Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Quizás presintiendo mi miedo, uno de los hombres nos trajo té caliente a Mahtob y a mí. Yo me puse varios terrones de azúcar en la boca y bebí el té a través de ellos, a la manera iraní. Normalmente, no me gustaba el azúcar en el té, pero necesitaba energía. Animé a Mahtob a hacer lo mismo.
Y ello me ayudó a recobrarme un poco más.
Quizás haya pasado una hora antes de que finalmente me sintiera capaz de caminar. Me puse de pie con inseguridad, tambaleándome.
Al ver esto, Mosehn nos hizo señas a Mahtob y a mí de que le siguiéramos. Nos condujo nuevamente afuera, a la gris y helada aurora, y una vez allí, a la parte trasera de la casa, donde había una segunda cabaña.
Entramos en ella, encontrándonos con una habitación llena de mujeres y de niños, algunos de ellos hablando, otros envueltos en mantas, profundamente dormidos en el suelo.
Al llegar nosotras, una mujer vino corriendo a nuestro encuentro provista de muchas faldas kurdas. Mosehn dijo en parsi:
—¡Es mi hermana!
Mosehn añadió luego leña al fuego.
—Mañana las llevaremos a Van —dijo. Y después se marchó para regresar con los hombres.
Van era el lugar donde terminaba la responsabilidad de los contrabandistas. Después de llegar allí, al día siguiente, Mahtob y yo tendríamos que arreglárnoslas por nuestra cuenta.
La hermana de Mosehn nos dio unas gruesas mantas acolchadas y nos encontró un lugar para echarnos en el atestado suelo, cerca de la pared, lejos del fuego.
El edificio era frío y húmedo. Mahtob y yo nos acurrucamos juntas bajo las mantas.
—Estamos en Turquía. Estamos en Turquía —le repetía a Mahtob, como si fuera una letanía—. ¿Puedes creerlo?
Se apretó contra mí hasta caer en un sueño profundo. Se encontraba muy bien en mis brazos, y yo traté de hallar cierta comodidad en su confiado sueño. Mi mente seguía dando vueltas. Me dolía hasta la más pequeña parte del cuerpo. Estaba furiosamente hambrienta. El sueño llegó sólo a rachas durante las horas siguientes. La mayor parte del tiempo me la pasé rezando, dando gracias a Dios por llevarnos hasta allí, pero pidiéndole más todavía. Por favor, Dios mío, quédate con nosotras durante el resto del viaje, le imploré. Es la única manera de que lo logremos.
Me encontraba en una especie de estupor semiinconsciente cuando Mosehn vino a buscarnos, más o menos a las ocho de la mañana. Parecía recuperado después de sólo unas pocas horas de sueño. Mahtob se fue despertando lentamente, hasta que recordó que estábamos en Turquía. Entonces se puso en pie de un salto, dispuesta a partir.
Yo estaba algo revivificada. Nos encontrábamos en Turquía. Mahtob estaba conmigo. Sentía como si me hubieran dado una paliza en todo el cuerpo, pero había recobrado la sensibilidad en los dedos de las manos y de los pies. También estaba dispuesta a marchar. Mosehn nos llevó afuera, a una furgoneta bastante nueva, provista de cadenas en los neumáticos. Uno de los contrabandistas estaba sentado al volante cuando subimos a ella.
Circulamos por una estrecha carretera montañosa, con innumerables curvas, que discurría por el borde de tremendos precipicios. Ninguna barandilla nos protegía del desastre. Pero el hombre era un buen conductor, y las cadenas se agarraban bien. Bajábamos y bajábamos, internándonos cada vez más en Turquía, y alejándonos cada vez más del Irán.
Al cabo de unos minutos, nos detuvimos en una granja levantada en la ladera de la montaña, donde nos esperaba un desayuno de pan, té y nuevamente el fuerte y rancio queso. Hambrienta como estaba, no pude comer mucho, pero me bebí varias tazas de té, de nuevo con todo el azúcar posible.
Una mujer le trajo a Mahtob una taza de caliente leche de cabra. La niña la probó, pero siguió prefiriendo el té.
Apareció entonces una mujer enormemente gorda, sin dientes, de piel arrugada y entrecana por el rigor de la vida en las montañas. Parecía tener unos ochenta años. Llevaba una muda de ropas para nosotras y nos visitó a Mahtob y a mí con el mismo estilo kurdo, aunque aparentemente con las variaciones locales… turcas.
Permanecimos sentadas durante un rato sin hacer nada, y me impacienté. Pregunté a alguien qué estaba sucediendo, y me enteré de que Mosehn se había ido a la «ciudad» a buscar un coche. También me enteré de que la gorda que nos había ayudado a vestirnos era la madre de Mosehn. Y su mujer también estaba allí. Eso respondía a una pregunta. Mosehn era turco, no iraní. En realidad, comprendí, no era ni una cosa ni otra. Era kurdo, y no reconocía la soberanía de la frontera que habíamos cruzado la noche anterior.
El regreso de Mosehn con un coche produjo una pequeña conmoción. Al llegar, rae arrojó un paquetito, envuelto en papel de periódico, y nos apremió a Mahtob y a mí a montar en el coche. Rápidamente, me metí el paquete en el bolsillo y me volví para darle las gracias a la madre de Mosehn por su hospitalidad, descubriendo, para mi sorpresa, que la buena mujer se había encaramado al coche y nos hacía señas de que la siguiéramos.
Uno de los contrabandistas tomó el volante y un muchacho se sentó delante de mí.
Salimos raudos por la carretera montañosa, transformados en una típica familia kurda de excursión. El enorme tamaño de la madre de Mosehn hacia que Mahtob, sentada a su lado, casi desapareciera, lo que tal vez fuese un efecto deseado. La madre de Mosehn disfrutaba sin duda con la velocidad suicida de nuestro viaje por la montaña, exhalando con satisfacción cantidades ingentes de humo de sus acres cigarrillos turcos.
Al pie de la montaña, el chófer redujo la velocidad. Ante nosotros se levantaba una caseta de guardias, un control. Me puse tensa. Un soldado turco atisbo dentro del vehículo. Charló con el chófer y comprobó sus papeles, pero no nos pidió a los demás que nos identificáramos. La madre de Mosehn le echaba el humo directamente a la cara. El guardia nos hizo señas de que siguiéramos.
Así lo hicimos, a lo largo de una moderna carretera que atravesaba las elevadas mesetas. Cada veinte minutos, más o menos, teníamos que pararnos ante algún control. Cada vez, el corazón me daba un vuelco, pero siempre salíamos felizmente del encuentro. La madre de Mosehn había hecho un buen trabajo con nuestros disfraces.
Una vez más, el conductor se detuvo en el arcén de la carretera, en un lugar desde el cual un camino lleno de baches conducía a un lejano pueblecito formado por sólo algunas casuchas. El muchacho bajó de su asiento de la parte delantera y tomó por aquel camino. Volvimos a partir, hacia Van.
Me di cuenta de que, en medio de la conmoción general causada por nuestra marcha de la granja, no había tenido oportunidad de despedirme de Mosehn, ni de darle las gracias, y sentí una punzada de remordimiento.
Entonces me acordé del paquete que me había dado. Lo saqué del bolsillo y quité los papeles de periódico. Allí estaban nuestros pasaportes, el dinero y las joyas. Estaban todos mis dólares americanos, y los riales iraníes, convertidos en un grueso fajo de liras turcas. Mosehn lo había devuelto todo… excepto mi collar de oro. Era un curioso final para un breve y extraño encuentro. Le debía mi vida —y la de Mahtob— a Mosehn. El dinero y las joyas ya no me importaban. Mosehn, al parecer, había calculado que el collar de oro era una adecuada propina.
Nos detuvimos nuevamente ante un sendero que conducía a otro andrajoso poblacho. La madre de Mosehn encendió un nuevo cigarrillo con el extremo del anterior, bajó del coche de un salto y, ella también, se marchó sin despedirse.
Ahora quedábamos sólo el chófer y nosotras, avanzando a gran velocidad hacia Van.
En un momento del viaje, en medio del yermo paisaje, el chófer se detuvo en el arcén y nos indicó por señas que nos sacáramos las ropas de disfraz. Le hicimos caso, y nos quedamos con nuestra ropa americana. Ahora, éramos turistas americanas, aunque sin los sellos adecuados en los pasaportes.
Cuando reanudamos el viaje, observé que los pueblos que cruzábamos se iban haciendo más grandes y más numerosos. Pronto nos acercamos a las afueras de Van.
«El aeropuerto», traté de decirle al conductor. Mahtob encontró la palabra exacta en parsi, y la cara del chófer se iluminó con el reconocimiento. Se detuvo ante una oficina de ventanas decoradas con carteles de viaje y nos indicó que nos quedáramos en el coche mientras él entraba. Regresó al cabo de pocos minutos, y me dijo, a través de la traducción de Mahtob, que el siguiente avión para Ankara salía dentro de dos días.
Era demasiado tiempo. Teníamos que llegar a Ankara inmediatamente, antes de que nadie se decidiera a interrogarnos.
—¿Bus? —pregunté esperanzadamente.
El chófer parecía confuso.
—
¿Autobús?
—Ah —dijo el hombre con un suspiro, reconociendo la palabra. Metió la marcha y salió rugiendo por las calles de Van hasta encontrar la estación de autobuses. Nuevamente nos hizo señas de que permaneciéramos en el coche. Entró en la estación y regresó al cabo de unos minutos para preguntar: «¿Liras?».
Agarré el fajo de billetes turcos de la bolsa y se lo tendí. El hombre seleccionó algunos billetes y desapareció. Pronto volvió al coche, sonriendo ampliamente, en su mano dos billetes de autobús para Ankara. Habló con Mahtob, esforzándose con su parsi.
—Dice que el autobús sale a las cuatro —explicó Mahtob. No llegaría a Ankara hasta el mediodía siguiente.
Consulté la hora. Tan sólo la una. No quería perder el tiempo en la estación durante tres horas, de manera que, permitiéndome una cierta distensión cuando tan cerca estábamos de la libertad, pronuncié la única palabra que sabía, que también estaba presente en la mente de Mahtob.
—
Gazza
—dije, llevándome la mano a la boca. «Comida». Desde que salimos de la casa salvadora de Teherán, no habíamos comido más que pan, semillas de girasol y té.
El conductor echó una mirada a la vecindad, y nos pidió que le siguiéramos. Nos llevó a un restaurante cercano. Allí, cuando estábamos sentadas, dijo: «
Tamoom, tamoom
», juntando las manos en un gesto de despedida. «Terminado».
Lo mejor que supimos, le agradecimos su ayuda. El pobre hombre estaba a punto de llorar cuando se marchó.
Tras pedir una extraña comida de un extraño menú en un país extraño, Mahtob y yo no estábamos muy seguras de lo que pondrían delante de nosotras. Nos sorprendieron con un delicioso plato de pollo asado con arroz. Era divino.
Nos entretuvimos con la comida, saboreando los últimos restos, matando el tiempo, hablando con entusiasmo de América. Por mi parte, yo estaba preocupada por papá. Con el estómago lleno, seguía hambrienta de noticias de mi familia.
Mahtob se iluminó de repente.
—¡Oh! —exclamó—. Ahí está el hombre que nos ayudó.
Levanté la mirada, descubriendo al chófer, que regresaba a nuestra mesa. Se sentó y pidió comida y té para él. Evidentemente, se sentía culpable por habernos abandonado antes de que estuviéramos a salvo en el autobús.
Finalmente, los tres volvimos a la estación. Allí nuestro chófer fue a buscar a un turco, quizás el encargado de la estación, y le habló sobre nosotras. El turco nos saludó calurosamente. Una vez más, nuestro conductor dijo: «
Tamoom, tamoom
». Y, una vez más, sus ojos se humedecieron. Nos dejó al cuidado del turco.
Éste nos ofreció asientos junto a una estufa de leña. Un muchacho de alrededor de diez años nos sirvió té. Aguardamos.
Cuando se acercaban las cuatro, el turco se nos acercó.
—¿Pasaportes? —preguntó.
El corazón me dio un vuelco. Le miré sin expresión, fingiendo que no comprendía.
—¿Pasaportes? —repitió.
Abrí la bolsa y busqué en ella de mala gana. No quería que examinara nuestros pasaportes.
Él movió la cabeza rápidamente, y adelantó la mano con la palma extendida para detenerme. Siguió avanzando, comprobando los pasaportes de los demás pasajeros, mientras yo trataba de comprender sus acciones. Probablemente, era responsabilidad suya asegurarse de que todos los pasajeros poseían documentación. Sabía que nosotras teníamos pasaporte, pero no deseaba saber nada más. ¿Qué le había dicho nuestro chófer?, me pregunté.
Estábamos aún viajando por un mundo de intriga, un mundo de fronteras y papeles de identificación y explicaciones susurradas y asentimientos de cabeza.
Una voz oficial hizo un anuncio, y yo conseguí entender la palabra «Ankara». Mahtob y yo nos levantamos para seguir a los demás pasajeros, y todos juntos nos encaramamos a un moderno autobús de largo recorrido, muy parecido a los Greyhound americanos.
Encontramos dos asientos cerca de la parte trasera, a la izquierda. Había ya varios pasajeros a bordo y pronto subieron otros, llenando casi todos los asientos. El motor funcionaba al ralentí, y la calefacción estaba encendida.
Un viaje de veinte horas en autobús hasta Ankara era todo lo que quedaba entre nosotras y la libertad.
Salimos de la ciudad a los pocos minutos, y empezamos nuestro viaje a gran velocidad por sinuosas carreteras montañosas cubiertas de hielo. El chófer bordeaba el desastre con frecuencia, al tomar las curvas, que carecían de barandillas de protección. Dios mío, pensé, ¿hemos llegado hasta aquí sólo para despeñarnos por un precipicio?
El agotamiento pudo conmigo. El cuerpo me dolía por mi odisea en las montañas, pero el dolor no pudo evitar que el sueño me invadiera. De modo que me sumergí en una especie de semiinconsciencia, cautelosa pero cálida, soñando con el mañana.
Me desperté a causa de una sacudida, en medio de la negra noche. El chófer había apretado los frenos, y el autobús empezaba a detenerse. Fuera, rugía una tempestad de nieve. Había otros autobuses delante de nosotros. Allá delante, en una curva, vi que la carretera estaba bloqueada por unos grandes ventisqueros. Había uno o varios autobuses atascados en la nieve, bloqueando también el paso.
Había una especie de edificio allí cerca, un hotel o restaurante. Al ver que teníamos para rato, muchos pasajeros bajaron del autobús y se dirigieron a aquel local.
Era cerca de medianoche. Mahtob estaba completamente dormida a mi lado, y yo observé la escena invernal exterior sólo a través de una suerte de niebla. Al poco me volví a dormir.
La conciencia venía y se marchaba a medida que iban pasando las horas. Me desperté, temblando de frío, porque el motor del vehículo se había parado, y con él la calefacción, pero estaba demasiado cansada para moverme. El sueño regresó rápidamente.