecido. Se movió por la habitación con rapidez, calentándose las manos en la estufa brevemente, charlando con los demás. Era fogoso y estaba lleno de energía y preparado para lo que pudiera venir.

Una de las mujeres nos trajo una muda de ropa y me hizo señas de que me quitara los diversos vestidos kurdos, quedándome con mis propias ropas. Luego me ayudó a ponerme otros cuatro vestidos, sutilmente diferentes. Los polisones de éstos eran aún más anchos, reflejando las costumbres de una región diferente. Para cuando la mujer terminó conmigo, estaba tan fajada que tenía dificultad para moverme libremente.

Durante el cambio de ropas, el anciano anduvo nervioso por la habitación, ansioso por irse. En el momento en que estuve lista, nos hizo señas a Mahtob y a mí de que le siguiéramos a la pequeña habitación donde estaban nuestras botas. Dijo algo, y una de las mujeres sopló la vela, sumergiendo la habitación en una oscuridad rota sólo por los debilísimos resplandores de la estufa de queroseno. Entonces abrió la puerta sólo lo suficiente para alargar la mano y coger nuestras botas. Y luego cerró la puerta, rápida pero silenciosamente.

Mahtob tenía problemas para ponerse las botas y yo encontraba muy difícil inclinarme para ayudarla. ¡Aprisa! ¡Aprisa!, nos decía con gestos el anciano.

Finalmente estuvimos listas. Mahtob se aferró a mi mano valientemente. No sabíamos a dónde íbamos, pero nos sentíamos felices de abandonar aquel lugar. Quizás aquel viejo nos llevara a la ambulancia de la Cruz Roja. Silenciosamente, seguimos al hombre de la casa y a nuestro nuevo guía a la helada noche. El «hombre que había regresado» salió al exterior también. La puerta se cerró con rapidez a nuestras espaldas. Y, rápida y silenciosamente, fuimos conducidas de nuevo a la parte trasera de la casa.

El perro ladraba furiosamente, y sus aullidos resonaban en el campo, transportados a la lejanía por un viento cada vez más fuerte, casi tormentoso. El animal corrió hacia nosotras hurgándonos ansiosamente con su morro. Las dos nos apartamos, asustadas.

Oí relinchar a un caballo.

Había innumerables estrellas en el cielo, pero, por alguna razón, no iluminaban el terreno, y su luz se difundía por el firmamento en forma de un suave y misterioso resplandor blanco-grisáceo. Apenas si veíamos lo suficiente para seguir a nuestro guía.

Al llegar junto a un caballo que nos aguardaba, el que había sido nuestro anfitrión durante las cuatro horas anteriores se acercó a mí, de modo que pude ver los rasgos de su cara a la pálida luz. Hizo un gesto de despedida, y yo traté de comunicarle mi agradecimiento.

El viejo, nuestro guía, nos indicó por señas que montáramos en el caballo. El «hombre que había regresado» hizo la cucharilla con sus manos para que yo pudiera apoyar mi pie, y el viejo me empujó para ayudarme a subir.

No había silla… sólo una manta que traté de arreglar debajo de mí. El «hombre que había regresado» levantó a Mahtob hasta el lomo del caballo, colocándola delante de mí. El viento hacía volar mis múltiples faldas. «Trata de mantener la cabeza baja —le dije a Mahtob—. Hace mucho frío». La rodeé con mis brazos para protegerla y alargué la mano para agarrar las crines del caballo. No era un animal grande, como un caballo americano. Más bien parecía una especie de cruce, casi un asno.

El viejo echó a andar a grandes zancadas, vigorosamente, precediéndonos, cruzó la puerta del patio y desapareció en la oscuridad. El «hombre que había regresado» agarró el caballo por la brida y nos condujo.

Yo llevaba años sin montar a caballo, y jamás lo había hecho sin silla. Debajo de mí, la manta resbalaba por el lomo de la bestia, amenazando con hacernos caer al helado suelo. Me agarré a las crines con todas mis fuerzas, muy escasas ya en mi exhausto cuerpo. Mahtob temblaba en mis brazos y yo no era capaz de detener aquel temblor.

En campo abierto, hacíamos lentos progresos. Con frecuencia el viejo volvía corriendo hacia nosotros para susurrarnos alguna advertencia. Había algunos trozos de hielo que era demasiado arriesgado tratar de franquear, porque podían agrietarse bajo los cascos de los caballos. En aquella tierra montañosa, cualquier sonido retumbaba como un disparo de fusil, y alertaría a las patrullas de
pasdar
que se hallaban en continua vigilancia. El ruido era nuestro peor enemigo.

Poco a poco, el terreno iba ascendiendo, conduciéndonos al pie de colinas que precedían a montañas más severas. Pronto desapareció lo que podíamos considerar un nivel llano. El caballo elegía la colocación de la pata, sacudiéndonos. Era valiente, y ejecutaba laboriosamente su tarea. Evidentemente, no era la primera vez que hacía aquel camino.

Al llegar a la cresta de la colina, el caballo dio un inesperado bandazo hacia la pendiente, pillándonos desprevenidas. Mahtob y yo caímos al suelo. Incluso mientras caíamos, la apreté contra mi pecho, dispuesta a recibir el daño por ella. Chocamos pesadamente contra el hielo y la nieve. El «hombre que había regresado» nos ayudó a ponernos de pie rápidamente, quitándonos la nieve de la ropa. Mahtob, la cara escocida por el viento glacial, el cuerpo dolorido, hambrienta y exhausta, seguía guardando silencio con una actitud resuelta, lo bastante fuerte para no llorar.

Volvimos a montar en el caballo, y traté de aferrarme con más tenacidad a sus crines mientras bajábamos por la colina hacia un invisible y desconocido destino.

No habíamos llegado aún a las montañas más difíciles, pensé. ¿Cómo voy a conseguirlo? Ni siquiera soy capaz de permanecer sobre el caballo. Me abandonarán.

Si ello era posible, la noche trajo más frío y más desolación. Las estrellas desaparecieron. Helados copos de nieve, llevados por el fuerte viento, nos golpeaban la cara.

Subiendo y bajando, proseguimos hasta que las colinas fueron dando paso a las montañas, cada una de ellas más impresionante.

La subida era menos difícil, porque estábamos al abrigo de la tempestad. Hacia arriba, el caballo se movía más rápidamente, dificultado su camino sólo por los ocasionales tramos de hielo y por las ramas puntiagudas de los arbustos.

Las bajadas, sin embargo, eran más traicioneras. Cada vez que llegábamos a la cresta de una montaña, recibíamos de pleno la fuerza del viento en la cara. Los pequeños copos de nieve nos rasgaban la piel como si fueran perdigones. También aquí se había acumulado la nieve. Avanzábamos a través de ventisqueros que en ocasiones amenazaban con engullir a los hombres que iban a pie.

Me dolían los brazos. Ya no sentía los dedos de los pies. Quería llorar, dejarme caer del caballo y perder la conciencia. Me preocupaba la congelación. Seguramente perdería los dedos de los pies después de aquella terrible noche. La pobre Mahtob, por su parte, no dejaba de temblar.

Era un esfuerzo interminable para mantener la mente concentrada en la tarea. No tenía forma de saber cuánto tiempo, hasta dónde, tendríamos que continuar de aquella manera.

Tampoco era capaz de calcular el paso del tiempo. Aunque hubiera alcanzado a leer el reloj en la oscuridad, no había forma de relajar mi presa ni siquiera un instante. Tiempo y espacio no eran más que un gran vacío. Estábamos perdidos en el oscuro yermo para toda la eternidad.

De repente, oí voces al frente. Mi corazón se abandonó a una profunda desesperación. Era la
pasdar
, estaba segura. Después de soportar tanto, ¿íbamos a ser capturadas ahora?

Pero «el hombre que había regresado» siguió guiándonos hacia adelante, indiferente, y a los pocos momentos nos tropezamos con un rebaño de ovejas. ¡Cuán extraño resultaba encontrar a aquellos animales aquí! ¿Cómo podían sobrevivir en aquel espantoso clima? Su carne debía de ser dura, pensé. Y envidié sus chaquetas de lana.

Cuando nos acercábamos, descubrí que el anciano, nuestro explorador avanzado, hablaba con el pastor, un hombre vestido totalmente de negro. Todo lo que pude ver de él fue el perfil de su cara y el cayado de pastor que llevaba.

El pastor saludó al «hombre que había regresado» con voz suave. Le tomó las riendas, y simplemente continuó guiándonos hacia adelante, dejando sus ovejas y utilizando el cayado para mantener el equilibrio. Yo miré detrás de mí, buscando instintivamente a mi protector; pero se había ido, sin despedirse.

El viejo volvió a adelantarse para explorar, y nosotros seguimos avanzando, guiados por el pastor.

De nuevo subimos y luego bajamos por otra montaña. Y después, otra. Conseguíamos permanecer a caballo, pero yo tenía la impresión de que me habían arrancado los brazos del cuerpo, o de que quizás se hubiesen helado en su sitio. No podía sentirlos. No vamos a conseguirlo, grité para mí. Después de todo esto, no vamos a conseguirlo. En mis brazos, Mahtob seguía temblando, único signo de que seguía viva.

En un momento dado, levanté casualmente la mirada. Allá delante, sobre la cresta de una montaña más alta, más escarpada, descubrí una visión fantasmal, silueteada en negro contra la extraña y sorda tempestad de blanca nieve. Distinguí varios caballos, montados por hombres. «
Pasdar
», susurré para mí.

De todas las desgracias que nos podían acontecer, caer en las garras de los
pasdar
era la peor que podía imaginar. Había oído muchas historias de los
pasdar
… y todas eran malas. Inevitablemente, violaban a las mujeres que se convertían en sus víctimas —incluso a las niñas— antes de matarlas. Me estremecí al recordar su horrible sentencia: «Una mujer no debe morir virgen».

Si era posible temblar más de lo que lo había venido haciendo, lo conseguí.

Sin embargo, proseguimos el camino.

Al cabo de un rato, volví a oír voces al frente, más fuertes esta vez, que parecían discutir. ¡Ahora estaba segura de que iban a capturarnos los
pasdar
! Abracé a Mahtob con fuerza, preparada para defenderla. Lágrimas de dolor y de frustración se congelaron en mis mejillas.

Cautelosamente, el pastor fue deteniendo el caballo.

Escuchamos.

Las voces llegaban hasta nosotros traídas por el viento. Había varios hombres allá delante, que al parecer no hacían ningún intento de ocultar su presencia. Pero el tono de su conversación ya no era de discusión.

Aguardamos a que el anciano regresara, pero no lo hizo. Transcurrieron más minutos de tensión.

Finalmente, el pastor pareció estar seguro de que podíamos avanzar sin peligro. Tiró del caballo y nos llevó rápidamente hacia las voces.

Cuando nos acercábamos, nuestro caballo levantó las orejas al oír el sonido de otros caballos. Penetramos en un círculo de cuatro hombres que conversaban despreocupadamente, como si sólo se tratara de un paseo de rutina. Tenían con ellos tres caballos.

«
Salom
», me dijo uno de los hombres, con calma. Aun en medio de la tempestad, su voz me sonaba familiar, pero tardé unos momentos en descubrir los detalles de su cara. ¡Era Mosehn! Había venido a cumplir su promesa. «Nunca he cruzado la frontera con nadie —dijo el jefe de aquella banda de proscritos—. Pero, por usted, esta noche la cruzaré. Bájese ahora del caballo».

Primero le tendí a Mahtob, y luego me bajé, agradecida, descubriendo que tenía las piernas tan entumecidas como los brazos. Apenas si podía tenerme en pie.

Mosehn explicó el cambio de planes. Aquella tarde, cuando nuestro camión recibió los disparos y fue detenido por el soldado, habíamos escapado a la captura sólo merced al ingenio de nuestro conductor, que inventó alguna especie de explicación para nuestra presencia en aquella zona fronteriza en guerra. El incidente había puesto a todo el mundo en guardia. Mosehn pensaba ahora que era demasiado arriesgado cruzar en la ambulancia y exponernos a sufrir otro interrogatorio. De modo que continuaríamos a caballo, cruzando a Turquía lejos de cualquier carretera, por las yermas, estériles montañas.

—Que Mahtob vaya con uno de los hombres en otro caballo —dijo Mosehn en parsi.

—No, no quiero —gritó Mahtob de repente.

Al cabo de cinco días de fuga, tras interminables horas de hambre, dolor y aturdimiento, finalmente la pequeña se quebrantaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas, formando gotitas heladas en su bufanda. Era la primera vez que lloraba, el primer momento de desesperación desde que se resignara a volver a América sin su conejito. Mi valiente hijita había soportado todo aquello sin una queja, hasta ahora, hasta que la amenazaban con separarla de mí.

—Quiero ir contigo, mami —dijo llorando.

—Chssst —le dije—. Ya hemos hecho mucho camino. Estamos en la frontera. Si conseguimos avanzar un poquito más, cruzaremos la frontera y luego podremos ir a América. De lo contrario, tendremos que volver con papi. Por favor, por mí, trata de hacerlo.

—No quiero ir a caballo sola —volvió a sollozar.

—Habrá un hombre contigo.

—No quiero subir a un caballo sin ti.

—Tienes que hacerlo. Ellos saben qué es lo mejor. Por favor, hazlo. Confía en ellos.

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