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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (7 page)

BOOK: No sin mi hija
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Pero el futuro no era tan triste. Sentados en el parque, secándome las lágrimas de los ojos, traté de alentarlo.

—No importa —le dije—. Puedes conseguir otro empleo, y yo volveré a trabajar.

Moody estaba inconsolable. Sus ojos se veían cada vez más apagados y vacíos, como los de muchos otros iraníes.

A última hora de la tarde, Mahtob y yo iniciamos una excitante aventura: ¡Hacer el equipaje! Lo que más deseábamos en el mundo era volver a casa. Jamás había querido salir de un lugar tan desesperadamente. ¡Sólo una cena iraní más que tomar!, me dije. Sólo una noche más entre aquella gente, cuya lengua y costumbres no podía comprender.

Teníamos que buscar sitio en el equipaje para todos los tesoros que habíamos acumulado, pero eso era una agradable tarea. Los ojos de Mahtob brillaban de felicidad. Mañana, ella y el conejito serían sujetos al asiento del avión para el viaje de regreso a casa.

Una parte de mí simpatizaba con Moody. Él sabía que yo aborrecía a su país y su familia, y no veía motivo alguno para acentuar este hecho comunicando la intensidad de mi alegría por el final de las vacaciones. No obstante, quería que él también estuviese preparado.

Echando una ojeada a la pequeña, ridícula habitación, para ver si había olvidado algo, le vi sentado en la cama, todavía preocupado.

—Vamos —le dije—, recoge tus cosas.

Miré la maleta llena de medicinas que había traído consigo para donar a la comunidad médica local.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le pregunté.

—No lo sé —fue la respuesta.

—¿Por qué no se lo das a Hossein? —le sugerí. El hijo de Baba Hajji y de Ameh Bozorg era un próspero farmacéutico.

A lo lejos sonó el teléfono, pero apenas si percibí vagamente su llamada. Quería terminar mi tarea.

—Aún no he decidido qué hacer con ello —repitió Moody. Su voz sonaba suave, distante. Su expresión era contemplativa.

Antes de que pudiéramos continuar la conversación, llamaron a Moody al teléfono, y le seguí a la cocina. El que llamaba era Majid, que había ido a confirmar nuestras reservas de vuelo. Los dos hombres hablaron unos minutos en parsi, antes de que Moody dijera en inglés.

—Bien, será mejor que se lo digas a Betty.

Mientras cogía el auricular de la mano de mi marido, sentí un estremecimiento de aprensión. De repente todo parecía encajar en un espantoso mosaico. Por un lado, la desbordante alegría de Moody al reunirse con su familia y su evidente simpatía por la revolución islámica. Pensé en su despreocupada actitud al gastar el dinero. ¿Y qué decir de los muebles que habíamos comprado? Entonces recordé que Majid aún no había hecho los trámites para embarcarlos a América. ¿Había sido una casualidad el que Majid desapareciera con Mahtob en el parque aquella mañana, para que Moody y yo pudiéramos hablar a solas? Volví a pensar en las conversaciones clandestinas en parsi entre Moody y Mammal cuando éste vivía con nosotros en Michigan. Ya entonces había sospechado que conspiraban contra mí.

Ahora sabía que algo iba terriblemente mal, aun antes de oír lo que Majid me decía por teléfono.

—No vais a poder salir mañana.

Tratando de contener el pánico, pregunté:

—¿Qué quieres decir con que no podremos salir mañana?

—Teníais que llevar vuestros pasaportes al aeropuerto tres días antes de la salida para que les dieran el visto bueno. No trajisteis los pasaportes a tiempo.

—Yo no lo sabía. No es culpa mía.

—Bueno, no podréis salir mañana.

Se notaba una pizca de condescendencia en la voz de Majid, como si quisiera decir, vosotras, las mujeres —especialmente vosotras, las occidentales— nunca comprenderéis cómo funciona realmente el mundo. Pero había algo más, también: una fría precisión en sus palabras, que daba a éstas el tono de algo ensayado. Ya no me gustaba Majid.

Grité por teléfono.

—¿Cuándo sale de aquí el primer vuelo que podamos tomar?

—No lo sé. Tendré que averiguarlo.

Al colgar el teléfono, me sentí como si me hubieran chupado toda la sangre del cuerpo. Estaba vacía de toda energía. Comprendía que aquello iba más allá de un problema burocrático con nuestros pasaportes.

Arrastré a Moody a nuestra habitación.

—¿Qué está pasando? —le pregunté.

—Nada, nada. Saldremos en el próximo vuelo disponible.

—¿Por qué no te cuidaste de los pasaportes?

—Fue un error. Nadie pensó en ello.

Yo estaba más cerca del pánico ahora. No quería perder la compostura, pero sentí que mi cuerpo empezaba a temblar. Mi voz adquirió un tono agudo e intenso, y no pude evitar los temblores.

—No te creo —le grité—. Me estás mintiendo. Consigue los pasaportes. Reúne tus cosas. Nos vamos al aeropuerto. Diremos que ignorábamos el requisito de los tres días de antelación y quizás nos dejen salir en el avión. De lo contrario, nos quedaremos allí hasta que podamos tomar uno.

Moody permaneció en silencio durante unos momentos. Luego suspiró profundamente. Habíamos pasado gran parte de nuestros siete años de matrimonio evitando el enfrentamiento. Los dos aplazábamos la decisión cada vez que llegaba el momento de tratar los profundos y graves problemas de nuestra vida en común.

Ahora Moody sabía que ya no podía demorar más las cosas, y yo, antes de que él lo dijera, supe lo que iba a decirme.

Se sentó en la cama a mi lado y trató de pasarme el brazo por la cintura, pero me aparté. Habló tranquila y firmemente, con un tono de seguridad cada vez mayor en su voz.

—Realmente, no sé cómo decírtelo —dijo—. No vamos a volver a casa. Nos quedaremos aquí.

Aunque llevaba varios minutos esperando el desenlace de esta conversación, no pude contener la rabia cuando finalmente oí las palabras. Pegué un brinco de la cama.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —grité—. ¿Cómo puedes hacerme esto? Tú sabes cuál fue la única razón por la que vine aquí. ¡Tienes que dejarme volver a casa!

Sin duda, Moody lo sabía, pero al parecer no le importaba.

Con Mahtob observándolo, incapaz de comprender el significado de aquel sombrío cambio en el comportamiento de su padre, Moody gruñó:

—Yo no tengo que dejarte marchar a casa. Tú tienes que hacer lo que yo te diga, y vas a quedarte
aquí
.

Me empujó por los hombros, haciéndome caer en la cama. Su voz, ahora ya un chillido, adoptó un tono de insolencia, casi de risa, como si se estuviera recreando en su victoria en una larga guerra no declarada.

—Te vas a quedar aquí por el resto de tu vida. ¿Comprendes? No vas a irte de Irán. Estarás aquí hasta que te mueras.

Yo yacía en la cama en un atónito silencio, las lágrimas corriendo por mi cara, oyendo las palabras de Moody como si éstas surgieran del otro extremo de un túnel.

Mahtob sollozaba y se aferraba a su conejito. La fría, espantosa verdad era aturdidora y aplastante. ¿Era real lo que estaba sucediendo? ¿Éramos prisioneras Mahtob y yo? ¿Rehenes? ¿Cautivas de este venenoso extraño que otrora había sido un marido y un padre cariñoso?

Debía de haber una forma de salir de esa locura. Con un sentimiento de justa indignación, comprendí que, irónicamente, Alá estaba de mi parte.

Lágrimas de rabia y frustración fluían de mis ojos cuando salí corriendo de la habitación y me enfrenté con Ameh Bozorg y algunos otros miembros de su familia que, como de costumbre, estaban ganduleando por ahí.

—¡Sois todos un puñado de mentirosos! —grité.

Nadie pareció comprender, o importarle lo que le preocupaba a la esposa americana de Moody. Allí me quedé, delante de sus caras hostiles, sintiéndome ridícula e impotente.

Mi nariz moqueaba. Las lágrimas me corrían por las mejillas. No tenía pañuelo de tela, ni de papel, de manera que, al igual que un miembro cualquiera de la familia de Moody, me soné con el pañuelo de la cabeza. Grité: «¡Exijo hablar con toda la familia ahora mismo!».

De alguna manera, tradujeron el mensaje y se corrió la voz para convocar a reunión a los parientes.

Pasé varias horas en el dormitorio con Mahtob, llorando, luchando contra las náuseas, oscilando entre la furia y la parálisis. Cuando Moody me pidió mi talonario de cheques, se lo entregué mansamente.

—¿Dónde están los otros? —me preguntó. Teníamos tres cuentas.

—Sólo traje uno —le dije.

Aquella explicación le satisfizo, y no se preocupó por buscar en mi bolso.

Luego me dejó sola, y de algún modo conseguí reunir el coraje para planear mi defensa.

A última hora de la noche, después de que Baba Hajji hubiera regresado de su trabajo, después de haber comido su cena, después de que la familia se hubiera reunido en respuesta a mi petición, entré en la sala, asegurándome antes de estar adecuadamente cubierta y ser respetuosa. Tenía preparada mi estrategia. Confiaría en la moralidad religiosa ejemplificada por Baba Hajji.
Bueno
y
malo
eran para él cuestiones bien definidas.

—Reza —dije, tratando de mantener tranquila mi voz—, traduce esto para Baba Hajji.

Al sonido de su nombre, el viejo levantó la vista un momento y luego bajó la cabeza tal como siempre hacía, rehusando piadosamente mirarme directamente.

Confiando en que mis palabras fuesen correctamente traducidas al parsi, me lancé a mi desesperada defensa. Le expliqué a Baba Hajji que yo no había deseado venir a Irán, que era consciente de que al hacerlo estaba renunciando a unos derechos que eran básicos para una mujer americana. Yo ya había temido lo que estaba sucediendo, consciente de que mientras estuviera en Irán, Moody era mi soberano.

¿Por qué, entonces, había venido?, pregunté retóricamente.

Había venido a conocer a la familia de Moody, y a dejarles que vieran a Mahtob. Había otra razón mucho más profunda y más horrorosa por la que había venido, pero no podía —no me atrevía— a ponerla en palabras y compartirla con la familia de Moody. En vez de ello, les conté la historia de la blasfemia de Moody.

Allá en Detroit, cuando enfrenté a Moody con mi temor de que él pudiera tratar de retenerme en Irán, él se opuso con el único acto que podía demostrar sus buenas intenciones.

—Moody juró sobre el Corán que no intentaría mantenerme aquí contra mi voluntad —me dije, preguntándome cuánto de ello oía y comprendía Baba Hajji—. Es usted un hombre de Dios. ¿Cómo puede permitirle usted que me haga esto después de lo que prometió sobre el Corán?

Moody hizo uso de la palabra sólo brevemente. Reconoció que era verdad que le había tomado juramento sobre el Corán.

—Pero estoy excusado —dijo—. Dios me perdonará, porque, de no haberlo hecho, ella no hubiera venido aquí.

La decisión de Baba Hajji fue rápida, y no permitió ninguna apelación. La traducción de Reza declaró:

—Sean cuales sean los deseos de
Daheejon
, los respetaremos.

Tuve una palpable sensación de desgracia, y devolví golpe por golpe con mi lengua, aunque sabía que la discusión era inútil.

—¡Sois todos un puñado de mentirosos! —grité—. Todos sabíais esto antes. Fue un truco. Lo habíais preparado desde hacía varios meses, ¡y os odio a todos! —Ahora lloraba profusamente, y gritaba a voz en cuello—. Me desquitaré algún día. Hicisteis esto bajo la autoridad del Islam porque sabíais que yo lo respetaría. Algún día pagaréis por ello. ¡Dios os castigará a todos algún día!

La familia entera parecía indiferente a mi súplica. Se lanzaban mutuamente miradas conspirativas, visiblemente encantados de ver el poder que Moody tenía sobre aquella mujer americana.

3

Mahtob y yo lloramos durante horas hasta que finalmente ella se durmió de agotamiento. Yo permanecí despierta toda la noche. El corazón me latía a toda prisa. Detestaba y temía al hombre que dormía en el otro lado de la cama.

Entre los dos, Mahtob lloriqueaba en su sueño, partiéndome con ello el corazón. ¿Cómo podía Moody dormir tan profundamente al lado de su pequeña y trastornada hija? ¿Cómo podía hacerle esto?

Yo, al menos, había elegido; la pobre Mahtob no había podido opinar sobre el asunto. Era una inocente niña de cuatro años pillada en medio de las crueles realidades de un extraño y turbio matrimonio que de algún modo —aún no comprendía yo del todo cómo— se había convertido en un melodrama, un acontecimiento secundario en el insondable curso de los hechos políticos mundiales.

Durante toda la noche, me estuve regañando. ¿Cómo fui capaz de traerla aquí?

Pero conocía la respuesta. ¿Cómo hubiera podido no hacerlo?

Por extraño que parezca, la única manera de mantener a Mahtob fuera de Irán permanentemente era traerla aquí temporalmente. Ahora incluso este curso de acción desesperado había fracasado.

Nunca me había interesado la política ni las intrigas internacionales. Todo lo que había deseado era felicidad y armonía para mi familia. Pero aquella noche, mientras acudían a mi mente un millar de recuerdos, tuve la impresión de que las pocas chispas de alegría que habíamos experimentado estuvieran constantemente teñidas de dolor.

Era el dolor, en realidad, lo que nos había unido a Moody y a mí, más de diez años antes, un dolor que había comenzado en el lado izquierdo de mi cabeza y que se extendió rápidamente por todo el cuerpo. Las migrañas me acometieron en febrero de 1974, acompañadas de vértigo, náuseas y una sensación general de debilidad. El simple hecho de abrir los ojos me producía terribles dolores. Un ligero ruido me provocaba espasmos de agonía en la parte de atrás del cuello y en la espina dorsal. Sólo gracias a una abundante medicación conseguía dormir.

La enfermedad era particularmente molesta porque yo creía que, a los veinticinco años, estaba finalmente preparada para llevar una vida de adulto por mi cuenta. Me había casado impulsivamente, apenas salida de la escuela secundaria, encontrándome metida en una unión sin amor que terminó en un largo y difícil divorcio. Pero ahora entraba en un período de estabilidad y felicidad que era el resultado directo de mis propios esfuerzos. Mi trabajo en ITT Hancock, en Elsie, una pequeña ciudad del centro de Michigan, prometía una carrera de dirección. Contratada originalmente como facturadora nocturna, me había abierto camino hasta llegar a la jefatura de todo el personal de la oficina, e informaba directamente al responsable de planta. Mi salario era suficiente para proporcionarme un cómodo aunque modesto hogar para mí y para mis dos hijos, Joe y John.

Había encontrado una gratificante actividad voluntaria ayudando a la Asociación de Distrofia Muscular local a coordinar sus actividades de todo un año, que culminaron en una maratón televisiva de Jerry Lewis. El anterior Día del Trabajo yo había aparecido en la televisión en Lansing. Me sentía satisfecha de mí, y me recreaba en mi recién descubierta capacidad para vivir una vida independiente.

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