Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
En algún profundo lugar de su interior, Mahtob encontró las fuerzas que necesitaba. Se secó las lágrimas y recobró su valor. Haría lo que le decía Mosehn, pero sólo después de atender a un detalle. «Tengo que ir al lavabo», dijo. Y allí, en las montañas, en la oscuridad de la noche, rodeada de hombres extraños, en medio de una violenta tempestad de nieve, hizo sus necesidades.
—Mahtob —le dije—. Lamento de veras todo esto. No sabía que iba a ser tan difícil. No sé cómo puedes hacerlo. No sé si yo puedo aguantarlo.
Aunque estaba exhausta y hambrienta, y su cuerpo era frecuentemente sacudido por espasmos bajo aquel viento helado, Mahtob se endureció.
—Yo sí puedo aguantarlo —dijo con determinación—. Soy dura. Puedo hacer lo que haya que hacer para volver a América. —Luego añadió—: Odio a papá por hacernos esto.
Permitió que la levantaran a la grupa de otro caballo de refresco, bajo la protección de un hombre. Mosehn me ayudó a montar en mi animal, y otro hombre tomó las riendas. Con todos los hombres a pie, guiando mi caballo y el de Mahtob, y manteniendo otros dos animales de reserva, emprendimos nuevamente el camino. Yo oía el paso del caballo de mi hija, pero no lo veía. Y tampoco veía a Mahtob.
Sé fuerte, pequeña, le dije en silencio. Aquello también iba dirigido a mí.
La interminable y horrible noche prosiguió. Las montañas eran ahora más empinadas que nunca. Subíamos y bajábamos. ¿Cuándo, me pregunté, llegaríamos a la frontera? ¿Habríamos llegado, quizás?
Llamé la atención del hombre que guiaba mi caballo.
—¿Turquía? ¿Turquía? —susurré, señalando el suelo.
—Irán, Irán —replicó.
Nos encontramos con una montaña demasiado empinada para que los caballos pudieran transportar carga. Mosehn me dijo que tendría que desmontar y proseguir el camino a pie, a través del hielo. Me deslicé al suelo, descubriendo que mis piernas estaban demasiado débiles para sostenerme. Me pisaba las largas faldas con los pies, y mis botas resbalaban en el hielo. Rápidamente, uno de los hombres alargó la mano para cogerme antes de que cayera al suelo. Esto me permitió recuperar el equilibrio. Luego, sujetándome por el brazo, me ayudó a andar. Detrás de mí, otro hombre levantó a Mahtob hasta sus hombros y cargó con ella. Yo me esforzaba con determinación, pero no hacía más que retrasar a todo el grupo, tropezando, resbalando, tambaleándome y pisándome continuamente las faldas.
Cuando finalmente llegamos a la cresta, mi mente exhausta razonó que, dado que estábamos ya cruzando la montaña más elevada, aquello bien podría ser la frontera.
—¿Turquía? ¿Turquía? —pregunté al hombre que me sostenía por el brazo.
—Irán, Irán —respondió.
Subimos a los caballos para el viaje montaña abajo. Pronto nos atascamos en profundos ventisqueros. Las patas delanteras de mi montura se doblaron, y me encontré arrastrando los pies por la nieve. Los hombres lo empujaron y tiraron de él hasta que el valiente animal estuvo nuevamente sobre sus patas, dispuesto a reemprender el viaje.
Cuando nos aproximábamos al pie de la montaña, topamos con un barranco, un tremendo agujero abierto en la meseta que separaba una montaña de la siguiente.
Mi guía se dio la vuelta, acercó su cara a la mía para que pudiera verle bien, y puso un dedo ante sus labios. Yo contuve la respiración.
Todos los hombres esperaron en silencio durante varios minutos. En las montañas, el terreno nos protegía, impidiendo que fuésemos descubiertos, pero allá delante, la planicie cubierta de nieve aparecía iluminada por el resplandor del firmamento. Nuestras sombras serían visibles contra el fondo blanco.
De nuevo mi guía me recomendó silencio.
Finalmente, un hombre avanzó con cautela. Pude ver su vaga silueta gris mientras cruzaba la meseta. Luego desapareció de la vista.
Minutos más tarde regresó y susurró algo a Mosehn, el cual, a su vez, susurró también algo a mi guía. Después habló conmigo en una voz apenas audible.
—Debemos pasarlas una a una —explicó en parsi—. El sendero que rodea el barranco es demasiado estrecho, demasiado peligroso. Primero, la llevaremos a usted, y luego a la niña.
Mosehn no me dio oportunidad de discutir, y se adelantó. El guía tiró de las riendas de mi caballo, siguiendo rápida pero silenciosamente a Mosehn, alejándome de Mahtob. Yo recé para que la niña no se diera cuenta de mi ausencia.
Entramos en la planicie, franqueando el espacio abierto todo lo de prisa y silenciosamente que pudimos. Pronto encontramos un sendero cerca del borde de un barranco, apenas lo bastante ancho para el caballo. Seguimos el helado camino que iba contorneando la ladera de la montaña, y luego, bordeando el barranco, subía por la otra ladera, al lado contrario de la planicie. Aquellos hombres eran expertos en su oficio. En diez minutos, estuvimos al otro lado.
Mi guía se quedó conmigo mientras Mosehn regresaba en busca de Mahtob. Yo permanecí sentada silenciosamente en el caballo, temblando, deseando frenéticamente ver a Mahtob. Mis ojos trataban de horadar la oscuridad. Por favor, por favor, daos prisa, grité en mi interior. Tenía miedo de que Mahtob pudiera estallar en un ataque de histeria.
Finalmente, allí estaba, acurrucada en el regazo de uno de los hombres, temblando incontrolablemente, pero alerta y en silencio.
Fue entonces cuando mi guía llamó mi atención. Señaló el suelo.
—¡Turquía! ¡Turquía! —susurró.
—
¡Alhamdoallah!
—exclamé con un profundo suspiro. «Gracias a Dios».
Pese al increíble frío, sentí, por un momento, un delicioso calorcillo. ¡Estábamos en Turquía! ¡Habíamos salido de Irán!
Pero nuestra libertad aún estaba lejana. Si los guardias fronterizos turcos nos encontraban, podían simplemente abrir fuego contra un grupo de intrusos. Si sobrevivíamos, los turcos seguramente nos arrestarían y luego habría muchas preguntas difíciles de responder. Pero al menos sabía —Amahl me lo había asegurado— que los funcionarios turcos nunca nos devolverían a Irán.
Una fría idea se abrió paso en mi mente. Con un estremecimiento, me di cuenta de que durante unos veinte minutos más o menos, mientras aguardaba a un lado del barranco a que Mahtob cruzara, yo había estado en Turquía mientras Mahtob seguía en Irán. Gracias a Dios, no había parado mientes a aquella extraña circunstancia hasta que el peligro hubo pasado.
Ahora, el que se abrió paso también fue el helado viento. Seguíamos en las montañas, todavía bajo la tormenta de nieve. Una línea imaginaria en un mapa no aportaba nada del auténtico calor físico que tan desesperadamente necesitábamos. ¿Qué precio tendría que pagar por la libertad? Estaba convencida de que algunos de los dedos de mis pies estaban perdidos para siempre. Esperaba que Mahtob hubiera tenido más suerte que yo.
Iniciamos el ascenso de otra montaña, demasiado empinada para subirla a caballo. Esta vez resbalé del caballo y caí ignominiosamente al suelo antes de que mi guía pudiera ayudarme. Él y Mosehn me pusieron en pie y me sostuvieron mientras yo avanzaba dificultosamente. ¿Cuánto tiempo puede funcionar la adrenalina?, me pregunté. Seguro que pronto voy a desmayarme.
Durante un rato tuve la impresión de que mi mente había abandonado el cuerpo. Parte de mí observaba con indiferencia lo que sucedía, admirada ante la capacidad del ser humano desesperado mientras yo seguía penosamente mi camino hacia la cima de aquella montaña. Me vi a mí misma tratando de gozar de una especie de descanso mientras bajaba por aquella montaña montada en el caballo. Luego me vi esforzándome, de nuevo a pie, hasta la cima de otra montana.
—¿Cuántas montañas quedan? —pregunté a Mosehn.
—
Nazdik
—dijo—. Casi.
Traté de encontrar alivio en aquella imprecisa información, pero necesitaba calor y descanso desesperadamente. ¿Había algún lugar en que pudiéramos refugiarnos y recuperar las fuerzas?
Me encontré mirando una vez más el vago perfil de una cresta. Aquella montaña era más alta y escarpada que las que habíamos encontrado hasta entonces, ¿o era una ilusión producida por la entumecedora fatiga?
—La que viene es la última —susurró Mosehn.
Esta vez, cuando me deslizaba del caballo, mis piernas cedieron completamente. Me debatí desesperadamente en la nieve, pero no podía ponerme de pie, ni siquiera con la ayuda de los dos hombres. La impresión era de que mis piernas ya no seguían pegadas al cuerpo. Pese al increíble frío, me sentía arder.
—
Da dahdeegae
—dijo mi guía, señalando hacia arriba—. Diez minutos.
—Por favor —le imploré—. Déjeme descansar.
Mi guía no me lo permitió. Me hizo poner de pie y tiró de mí hacia delante. Los pies me resbalaban en el hielo, y me tambaleaba tanto que el hombre perdió la presa que hacía en mi brazo. Caí hacia atrás por la pendiente, resbalando unos tres metros o quizás más antes de detenerme, convertida en un inerme guiñapo. El guía llegó apresuradamente a mi lado.
—No puedo hacerlo —gemí.
El guía llamó en voz baja pidiendo ayuda, y Mosehn llegó.
—Mahtob —susurré—. ¿Dónde está?
—Está bien. Los hombres la llevan.
Mosehn, junto con mi guía, me cogió. Los dos hombres pasaron mis brazos por encima de sus hombros y me levantaron del suelo. Sin hablar, me arrastraron hacia arriba por la inclinada pendiente. Mis piernas colgaban trazando un surco en la nieve.
Pese a su carga, los hombres se movían con rapidez y facilidad, sin respirar siquiera con esfuerzo.
En varias ocasiones, aflojaron su presa, tratando de conseguir que yo caminara por mi cuenta. Cada vez, mis rodillas se doblaron inmediatamente, y tuvieron que cogerme para que no me cayera.
—Por favor —grité—. ¡Tengo que descansar!
La desesperación que había en mi voz alarmó a Mosehn. Me ayudó a echarme en la nieve, y luego puso su mano sobre mi frente, comprobando la temperatura. Su cara —lo que podía ver de ella— mostraba simpatía y preocupación.
—No puedo hacerlo —dije jadeando. Ahora sabía que iba a morir aquella noche. No lo lograría, pero al menos había sacado a Mahtob de Irán. Ella sí lo lograría.
Ya era suficiente.
—Déjeme —le dije a Mosehn—. Vaya con Mahtob. Vuelvan a buscarme mañana.
—¡No! —Más que una voz era un ladrido.
Aquella fuerza en su voz me avergonzó más que una bofetada en la cara. ¿Cómo puedo hacer esto?, me increpé. He aguardado mucho tiempo este día. Tengo que seguir.
—Conforme —susurré.
Pero no tenía fuerzas. No podía moverme.
Los dos hombres ofrecieron su fuerza en vez de la mía. Tiraron de mí hasta ponerme de pie, y siguieron arrastrándome por la montaña. En algunos lugares, se hundían en la nieve hasta por encima de las rodillas. Aunque sus pies eran firmes, de vez en cuando se tambaleaban bajo su carga muerta. Los tres caímos en la nieve varias veces. Pero los hombres no cedieron. Cada vez que caíamos, volvían a ponerse de pie sin comentarios, me asían por los brazos y me arrastraban hacia delante.
Mi mundo se tornó borroso. Quizás haya perdido la conciencia.
Años más tarde, en medio de una niebla etérea, oí a Mahtob susurrar: «¡Mami!». Estaba allí, a mi lado. Estábamos en la cima de la montaña.
—Puede ir a caballo el resto del camino —dijo Mosehn.
Luego puso una mano en mi cadera y con la otra mano me cogió el pie por debajo. Por su parte, el otro hombre hizo lo mismo desde el otro lado. Juntos, levantaron mi helado y rígido cuerpo por encima de la grupa del caballo y me depositaron sobre su lomo. Comenzamos a bajar por la pendiente.
Conseguí, no sé cómo, permanecer montada hasta llegar al pie de la montaña. La oscuridad seguía envolviéndonos, aunque yo sabía que la mañana debía de estar cerca. Apenas si podía ver la cara de Mosehn cuando éste se detuvo ante mí y apuntó con su dedo, hasta que, allá en la lejanía, distinguí el débil brillo de unas luces. «Allí es a donde vamos», dijo. Por fin nos acercábamos a un refugio. Me esforcé por permanecer sobre la montura durante la última etapa de aquella increíblemente larga noche.
Cabalgamos durante unos diez minutos más antes de oír el ladrido de unos perros que anunciaban nuestra llegada. Pronto nos acercamos a una casa bien oculta en las montañas. Varios hombres salieron al patio delantero, sin duda aguardándonos. A medida que nos aproximábamos, vi que la casa era poco más que una desvencijada cabaña, un solitario refugio de contrabandistas en la frontera oriental de Turquía.
Los hombres de la casa saludaron a nuestro grupo con amplias sonrisas y animada conversación. Rodearon a Mosehn y a los demás, felicitándoles por el éxito de su misión. El hombre que llevaba a Mahtob con él la depositó suavemente en el suelo y se unió a la celebración. Nadie se fijaba en mí, y yo, incapaz de pasar las piernas por encima del caballo, aflojé la tensión y me deslicé lateralmente, cayendo al suelo de cemento. Allí quedé inmovilizada. Mahtob corrió hacia mí, pero los hombres —incluso Mosehn— parecían haberse olvidado de nosotras. Algunos se llevaron los caballos; otros entraron en busca del calor de la casa.
Reuniendo las últimas fuerzas que me quedaban, repté sobre los brazos, arrastrando las inútiles piernas detrás de mí. Mahtob trató de ayudarme. Me arañé cruelmente los codos en el duro y frío cemento. Tenía los ojos fijos en la puerta.
Conseguí, ignoro cómo, llegar al umbral. Sólo entonces se dio cuenta Mosehn de mi situación. Él y otro hombre me arrastraron al interior de la casa. Grité de agonía cuando Mosehn me quitó las botas de los congelados pies. Los hombres nos llevaron a Mahtob y a mí al centro de la habitación y nos dejaron frente a una rugiente estufa de madera.
Transcurrieron muchos, muchos minutos antes de que pudiera mover un solo músculo. Yacía allí silenciosamente, tratando de alimentarme con el calor del fuego.
Aquel calor era un tónico de acción lenta que poco a poco me volvió a la vida. Conseguí sonreír a Mahtob. ¡Lo habíamos conseguido! ¡Estábamos en Turquía!
Finalmente logré sentarme. Me esforcé por flexionar los dedos de las manos y de los pies, tratando desesperadamente de restablecer la circulación de la sangre. Mi recompensa fue un intenso y ardiente dolor.
A medida que recobraba los sentidos, e iba observando el escenario que me rodeaba, el miedo se despertó nuevamente en mí. La casa estaba llena de hombres. Sólo había hombres, además de Mahtob y de mí, recuperándose junto al fuego. Sí, estábamos en Turquía. Pero seguíamos a merced de una banda de contrabandistas fuera de la ley, recordé. ¿Nos habían llevado aquellos hombres hasta allí sólo para someternos al más inexpresable de los horrores? ¿Era capaz Mosehn de ello?