Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
—Por favor, apresúrese.
—Sí. No se preocupe. Todo marchará bien. —Luego añadió—: La muchacha le traerá comida, y luego debe irse. Pero lo primero que yo haré por la mañana es ir ahí a llevarle el desayuno. Quédese en casa. No salga del edificio, y aléjese de la ventana. Cualquier cosa que desee, llámeme. Quiero que me llame en el momento en que necesite algo, sea la hora que sea.
—Conforme.
—Ahora, he pensado algo, y quiero que usted lo anote —dijo. Dejé un momento el teléfono, y busqué una pluma y un trozo de papel en mi bolso—. Para poder sacarlas a ustedes de Teherán, lo primero que tenemos que conseguir es tiempo de su marido —dijo Amahl—. Quiero que le llame. Debe convencerle de que hay una oportunidad de que usted vuelva.
—Llamar a Moody es algo que realmente no quisiera hacer —protesté.
—Lo sé, pero debe hacerlo.
Me dio instrucciones cuidadosas sobre lo que tenía que decir, y yo tomé notas.
Poco después de mi conversación con Amahl, regresó la joven, provista de una pizza iraní —un poquito de salsa de tomate y una hamburguesa sobre un trozo de
lavash
seco— y dos botellas de cola. Aceptó nuestro agradecimiento, y luego se marchó rápidamente, completada su misión.
—Yo no quiero nada —dijo Mahtob, echando una mirada a la poco apetitosa pizza. Tampoco yo ardía en deseos de echarle un bocado. En aquel momento, nuestro nutriente principal era la adrenalina.
Eché una mirada a las notas que había tomado, las volví a escribir en limpio, las estudié, y ensayé la conversación en mi mente. Entonces me di cuenta de que lo que estaba haciendo era retrasar la llamada. De mala gana, cogí el teléfono y marqué el número de nuestra casa.
Moody respondió al primer timbrazo.
—Soy yo —dije.
—¿Dónde estás? —preguntó secamente.
—En casa de un amigo.
—¿Qué amigo?
—No pienso decírtelo.
—Ven a casa inmediatamente —ordenó.
Los modales de Moody eran característicamente beligerantes, pero yo continué, siguiendo las instrucciones de Amahl.
—Tenemos algunas cosas de que hablar —le dije—. Me gustaría resolver este problema, si tú quisieras resolverlo también.
—Sí. Me gustaría. —Su voz era ahora más tranquila, más calculada—. Ven a casa, y ocupémonos de ello —sugirió.
—No quiero que nadie más sepa lo que ha sucedido —dije—. No quiero que se lo digas a Mammal ni a Majid, ni a tu hermana, ni a nadie. Si vamos a resolverlo, es problema nuestro, y hemos de hablarlo los dos. En los últimos días, Mammal ha vuelto a meterse en nuestra vida y las cosas han marchado mal para nosotros. No habrá ninguna conversación si no estás de acuerdo en eso.
Moody no debía de sentirse muy feliz con el tono desafiante de mi voz.
—Bueno, tú ven a casa, y hablaremos de ello —repitió.
—Si voy, harás que Mammal nos espere en la puerta para coger a Mahtob, y luego me encerrarás tal como has prometido hacerlo.
Moody estaba confundido, sin saber cómo tenía que hablarme. Su tono se volvió apaciguador.
—No, eso no va a suceder. He cancelado mis visitas para mañana. Ven a casa. Cenaremos, y luego tendremos toda la noche para hablar.
—No voy a subir a ese avión el viernes.
—No voy a prometerte eso.
—Bueno, te lo advierto: no voy a subir a ese avión el viernes.
Noté que el tono de mi voz iba subiendo. Cuidado, me dije. No te dejes atrapar en la discusión. Se supone que estás retrasando las cosas, no discutiendo.
En el otro extremo de la línea, Moody empezó a gritarme.
—¡No voy a hacerte ninguna promesa! ¡Vuelve a casa inmediatamente! Te doy media hora para volver a casa, o voy a hacer lo que tengo que hacer.
Sabía que se refería a llamar a la policía, de modo que jugué el triunfo que Amahl me había ofrecido.
—Escucha —le dije con deliberación—, estás ejerciendo la medicina sin licencia. Si me causas algún problema, te entregaré al gobierno.
El tono de Moody se suavizó inmediatamente.
—No, por favor, no hagas eso —suplicó—. Necesitamos el dinero. Lo estoy haciendo por vosotras. Por favor, no hagas eso. Ven a casa.
—Tendré que pensarlo —le dije, y colgué el teléfono.
Ignoraba qué iba a hacer Moody a continuación, pero sabía que aún no había llamado a la policía, y confiaba en que mi amenaza le impidiera hacerlo ahora… al menos aquella noche.
Dediqué ahora mi atención a Mahtob, la cual había estado escuchando con atención toda la conversación hasta el final. Hablamos de volver a América.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres hacer? —pregunté—. Sabes que, si lo hacemos, nunca volverás a ver a tu papá.
—Sí —replicó la niña—, eso es lo que quiero. Quiero ir a América.
Su nivel de comprensión me dejó una vez más asombrada. La resolución que percibía en su voz reforzó la mía. Nada de retrocesos ahora.
Durante las horas siguientes, estuvimos hablando con entusiasmo de América, recordando cosas. ¡Llevábamos tanto tiempo fuera! Nuestra charla fue interrumpida en varias ocasiones por Amahl, que llamaba para ver si seguíamos bien y para informar sólo vagamente de que estaba haciendo progresos en los planes.
Su última llamada fue media hora después de la medianoche.
—Ya no las volveré a llamar esta noche —dijo—. Necesitan dormir, teniendo en cuenta los duros días que les esperan. Vayan a acostarse, y las llamaré por la mañana.
Mahtob y yo, a empujones, reunimos las dos mitades del sofá, lleno de protuberancias, y nos pasamos las siguientes horas en parte rezando y en parte dando vueltas en el lecho. Mahtob consiguió dormitar, pero yo permanecí despierta hasta ver cómo el resplandor de la aurora invadía lentamente la habitación, que fue más o menos el momento en que Amahl llamó para decir que venía.
Llegó sobre las siete, provisto de una bolsa de merienda llena de pan, queso, tomates, pepinos, huevos y leche. Trajo libros para pintar y lápices de colores para Mahtob, y la bolsa de plástico con la ropa de recambio y artículos especiales que yo había dejado en su despacho el martes. Y me regaló una cara bolsa de bandolera… un obsequio de despedida.
—He estado trabajando toda la noche, hablando con diferentes personas —dijo—. De acuerdo con el plan, irán ustedes por Turquía.
¡Turquía! Eso me alarmó. Un vuelo a Bandar Abbas y una lancha a través del golfo Pérsico, un vuelo a Zahedán y el paso de las montañas a Pakistán y, por último, volar a Tokio con un pasaporte prestado, éstas habían sido nuestras alternativas realizables. Turquía siempre había sido la última elección de Amahl. Él mismo me había dicho que escapar a través de Turquía era no sólo lo más agotador físicamente, sino también lo más arriesgado, dada la gente que estaba implicada en ello.
—Ahora que ya han notado su ausencia, no puede pasar por el aeropuerto —explicó—. Debe salir de Teherán en coche. Hay un largo trayecto hasta la frontera turca, pero sigue siendo la más cercana.
Dijo que estaba arreglando las cosas para que alguien nos llevara en coche hasta Tabriz, en la parte noroccidental de Irán, y luego más al oeste, donde cruzaríamos la frontera en una ambulancia de la Cruz Roja.
—Querían treinta mil dólares americanos —dijo Amahl—. Es demasiado. Estoy tratando de conseguir que bajen el precio. Ya he conseguido que bajen a quince mil, pero sigue siendo mucho.
—De acuerdo, tómelo —le dije. Realmente, yo no sabía cuánto dinero nos quedaba en nuestras cuentas en casa, pero no me importaba. Conseguiría el dinero como fuese.
Amahl negó con la cabeza. «Aún es demasiado», dijo.
De pronto me di cuenta de que estábamos hablando del dinero de Amahl, no del mío. Él tenía que pagar por adelantado, sin ninguna garantía de que yo pudiera regresar a América y devolvérselo.
—Trataré de conseguir que bajen un poco más —dijo—. Tengo mucho que hacer hoy. Si necesita algo, llámeme al despacho.
Mahtob y yo pasamos un día de tensión sentadas juntas, hablando, rezando. De vez en cuando, ella cogía uno de los libros para colorear, pero no mantenía su atención mucho rato. Yo me paseaba de un lado para otro por las gastadas alfombras persas, destilando adrenalina, con una extraña mezcla de júbilo y aprensión. ¿Me estaba comportando de forma egoísta? ¿Estaba arriesgando la vida de mi hija? Por malo que ello fuera, ¿no sería mejor que la niña creciera aquí —conmigo o sin mí—, en vez de no crecer en absoluto?
Amahl regresó al mediodía e informó de que había conseguido rebajar el precio a doce mil dólares.
—Tómelo usted —le dije—. No me importa.
—No creo que pueda lograr ninguna rebaja más.
—Tómelo —repetí.
—Conforme —dijo.
Y luego trató de tranquilizarme.
—Esa gente no le hará daño. Se lo prometo. Son buena gente. Los he probado a todos, y, sabe, si creyera que podían hacerle daño, no la enviaría con ellos. Ésta no era mi primera elección, pero hemos de actuar todo lo de prisa que podamos. Cuidarán bien de ustedes.
El jueves por la noche fue otra eternidad insomne. El sofá era tan incómodo que aquella noche intentamos dormir en el suelo, echándonos sobre los delgados sacos de dormir. Mahtob durmió con la inocencia de la infancia, pero para mí no habría descanso hasta conseguir llegar a América con mi hija… o muriera en el intento.
El viernes por la mañana temprano llegó Amahl con más comida: una especie de pollo envuelto en periódicos, así como algo especial para Mahtob, un poco de cereal, más libros de colores, una manta, un
montoe
para Mahtob, un
chador
negro para mí, y un tubito de chicle, importado de Alemania. Mientras Mahtob investigaba esta golosina especial, Amahl discutió nuestra situación.
—Estoy las veinticuatro horas trabajando sobre el plan de huida —dijo—. Es difícil, porque la mayor parte de esa gente carece de teléfono.
—¿Cuándo nos iremos? —pregunté rápidamente.
—Aún no lo sé —respondió Amahl—. De manera que quiero que esta tarde vuelva usted a llamar a su marido, pero no desde aquí. Volveré y me quedaré con Mahtob para que pueda usted salir y utilizar una cabina. Escribiremos lo que tiene que decir.
—Sí —dije yo. Mahtob y yo confiábamos absolutamente en Amahl. Mi hija no se hubiera quedado con ninguna otra persona mientras yo me iba. Pero la niña comprendía la intriga que la estaba envolviendo. Asintió con la cabeza acerca del plan de Amahl, sonriéndonos mientras masticaba su chicle.
Por la tarde abandoné la relativa seguridad del apartamento de Amahl por las heladas y peligrosas calles de Teherán. Por primera vez en un año y medio, agradecía la oportunidad de ocultarme detrás del
chador
. El frío viento me abofeteaba mientras me dirigía a una cabina telefónica situada en una esquina, a una distancia suficientemente segura. Tenía los dedos entumecidos mientras marcaba el número. De mi bolso saqué la lista de las instrucciones.
Fue Majid el que respondió al teléfono.
—¿Dónde estás? —preguntó—. ¿Dónde estás?
Ignorando su pregunta, hice otra a mi vez.
—¿Dónde está Moody? Quiero hablar con él.
—Bueno, Moody no está en casa. Se fue al aeropuerto.
—¿Cuándo volverá?
—Más o menos, a las tres…
—Quiero hablar con él sobre este problema.
—Sí, él también quiere hablar contigo. Por favor, ven.
—Conforme, entonces; mañana llevaré a Mahtob y a mi abogado, y hablaremos, pero no quiero a nadie más ahí. Dile que quizás vaya entre las once y las doce, o entre las seis y las siete. Son las horas en que mi abogado puede ir —mentí.
—Ven de once a doce —dijo Majid—. Moody ha cancelado todas sus visitas de mañana. Pero no traigas un abogado.
—No. No voy a ir sin mi abogado.
—Trae a Mahtob y ven sola —insistió Majid—. Arreglaremos esto. Yo estaré aquí.
—Eso me temo —dije—. Anteriormente, Moody me pegó y me encerró, y tú y tu familia no hicisteis nada para evitarlo.
—No te preocupes por ello. Estaré aquí —repitió Majid.
Era bueno soltar una risa despreciativa a uno de los parientes de Moody, y así lo hice ahora.
—De mucho me servirá —murmuré—. Ya he pasado por eso antes. Bueno, dale el mensaje.
La conversación me dejó temblando de miedo. Sabía por qué había ido Moody al aeropuerto. Quería recuperar mi pasaporte iraní del mostrador de Swissair. No quería correr el riesgo de que yo fuese primero a recogerlo. ¿Sería la policía su próximo paso?
Aún bajo el anonimato del
chador
, me sentía desnuda en las calles de Teherán mientras regresaba al apartamento. Había policías por todas partes, con los fusiles listos. Estaba convencida de que todo el mundo me miraba.
Ahora sabía que, fueran cuales fuesen los peligros de la huida, debía enfrentarme con ellos. Por terribles y siniestros que pudieran ser los contrabandistas del Irán del noroeste, no podían plantear peligros más espantosos que los que representaba mi marido. Ya había sido robada, secuestrada y violada. Y Moody probablemente fuese capaz de matar.
Cuando regresé al apartamento, Amahl dijo: «Salen ustedes esta noche».
Sacó un mapa y me mostró la ruta que recorreríamos, un largo y dificultoso viaje en coche desde Teherán a Tabriz, siguiendo luego hacia la región montañosa controlada tanto por los rebeldes kurdos como por las patrullas de
pasdar
. Los kurdos habían sido hostiles al gobierno del sha, y lo eran también al del ayatollah.
—Si alguien le dirige la palabra, no le dé ninguna información —advirtió Amahl—. No les hable de mí. No les diga que es usted americana. No les diga lo que pasa.
Era responsabilidad del grupo de contrabandistas llevarnos desde Teherán a la frontera, penetrar en Turquía por medio de una ambulancia de la Cruz Roja, y finalmente conducirnos a la ciudad de Van, en las montañas de Turquía oriental. A partir de allí, iríamos por nuestra cuenta. Pero aún tendríamos que tener cautela, advirtió Amahl. No cruzaríamos la frontera por un punto de control, por lo que nuestros pasaportes americanos no llevarían los sellos apropiados. Las autoridades turcas sospecharían de nuestros documentos. Si nos pillaban, los funcionarios turcos no nos devolverían a Irán, pero sin duda nos detendrían… y quizás nos separarían.
Desde Van podríamos tomar un avión o un autocar hasta la capital, Ankara, y allí dirigirnos a la Embajada de los Estados Unidos; sólo entonces estaríamos a salvo.