No sin mi hija (9 page)

Read No sin mi hija Online

Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

BOOK: No sin mi hija
7.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aunque desdeñaba el cerdo, disfrutaba con su copa de licor. Sólo de vez en cuando sacaba su alfombrilla de oraciones y cumplía con sus deberes religiosos.

El teléfono sonó en el apartamento de Moody poco después de que yo llegara a Detroit para el fin de semana. Moody habló brevemente con el que llamaba y me dijo: «Se trata de una urgencia. Volveré tan pronto como pueda».

En cuanto se fue, corrí a mi coche y acarreé, en varios viajes, sillas plegables, cajas con platos y vasos para vino, y bandejas de comida persa que había preparado en mi casa, en Elsie.

Pronto llegaron el doctor Gerald White y su mujer, con más provisiones, que yo había almacenado en su casa, y con el pastel especialmente encargado, adornado con una bandeja roja, blanca y verde de Irán y con la inscripción «Feliz Cumpleaños» en parsi.

Fueron llegando más invitados, unos treinta en total, durante la forzosa ausencia de Moody. Todos estaban ya de humor festivo cuando él regresó.

—¡Sorpresa! —coreó la multitud.

Él sonrió ampliamente, y la sonrisa se hizo aún más ancha cuando los presentes cantaron el «Feliz Cumpleaños».

Cumplía treinta y nueve, pero reaccionó con el entusiasmo de un muchacho.

—¿Cómo te las has arreglado para organizar todo esto? —me preguntó—. Me sorprende que hayas podido cargar con todo.

Yo sentí el placer de una auténtica realización: le había hecho feliz.

Poco a poco, ésa llegó a ser mi meta en la vida. Después de salir con él durante dos años, Moody se había convertido en el centro de mis pensamientos. El mundo de cada día iba perdiendo su fascinación. Sólo parecían importantes los fines de semana.

Incluso mi carrera se había desdibujado un poco. Había ido subiendo hasta realizar un trabajo anteriormente ejecutado por un hombre, pero me pagaban menos que a él. Y cada vez me sentía más frustrada por la necesidad de rechazar las insinuaciones de uno de los funcionarios de la compañía que suponía que, como yo era una mujer sola, estaba disponible. Finalmente, el hombre dejó bien claro que, si no me acostaba con él, no conseguiría más ascensos.

La situación se estaba volviendo insoportable, y me hacían falta los fines de semana con Moody para aliviar la tensión. Y éste era uno especialmente agradable, porque había sorprendido no sólo a Moody, sino también a mí misma. Me sentía orgullosa de haber sido capaz de coordinar la fiesta a larga distancia. Yo era la eficiente anfitriona en una reunión de los médicos y sus esposas. Aquélla era una sociedad completamente diferente de la de mi pequeña y provinciana ciudad.

La fiesta duró hasta más de medianoche. Después de que el último invitado se hubo deslizado perezosamente por la puerta, Moody me rodeó la cintura con el brazo y me dijo: «Te amo por esto».

Me pidió que me casara con él en 1977.

Tres años antes, hubiera rechazado una proposición como ésa, de Moody, o de cualquier otro. Pero ahora comprendí que había cambiado. Había experimentado la libertad y decidido que era capaz de cuidar de mí y de mi familia. Ya no me seducía la vida en solitario. Aborrecía el estigma del divorcio.

Amaba a Moody y sabía que él me amaba a mí. En tres años no habíamos tenido una sola disputa. Ahora tenía opciones, la posibilidad de una nueva vida como esposa y madre con dedicación plena. Anhelaba ser la perfecta anfitriona para los numerosos acontecimientos sociales a los que daríamos lugar en nuestra condición de doctor y señora Mahmoody. Quizás terminara mis estudios superiores. Quizás tendríamos un hijo juntos.

Siete años más tarde, mientras pasaba una noche espantosa e insomne dando vueltas en la cama junto a mi hija y al hombre al que otrora había amado, la visión retrospectiva me aportó revelaciones. Había habido muchas señales ignoradas por mí.

Pero no vivimos nuestra vida en visiones retrospectivas. Sabía que revivir el pasado no me ayudaría ahora. Aquí estábamos —Mahtob y yo—, rehenes en una tierra extraña. En aquel momento, las causas de nuestra difícil situación ocupaban un lugar secundario respecto de los días que nos quedaban por delante.

¿Días?

¿Semanas?

¿Meses?

¿Cuánto más debíamos soportar? No me atrevía a pensar en términos de años. Moody no nos haría —no era capaz de hacernos— eso. Vería la suciedad que lo rodeaba, y eso le enfermaría. Se daría cuenta de que su futuro profesional estaba en los Estados Unidos, no en una nación atrasada que aún tenía que aprender las lecciones de la higiene básica y la justicia social. Cambiaría de manera de pensar. Nos llevaría a casa, dejando de lado la posibilidad de que en el momento en que mis pies tocaran suelo americano cogiese a Mahtob de la mano y corriera al abogado más próximo.

Pero ¿y si no cambiaba de idea? Seguramente alguien nos ayudaría. ¿Mis padres? ¿Mis amigos de Michigan? ¿La policía? ¿El departamento de Estado? Mahtob y yo éramos ciudadanas americanas, aunque Moody no lo fuera. Teníamos derechos. Tan sólo había que descubrir la manera de hacer valer tales derechos.

¿Pero cómo?

¿Y cuánto tiempo se necesitaría?

4

Después de la declaración de Moody de que íbamos a quedarnos en Irán, transcurrieron varios días en medio de una niebla de pesadilla.

No sé cómo, pero aquella primera noche tuve la presencia de ánimo de hacer un inventario de mis recursos. Moody me había pedido el talonario de cheques, pero no había pensado en preguntarme cuánto dinero tenía. Vaciando el bolso, descubrí un pequeño tesoro de dinero que los dos habíamos olvidado en nuestro frenesí de compras. Tenía casi doscientos mil riales y un centenar de dólares en moneda americana. Los riales equivaldrían a unos dos mil dólares, y el dinero americano podía multiplicarse por seis si conseguía hacer alguna transacción en el mercado negro. Escondí mi fortuna bajo el delgado colchón de la cama. Cada mañana, a primera hora, mientras Moody y el resto de la familia canturreaban sus plegarias, recuperaba el dinero y lo embutía entre mis voluminosas capas de ropa, por si surgía alguna oportunidad imprevista durante el día. El dinero era la suma total de mi poder, mi cuerda de salvamento. No tenía idea de lo que podría hacer con él, pero tal vez me ayudara a comprar la libertad. Algún día, de alguna manera, me dije, Mahtob y yo saldríamos de aquella prisión.

Y eso era, una prisión. Moody retenía nuestros pasaportes americano e iraní, así como nuestros certificados de nacimiento. Sin aquellos vitales documentos, no podíamos salir de Irán, aunque lográramos escapar de la casa.

Durante muchos días, Mahtob y yo raras veces pusimos los pies fuera de la habitación. Empecé a sufrir toda suerte de afecciones físicas; no podía comer más que pequeñas raciones de arroz hervido. Pese a una casi total falta de energía, no podía dormir. Moody me tuvo que dar medicación.

La mayor parte del día nos dejaba solas, con la intención de otorgarnos tiempo para aceptar nuestro destino, para resignarnos a pasar el resto de nuestra vida en Irán. Carcelero ahora, más que marido, me trataba con desprecio, pero exhibía la irracional creencia de que Mahtob, que se acercaba a su quinto cumpleaños, se adaptaría fácil y felizmente a ese trastorno en su vida. Trató de ganar su afecto engatusándola, pero la niña se mostraba reservada y cautelosa. Cuando él alargaba la mano hacia ella, la pequeña se apartaba y cogía la mía. Sus ojos castaños intentaban aclarar la confusa visión originada en el hecho de que su papi hubiese pasado de repente a ser nuestro enemigo.

Todas las noches, Mahtob lloraba en la cama. Seguía teniendo miedo de utilizar sola el baño. Ambas sufríamos de retortijones y diarreas, de manera que pasábamos una buena parte del tiempo de cada día y de cada noche en aquel cubículo infestado de cucarachas, que llegó a convertirse en un santuario. Seguras allí, en nuestra intimidad, murmurábamos juntas una plegaria ritual: «Dios mío, por favor, ayúdanos a liberarnos de este problema. Por favor, ayúdanos a encontrar una forma segura de volver a América juntas y estar con nuestra familia». Insistí a Mahtob en que debíamos estar siempre juntas. Lo que más oscuramente temía era la posibilidad de que Moody se la llevara de mi lado.

La única diversión disponible para mí era el Corán, una traducción inglesa de Rashad Jalifa, doctor en Filosofía, Imán de la Mezquita de Tucson, Arizona. Me la habían proporcionado para mi edificación. Estaba tan ansiosa por realizar alguna actividad que esperaba a que los primeros rayos de la aurora penetraran por la ventana de aquella habitación sin bombillas para poder leer. Los rezos de Baba Hajji en la sala aportaban un fondo de murmullos mientras yo estudiaba cuidadosamente las escrituras, islámicas, en busca de pasajes que definieran las relaciones entre marido y mujer.

Siempre que encontraba algo en el Corán que pareciera ir en favor de mi caso, que proclamara los derechos de las mujeres y de los niños, se lo mostraba a Moody y a los demás miembros de la familia.

En el
Sura
(capítulo) 4, versículo 34, hallé este perturbador consejo de Mahoma:

Los hombres están al cuidado de las mujeres, puesto que Dios los ha dotado de las necesarias cualidades, y son ellos quienes ganan el pan. Así, la mujer recta aceptará este orden obedientemente y honrará a su marido en su ausencia, de acuerdo con los mandamientos de Dios. En cuanto a las mujeres que demuestren actitud rebelde, primero las iluminarás, luego las abandonarás en la cama y finalmente, como último recurso, puedes golpearlas. En cuanto te obedezcan, no tienes ninguna excusa para pecar contra ellas. Dios está por encima de ti y es más poderoso
.

En el siguiente pasaje, sin embargo, hallé una razón para la esperanza.

Cuando una pareja encuentre dificultades en su matrimonio, nombrará un juez de la familia de él y otro de la familia de ella. Si la pareja se reconcilia, Dios los volverá a juntar. Dios lo sabe todo, lo conoce todo
.

—Nuestras dos familias deberían ayudarnos en nuestro problema —le dije a Moody, mostrándole el versículo.

—Tu familia no es musulmana —replicó—. No cuenta. —Y añadió—: Y es
tu
problema, no el nuestro.

Éstos eran los musulmanes chiítas, que todavía se vanagloriaban del éxito de la revolución. ¿Cómo podía yo —una cristiana, una americana, una mujer— atreverme a ofrecer mi explicación del Corán por encima de los criterios del Imán Reza, del Ayatollah Jomeini, de Baba Hajji, y, sobre todo, de mi marido? Para todo el mundo, yo, como esposa de Moody, era su bien mueble. Podía hacer conmigo lo que deseara.

Al tercer día de encarcelamiento, el día en que hubiéramos estado de vuelta a casa, allá en Michigan, Moody me obligó a llamar a mis padres. Me indicó lo que tenía que decir, y escuchó cuidadosamente la conversación. Su actitud era lo bastante amenazadora como para hacerme obedecer.

—Moody ha decidido que nos quedemos un poco más —les dije a mis familiares—. No vamos a volver a casa en seguida.

Mamá y papá estaban atónitos.

—No os preocupéis —les dije, tratando de parecer alegre—. Pronto estaremos ahí. Aunque nos quedemos algún tiempo, volveremos pronto a casa.

Eso los tranquilizó. Aborrecía mentirles, pero con Moody vigilándome, no tenía otro recurso. Anhelaba estar con ellos, con Joe y John. ¿Volvería a verlos algún día?

Moody se iba poniendo caprichoso. La mayor parte del tiempo estaba malhumorado y amenazador, tanto con Mahtob como conmigo. En otra época, trataba de ser amable y gentil. Quizás, pensé, estuviese tan confundido y desorientado como yo. Hacía tentativas esporádicas de ayudarme a adaptarme. «Betty va a hacer la cena para todos esta noche», le anunció a Ameh Bozorg un día.

Me llevó al mercado. Pese a mi alegría inicial por el cálido brillo del sol, la gente, los sonidos y los olores de la ciudad me resultaban más extraños y repulsivos que nunca. Anduvimos varias manzanas hasta la carnicería, sólo para oír: «Hemos terminado la carne hasta esta tarde a las cuatro. Vuelvan a las cuatro». Varias tiendas más nos dieron la misma respuesta. Repitiendo la expedición por la tarde, finalmente encontramos carne de vaca para asar en un comercio situado a tres kilómetros de nuestra casa.

Trabajando en medio de la suciedad de la cocina de Ameh Bozorg, hice lo que pude para fregar los utensilios y preparar una comida familiar americana, ignorando el ceño de mi cuñada.

Después de cenar aquella noche, Ameh Bozorg reafirmó su poder materno sobre su hermano más joven. «Nuestros estómagos no pueden tolerar la carne de vaca —le dijo a Moody—. No se volverá a comer vaca en esta casa».

En Irán, la carne de vaca es considerada un alimento de las clases inferiores. Lo que Ameh Bozorg quería decir en realidad era que la carne que yo había preparado estaba por debajo de su dignidad.

Incapaz de resistir a su hermana, Moody abandonó la discusión. Era evidente que Ameh Bozorg no estaba dispuesta a aceptar ninguna contribución que yo pudiera hacer a la vida cotidiana de su hogar. De hecho, toda su familia me ignoraba, dándome la espalda cuando entraba en una habitación, o frunciéndome el ceño. El hecho de que fuera americana parecía pesar más que mi dudoso papel de esposa de Moody.

Durante aquella primera semana de encarcelamiento, sólo Essey me habló con amabilidad. Un día, mientras ella y Reza nos visitaban, Essey consiguió llevarme a un lado un momento. «Lo siento de verdad —me dijo—. Me gustas, pero nos han dicho a todos que nos apartemos de ti. No se nos permite sentarnos ni hablar contigo. Lamento mucho lo que estás pasando, pero no puedo darme el lujo de tener conflictos con toda la familia».

¿Esperaba Ameh Bozorg que yo viviera indefinidamente en el aislamiento y el desprecio?, me pregunté. ¿Qué estaba pasando en aquel demencial hogar?

Moody parecía satisfecho de vivir de la generosidad de su familia. Murmuraba vaguedades acerca de buscar trabajo, pero su idea al respecto no le llevaba más allá de gestos como el de enviar a uno de sus sobrinos a hacer averiguaciones sobre la situación de su licencia de médico. Estaba seguro de que su preparación como médico americano le permitiría introducirse inmediatamente en la comunidad médica local. Ejercería su profesión aquí.

El tiempo no parecía significar mucho para los iraníes, y Moody readaptó esa actitud con facilidad. Se pasaba los días escuchando la radio, leyendo el periódico y entretenido en largas y vanas conversaciones con Ameh Bozorg. En unas pocas ocasiones nos llevó a Mahtob y a mí a dar breves paseos, pero mantenía su mirada vigilante sobre nosotras. A veces, por la tarde o por la noche, tras asegurarse de que su familia me vigilaría, se iba con sus sobrinos a visitar a otros parientes. En una ocasión asistió a una manifestación antiamericana y regresó murmurando cosas ininteligibles contra los Estados Unidos.

Other books

Immortal Heat by Lanette Curington
Arslan by M. J. Engh
Spectyr by Ballantine, Philippa
The Historian by Elizabeth Kostova
At Last by Stone, Ella
Beautiful Bastard by Christina Lauren