Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Mahtob y yo sabíamos ya que no se permitía llevar zapatos en el interior de la casa, de manera que imitamos a Moody y nos quitamos los nuestros, dejándolos en el patio. Habían llegado muchos invitados, por lo que, ante la puerta, se alzaba ya un buen montón de zapatos de diversos modelos. También había en el patio unos asadores de propano, atendidos por especialistas contratados para la ocasión.
Con los pies calzados sólo con calcetines, cruzamos la puerta del enorme bloque de cemento de techo plano y entramos en una sala de al menos el doble de tamaño de una gran sala de estar americana. Paredes y puertas de sólido nogal aparecían adornadas con la misma rica madera. Capas de tres o cuatro lujosas alfombras persas cubrían la mayor parte del suelo. Encima de ellas, había extendidos decorativos
sofrays
, hules en los que aparecían impresos brillantes dibujos de flores.
No había más muebles en la habitación, excepto un pequeño televisor situado en un rincón.
Por las ventanas de la parte trasera de la habitación, alcancé a distinguir una piscina llena de resplandeciente agua azul.
Aunque no me gusta nadar, en un día como aquél el agua fría resultaba especialmente invitadora.
Nuevos grupos de parientes charlatanes fueron bajando de los coches y nos siguieron al vestíbulo. Moody rebosaba de evidente orgullo por su esposa americana. Resplandecía mientras sus parientes llenaban de atenciones a Mahtob.
Ameh Bozorg nos acompañó a nuestra habitación, situada en un ala aparte del resto de la casa, a la izquierda del vestíbulo. Era un pequeño cubículo rectangular con dos camas gemelas juntas, en las que los colchones se hundían por el medio. Un gran armario de madera era la única pieza de mobiliario de la habitación, además de las camas.
Rápidamente localicé un lavabo para Mahtob, en el corredor donde estaba nuestro dormitorio. Al abrir la puerta, tanto Mahtob como yo nos echamos atrás, al encontrarnos con las mayores cucarachas que jamás habíamos visto, deslizándose por el húmedo suelo de mármol. Mahtob no quería entrar, pero a estas alturas ya era una necesidad absoluta. Me arrastró consigo. Al menos, este baño tenía una taza al estilo americano… e incluso bidet. En lugar de papel higiénico, sin embargo, una manguera surgía de la pared.
La habitación olía a humedad, y un enfermizo hedor agrio llegaba por una ventana desde un lavabo adyacente, de estilo persa, pero aquello era ya una mejora con relación a las instalaciones del aeropuerto. Conmigo a su lado, Mahtob finalmente encontró alivio.
Regresamos a la sala, donde Moody nos aguardaba.
—Ven conmigo —me dijo—. Quiero mostrarte algo.
Mahtob y yo lo seguimos, regresando a la puerta principal y al patio.
Mahtob lanzó un chillido. Un charco de fresca, brillante y roja sangre se extendía entre nosotros y la calle. Mahtob escondió la cara.
Moody explicó con calma que la familia había comprado un cordero a un vendedor callejero, el cual lo había sacrificado en nuestro honor. Esto debería haberse hecho antes de nuestra llegada, para que hubiésemos cruzado el charco al entrar andando en la casa por primera vez. Ahora teníamos que entrar de nuevo, nos dijo, pasando por sobre la sangre.
—Oh, vamos, hazlo tú —le dije—. No quiero hacer esta estupidez.
Moody se explicó tranquila pero firmemente.
—Debes hacerlo tú. Tienes que mostrar respeto. La carne será entregada a los pobres.
Me parecía una tradición estúpida, pero no quería ofender a nadie, de modo que acepté de mala gana. Cuando cogí en brazos a Mahtob, ésta enterró su cara en mi hombro. Seguí a Moody alrededor del charco de sangre hasta la acera, y luego pasé por él mientras sus parientes entonaban una plegaria. Ahora éramos bienvenidos oficialmente.
Se entregaron los regalos. Es costumbre que la novia iraní reciba joyas de oro de las familias de su marido. Yo ya no era propiamente una novia, pero sabía lo bastante de las reglas sociales de aquella gente como para esperar oro la primera vez que los viera. Pero Ameh Bozorg ignoró la costumbre. Regaló a Mahtob dos brazaletes de oro, pero no hubo joyas para mí. Era un reproche intencionado: Yo sabía que ella se había molestado por el hecho de que Moody hubiese tomado una esposa americana.
Nos entregó también, a Mahtob y a mí,
chadores
ornamentales para usar en casa. El mío tenía un tono crema suave, con un dibujo floral de color melocotón. El de Mahtob era blanco con capullos rosados.
Murmuré unas gracias por los regalos.
Las hijas de Ameh Bozorg, Zohreh y Fereshteh, iban y venían, ofreciendo bandejas llenas de cigarrillos a los invitados más importantes y sirviendo té a todo el mundo. Niños gritones corrían por todas partes, ignorados por los adultos.
Era ya primera hora de la tarde. Los invitados estaban sentados en el suelo de la gran sala mientras las mujeres traían comida y la colocaban encima de los
sofrays
extendidos sobre las alfombras. Plato tras plato de ensaladas adornadas con rábanos cortados en forma de adorables rosas, y zanahorias abiertas en abanico para figurar pinos. Había grandes cuencos llenos de yogur, fuentes con rebanadas de pan delgado y aplastado, porciones de queso de un sabor acre, y bandejas de altos montones de fruta fresca por todas partes, en el suelo. Para completar un brillante panorama de color, se añadían bandejas de
sabzi
(albahaca fresca, menta y hojas verdes de lechuga).
Los despenseros sacaron luego platos de la casa al patio, para llenarlos con la comida del restaurante. Había docenas de variaciones sobre el mismo tema. Dos enormes cuencos de arroz —uno de ellos lleno del arroz blanco corriente, y el otro de arroz «verde» cocido con
sabzi
y grandes judías que parecían frijoles— fueron preparados al estilo iraní que Moody me había enseñado hacía mucho tiempo: primero hervido, y después untado con aceite y cocido al vapor para que se forme una costra parda en el fondo. Este plato principal de la dieta iraní es aderezado luego con una amplia variedad de salsas, llamadas
joreshe
, preparadas con verduras y especias y, muchas veces, con trocitos de carne.
Los despenseros sirvieron el arroz en las fuentes y esparcieron sobre el arroz blanco pequeñas bayas rojas agrias o franjas amarillas de solución de azafrán. Trajeron las fuentes de arroz a la sala y las añadieron a la abundancia de platos que ya estaban servidos. Para esta ocasión fueron preparadas dos tipos de
joreshe
, y una de ellas era la favorita en nuestra casa, la que estaba hecha de berenjenas, tomates y trozos de cordero. Las demás
joreshe
incluían cordero, tomates, cebollas y algunos guisantes amarillos.
El plato principal era el pollo, un raro y exquisito manjar iraní, primero hervido con cebollas, y luego frito en aceite.
Sentados en el suelo con las piernas cruzadas, o apoyadas en una rodilla, los iraníes atacaron la comida como un rebaño de animales sin domesticar, hambrientos. Los únicos utensilios disponibles eran una especie de grandes cucharones. Algunos los usaban ayudándose con las manos o con trozos de pan doblados en forma de recogedor; otros ignoraban los cucharones. En pocos segundos, hubo comida por todas partes. Era vertida indiscriminadamente en las parloteantes bocas que babeaban y proyectaban trocitos de ella por todas las
sofrays
y alfombras, y en los mismos cuencos de servir. La poco apetitosa escena iba acompañada de una algarabía parsi. Todas las frases parecían terminar con la jaculatoria «
Insha Allah
», «Si Dios quiere». No parecía constituir falta de respeto invocar el santo nombre de Alá mientras se lanzaban involuntariamente trocitos de comida por todas partes.
Nadie hablaba inglés. Nadie nos prestaba atención a Mahtob ni a mí.
Yo intenté comer, pero me resultaba difícil inclinarme hacia adelante para llegar a la comida y mantener al mismo tiempo el equilibrio y la modestia. La pequeña falda de mi vestido no estaba concebida para comer en el suelo. De alguna manera, sin embargo, me las arreglé para llenar un plato.
Moody me había enseñado a cocinar muchos platos iraníes. Mahtob y yo habíamos llegado a disfrutar de la comida, no sólo iraní, sino también procedente de otros países islámicos. Pero cuando probé aquel festín, encontré la comida increíblemente grasienta. El aceite es un signo de opulencia en Irán… incluso el aceite de cocina
[1]
. Como aquélla era una ocasión especial, la comida nadaba en copiosas cantidades de él. Ni Mahtob ni yo pudimos ingerir mucho. Picamos las ensaladas, pero se nos había ido el apetito.
El disgusto por la comida fue fácil de ocultar, porque Moody estaba absolutamente inmerso en la devota atención de su familia. Yo comprendía y aceptaba eso, pero me sentía sola y aislada.
Con todo, los extraños acontecimientos de aquel interminable día contribuyeron a calmar mi frío temor de que Moody pudiera tratar de alargar la visita más allá de la fecha de nuestras reservas de retorno, al cabo de dos semanas. Sí, Moody estaba extasiado de ver a su familia. Pero aquella vida no era de su estilo. Él era médico. Conocía el valor de la higiene y apreciaba la dieta saludable. Su personalidad era mucho más distinguida que todo aquello. Era también un gran partidario del confort, y disfrutaba de la conversación, o de una siesta tras la comida, sentado en su mecedora giratoria favorita. Aquí, en el suelo, estaba nervioso, no acostumbrado a la posición de piernas cruzadas. En modo alguno, ahora lo entendía yo, podía preferir Irán a América.
Mahtob y yo intercambiamos miradas, leyendo cada una en la mente de la otra. Aquellas vacaciones no eran más que una breve interrupción en nuestra vida normal americana. Podíamos soportarlo, pero no tenía por qué gustarnos. A partir de aquel momento, empezamos a contar los días que nos quedaban hasta el regreso.
El festín se alargaba. Mientras los adultos seguían metiendo comida a paladas en sus bocas, los niños se mostraban cada vez más inquietos. Estallaron las peleas. Se arrojaban comida mutuamente y, dando voces estridentes, corrían de un lado para otro por encima de los
sofrays
, sus desnudos y sucios pies aterrizando a veces en platos de comida. Observé que algunos niños sufrían defectos o deformidades de nacimiento de algún tipo. Otros tenían una expresión peculiar, como alelada. Me pregunté si no estaría ante las consecuencias de la endogamia. Moody había intentado convencerme de que eso no producía efectos perjudiciales en Irán, pero yo sabía que muchas de las parejas de aquella habitación estaban formadas por primos casados con primos. Los resultados eran visibles en algunos de los niños.
Al cabo de un rato, Reza, quinto hijo de Baba Hajji y Ameh Bozorg, me presentó a su mujer, Essey. Yo conocía bien a Reza. Había vivido con nosotros algún tiempo en Corpus Christi, Texas. Aunque su presencia allí había sido una carga, y yo había tenido que lanzar un ultimátum a Moody para que Reza se marchara de la casa, en ese momento y en ese lugar, la suya constituía una cara amistosa y él era uno de los pocos que me hablaban en inglés. Essey había estudiado en Inglaterra y hablaba un inglés pasable. Sostenía un bebé en sus brazos.
—Reza habla mucho de ti y de Moody —me dijo Essey—. Está muy agradecido por todo lo que hiciste por él.
Le pregunté a Essey por su pequeño, y su cara se ensombreció ligeramente. Mahdi había nacido con los pies torcidos hacia atrás. La cabeza era también algo deforme: la frente demasiado grande en relación con el resto de la cara. Essey, me constaba, era prima de Reza, además de su mujer. Hablamos solamente unos minutos antes de que Reza se la llevara al otro lado de la habitación.
Mahtob trataba en vano de atrapar un mosquito que le había levantado un gran verdugón rojo en su frente. El calor de la tarde de agosto nos abrumaba a todos. La casa, tal como yo esperaba, disponía de aire acondicionado central, y éste estaba en marcha, pero, por alguna razón, Ameh Bozorg no había cerrado las puertas sin postigos ni las ventanas: una abierta invitación al calor y a los mosquitos.
Me di cuenta de que Mahtob se sentía tan incómoda como yo. Un occidental tiene, ante una conversación iraní corriente, la impresión de una discusión acalorada, llena de estridente parloteo y amplios gestos, todo ello salpicado con frecuentes «
Insha Allah
». El nivel de ruido era asombroso.
Empezaba a dolerme la cabeza. El olor de la comida grasienta, el hedor de la gente, la interminable charla de imponderables lenguas y los efectos del viaje en reactor se cobraban su tributo.
—Mahtob y yo queremos irnos a la cama —le dije a mi marido. La noche acababa de empezar, y los parientes seguían allí en su mayoría, pero Moody sabía que ellos querían hablar con él, no conmigo.
—Estupendo —me respondió.
—Tengo un terrible dolor de cabeza —expliqué—. ¿No tendrías algo?
Moody se excusó durante unos momentos, nos llevó a Mahtob y a mí a nuestra habitación, y encontró un analgésico que los agentes de aduanas habían pasado por alto. Me dio tres tabletas y regresó junto a su familia.
Mahtob y yo nos deslizamos penosamente en la cama, tan cansadas que los hundidos colchones, las mohosas mantas y las ásperas almohadas no lograron impedir nuestro sueño. Yo sabía que Mahtob se dormía rogando lo mismo que yo rogaba en silencio en mi dolorida cabeza. Por favor, Dios mío, haz que estas dos semanas pasen rápidamente.
Serían las cuatro de la mañana siguiente cuando Baba Hajji dio unos golpecitos en la puerta de nuestra habitación. Y gritó algo en parsi.
Afuera, resonaba por unos altavoces la estridente voz de una
azdán
, un sonido triste, prolongado, gimiente, llamando a los fieles a sus sagrados deberes.
—La hora de la plegaria —murmuró Moody. Dando un bostezo y desperezándose, se levantó y se dirigió al baño para el lavado ritual, que se realiza salpicándose con agua ambos brazos, desde el codo hacia abajo, la frente y la nariz, y la parte superior de los pies.
El cuerpo me dolía por haber dormido en el profundo hueco de aquel delgado colchón, que no estaba sostenido por muelles. Mahtob, que dormía entre Moody y yo, no había podido dar con una postura cómoda en el centro de aquellas dos camas gemelas, porque el duro armazón de madera se le metía en los riñones. Finalmente, había resbalado hacia la depresión de mi lado, y ahora dormía tan pesadamente que resultaba imposible moverla. Allí nos quedamos, juntas, acurrucadas la una junto a la otra a pesar del calor, mientras Moody se dirigía a la sala para la plegaria.