No sin mi hija (60 page)

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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
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Era ya cerca del alba cuando volvió a despertarme el ruido de un quitanieves que limpiaba la carretera. Mahtob se estremeció a mi lado, pero siguió durmiendo.

Finalmente, después de un retraso de seis horas, continuamos nuestro viaje sobre un terreno cubierto de nieve.

Mahtob se agitó y se frotó los ojos, mirando por la ventanilla por un momento antes de recordar dónde estábamos. Finalmente, hizo la eterna pregunta de los niños que viajan: «Mami, ¿cuánto falta para llegar?».

Le expliqué lo del largo retraso. «Llegaremos muy tarde», le dije.

El autobús siguió dando brincos durante horas a una velocidad suicida, abriéndose camino a través de una cegadora ventisca. Yo estaba cada vez más preocupada a medida que el conductor trataba de aumentar la velocidad del autobús. Estaba segura, en cada curva de la carretera montañosa cubierta de nieve, de que íbamos a morir. Parecía imposible que el autobús se mantuviese pegado al suelo. ¡Cuán estúpido sería morir así!

Luego, a última hora de la tarde, el autobús se detuvo y vimos la muerte. Había mucha actividad en la carretera ante nosotros, y cuando el vehículo fue avanzando, lentamente, vimos que había ocurrido un terrible accidente. Al menos media docena de autobuses, al tratar de salvar una curva muy cerrada y helada, habían volcado. Los pasajeros, heridos, yacían sobre la nieve. Otros los cuidaban. El estómago me dio un vuelco.

Nuestro chófer aguardó su turno hasta que pudo maniobrar el vehículo para rodear el escenario del desastre. Yo traté de no mirar, pero no pude evitarlo.

Increíblemente, una vez pasada la obstrucción, nuestro conductor volvió a apretar el acelerador. Por favor, Dios mío, llévanos a Ankara sanos y salvos, recé.

La oscuridad se abatió sobre nosotros una vez más… la segunda noche de lo que debía ser un viaje de veinticuatro horas. Me hice la misma pregunta que Mahtob: ¿cuánto falta para llegar?

Un sueño inquieto, preocupado, iba y venía. Me dolía el cuerpo si me movía, y me dolía también si no me movía. Todos y cada uno de mis músculos protestaban. Me retorcía en el asiento, incapaz de encontrar una postura cómoda.

Eran las dos de la madrugada cuando finalmente llegamos a una grande y moderna estación terminal de autobuses, en el centro de Ankara. El viaje de veinte horas desde Van se había convertido en una dura prueba de treinta y dos horas, pero todo había terminado.

Era el miércoles 5 de febrero, una semana después de nuestra repentina y desesperada huida de las sofocantes garras de Moody. Ahora estamos bien, pensé.

Cuando bajamos del autobús en la terminal, un hombre gritó la palabra universal, «Taxi», y le seguimos inmediatamente, ansiosas por evitar los ojos de cualquier policía.

—Sheraton. Hotel Sheraton —dije, sin saber si había alguno en Ankara.


Na
.

—Hotel Hyatt.


Na
.


Jub
hotel —dije. «Buen hotel».

El hombre pareció comprender la palabra en parsi, y partió rápidamente hacia el distrito comercial de la ciudad. Mientras nos abríamos paso por las calles, redujo por un momento la velocidad del vehículo y señaló a un edificio a oscuras, cerrado durante la noche. «
Amrika
», dijo.

¡La embajada! Estaríamos allí en cuanto abrieran por la mañana.

El chófer continuó su camino durante una manzana más y luego torció por un bulevar, deteniendo el coche con una sacudida delante de un edificio de elegante aspecto, provisto de un rótulo en inglés que anunciaba Hotel Ankara.

Indicándonos por señas que aguardáramos, el conductor del taxi entró en el hotel y regresó al cabo de un momento con un recepcionista que hablaba inglés.

—Sí, tenemos habitación para esta noche —dijo—. ¿Tienen ustedes pasaportes?

—Sí.

—Vengan.

Le di al chófer del taxi una buena propina. Mahtob y yo seguimos al recepcionista a un confortable vestíbulo. Allí, llené la tarjeta de registro, utilizando la dirección de mis padres en Bannister, Michigan.

—Por favor, ¿pueden darme sus pasaportes? —pidió el recepcionista.

—Sí.

Hurgué en mi bolsa, decidida a utilizar una estrategia sugerida por Amahl. Mientras le daba los pasaportes al recepcionista, le tendí también la exorbitante suma de ciento cincuenta dólares en moneda americana. «Es el pago por la habitación», le dije.

El hombre prestó más atención al dinero que a los pasaportes. Sonrió ampliamente, y luego nos acompañó, junto con un botones, a la que parecía ser la más hermosa habitación de hotel del mundo. Tenía dos lujosas camas dobles, sillas reclinables, un gran baño moderno con vestidor separado, y un aparato de televisión.

En el momento en que recepcionista y botones nos dejaron solas, Mahtob y yo nos abrazamos, compartiendo el éxtasis.

—¿Puedes creerlo? —pregunté—. Podemos limpiarnos los dientes, y tomar un baño… y dormir.

Mahtob se dirigió inmediatamente al baño, dispuesta a lavarse el Irán de su cuerpo para siempre.

De repente, llamaron sonoramente a la puerta.

Problemas con los pasaportes, lo sabía.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy el recepcionista —fue la ahogada réplica.

Abrí la puerta, encontrándole allí de pie con nuestros pasaportes en la mano.

—¿Dónde consiguió estos pasaportes? —preguntó severamente—. No hay visado, ni sello alguno que les permita entrar en Turquía.

—Está bien —contraataqué—. Hay un problema. Pero lo arreglaré por la mañana. Voy a ir a la embajada por la mañana.

—No. No puede quedarse aquí. Estos pasaportes no son buenos. Tengo que llamar a la policía.

No, después de todo lo que hemos pasado.

—Por favor —le imploré—. Mi hija está utilizando el baño. Estamos cansadas. Estamos hambrientas y con frío. Por favor, déjenos quedar aquí esta noche, y lo primero que haré por la mañana es ir a la embajada.

—No. Debo llamar a la policía —repitió—. Tienen ustedes que salir de esta habitación.

Sus modales eran corteses, pero la intención estaba clara. Por más lástima que sintiera por nosotras, no arriesgaría su empleo. Aguardó mientras volvíamos a meter nuestras cosas en la bolsa. Luego nos escoltó hasta el vestíbulo.

Estuvimos a salvo… durante dos minutos enteros, pensé con tristeza.

Mientras bajábamos, lo volví a intentar.

—Le daré más dinero —ofrecí—. Pero, por favor, déjenos estar aquí esta noche.

—No. Debemos informar a la policía sobre todos los extranjeros que se alojan aquí. No podemos permitir que se quede.

—¿No podemos quedarnos en el vestíbulo hasta la mañana? Por favor, no me haga llevarla otra vez al frío de la calle. —Tuve una idea—. ¿Puede usted llamar a la embajada? —pregunté—. Quizás pueda hablar con alguien que arregle esto esta misma noche.

Deseando ayudarnos dentro de los límites de sus reglas, el hombre aceptó. Habló con alguien un momento, y luego me tendió el teléfono. Me encontré hablando con un marine americano, de servicio de guardia.

—¿Cuál es el problema, señora? —preguntó, en su voz una nota de sospecha.

—No me dejan quedar aquí porque nuestros pasaportes no están sellados. Necesitamos un lugar donde cobijarnos. ¿Podemos ir allí?

—No —replicó secamente—. No pueden venir aquí.

—¿Qué podemos hacer? —gemí en mi frustración.

Su voz militar se tornó helada.

—¿Cómo entró usted en Turquía sin que le sellaran los pasaportes?

—No quiero contárselo ahora por teléfono. Compréndalo.

—¿Cómo entró usted en Turquía? —insistió él.

—A caballo.

El infante de marina soltó una carcajada, burlándose de mí.

—Mire, señora, son las tres de la mañana —dijo—. No tengo tiempo de hablar con usted sobre cosas así. Usted no tiene un problema de embajada. Tiene un problema de policía. Vaya a la policía.

—¡No puede hacerme esto! —grité—. Llevo una semana evitando a la policía, ¿y ahora me dice usted que vaya a verla? Tiene que ayudarme.

—No, no tenemos que hacer nada por usted.

Supremamente frustrada, a sólo una calle de la libertad, aunque a un mundo burocrático entero de distancia, colgué el teléfono y le dije al recepcionista que tenía que esperar hasta la mañana para ver a alguien de la embajada. Una vez más, le supliqué que nos dejara permanecer en el vestíbulo.

—No puedo permitir que se quede en el edificio —dijo. Sus palabras eran firmes, pero su tono se estaba ablandando. Quizás tuviese una hija también. Sus modales me dieron esperanzas, y probé con otra táctica.

—¿Puede arreglar una llamada a cobro revertido con América? —pregunté.

—Sí.

Mientras aguardábamos a que se estableciera la conexión con Bannister, Michigan, el recepcionista ladró algunas órdenes y alguien vino corriendo con una tetera, tazas de té y auténticas servilletas de lino. Tomamos el té lentamente, saboreando el momento, deseando desesperadamente no tener que regresar a la fría y oscura noche.

Era miércoles en Ankara, pero todavía martes en Michigan, cuando conseguí hablar con mamá.

—¡Mahtob y yo estamos en Turquía! —dije.

—¡Gracias a Dios! —dijo mamá, llorando. A través de sus lágrimas de alivio, explicó que la noche anterior mi hermana Carolyn había llamado a Teherán para hablar conmigo, y que Moody le había informado con irritación de que nos habíamos ido y que no sabía dónde estábamos. Como es lógico, mi familia había quedado muy preocupada.

Le hice una pregunta, temiendo la respuesta.

—¿Cómo está papá?

—Resiste —dijo mamá—. Ni siquiera está en el hospital. Está aquí. Le llevaré el teléfono a su cama.


¡¡Betty!!
—gritó papá por teléfono—. Soy tan feliz de oírte. Ven lo antes que puedas. Voy a… voy a aguantar hasta volver a verte —dijo, su voz debilitándose más y más.

—Sé que lo harás, papá. —
Donde hay una voluntad, hay un medio
.

Mamá volvió a tomar el teléfono, y le pedí que contactara con el asistente social con quien había estado trabajando en el Departamento de Estado, y consiguiera que alguien en Washington explicara mi situación a alguien de la Embajada americana en Ankara.

—Te llamaré en cuanto llegue a la embajada —terminé.

Después de la llamada, me sequé las lágrimas y afronté el problema del momento.

—¿Qué puedo hacer? —le pregunté al recepcionista—. No puedo llevar a la niña a la calle en mitad de la noche.

—Coja un taxi y vaya probando de hotel en hotel —dijo él—. Quizás encuentre uno en que la acepten. No les muestre los pasaportes si no es necesario.

Nos devolvió los pasaportes y mis ciento cincuenta dólares, y luego nos pidió un taxi.

Evidentemente, no llamaría a la policía. Lo único que quería era no meterse en problemas. Y cuando llegó el taxi, le dijo al conductor:

—Hotel Dedeman.

Allí, el encargado del mostrador de recepción se mostró más comprensivo. Cuando le dije que arreglaría lo del pasaporte al día siguiente, me preguntó:

—¿Tiene usted algún problema con la policía?

—No —repuse.

—Conforme —dijo. Luego, me pidió que me registrara bajo nombre falso. Firmé el registro con mi nombre de soltera, Betty Lover.

Una vez en la habitación, Mahtob y yo tomamos un delicioso baño caliente. Nos limpiamos los dientes y caímos en un profundo sueño.

Por la mañana llamé a Amahl.

—¡Betty! —gritó de alegría—. ¿Dónde está usted?

—¡Isfahán! —respondí jubilosa.

Amahl lanzó un grito de placer al mencionar yo el nombre en clave de Ankara.

—¿Está usted bien? ¿Fue todo tal como estaba previsto? ¿Se portaron bien con usted?

—Sí —le aseguré—. Gracias. Gracias. ¡Oh, Dios! Gracias.

Mahtob y yo engullimos un desayuno de huevos revueltos con patatas y salsa de tomate. Bebimos zumo de naranja. Y tomé auténtico café americano.

Luego cogimos un taxi que nos llevó a la Embajada de los Estados Unidos de América. Cuando pagaba al conductor, Mahtob lanzó un gritito:

—Mamá, mira. ¡Mira!

Señalaba a una bandera americana que ondeaba libremente al viento.

En el interior, dimos nuestro nombre al recepcionista que estaba sentado en una cabina de cristal blindado. Le tendimos nuestros pasaportes.

Al cabo de unos momentos, apareció un hombre que se situó junto al recepcionista. Se presentó como Tom Murphy, el vicecónsul. Le habían llamado ya desde Washington.

—Siento realmente lo sucedido la noche pasada —dijo—. ¡Le prometo que el guardia de servicio no va a cobrar su gratificación el año que viene! ¿No le gustaría quedarse unos días y ver Turquía?

—¡No! —grité—. Quiero salir en el primer vuelo.

—Conforme —accedió—. Arreglaremos sus pasaportes y las llevaremos al avión esta misma tarde, camino de casa.

Nos pidió que aguardáramos en el vestíbulo unos momentos. Mientras estábamos sentadas en un banco, mis ojos se posaron en otra bandera americana, la que colgaba de un poste vertical en el vestíbulo. Sentí que se formaba un nudo en mi garganta.

—¿Puedes creer que nos vamos a casa, Mahtob? —dije—. ¿Puedes creer que nos vamos finalmente a casa?

Juntas, nos pusimos a rezar. «Gracias, Dios mío, gracias».

Mientras esperábamos, Mahtob encontró —o alguien le dio— unos lápices de colores. La pequeña empezó a trabajar con ellos sobre una hoja de papel del hotel. Yo tenía la cabeza tan llena de pensamientos confusos que no presté atención hasta que ella hubo terminado y me mostró el dibujo que había realizado.

En la parte superior de la página brillaba un sol amarillo dorado. En el fondo, aparecían cuatro filas de oscuras montañas. En primer plano, un velero, reminiscencia de nuestra casa de Alpena. A un lado había un avión, o un pájaro. Dibujada en negro, aparecía una típica casa kurda, como muchas de las que habíamos visto durante el viaje. Había añadido agujeros de balas en las paredes. En el centro, ondeaba al viento la bandera roja, blanca y azul. Y, con rotulador negro, Mahtob había pintado una palabra que emanaba de la bandera.

Aunque la niña la había dibujado claramente, yo apenas pude leer aquella única palabra, debido a las lágrimas que fluían ahora abundantemente de mis ojos. En letras infantiles, Mahtob había garabateado:

A M É r I C A

Epílogo

Mahtob y yo llegamos a casa, en Michigan, el 7 de febrero de 1986, para descubrir que la libertad tenía una calidad agridulce. Con inmensa alegría abrazamos a John y a Joe, a mamá y a papá. Nuestra llegada ayudó a papá a recuperar parte de sus fuerzas. Respondió durante un tiempo con vigor y alegría, sucumbiendo finalmente a su cáncer el 3 de agosto de 1986… dos años después de que Mahtob y yo llegáramos a Irán. Todos echamos de menos terriblemente a papá.

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