Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Nos llevó media hora abrirnos camino a través de la muchedumbre hasta el control de pasaportes, donde un malhumorado funcionario echó una mirada al único pasaporte iraní que legitimaba a los tres, lo selló y nos lo devolvió. Mahtob y yo seguimos entonces a Moody escaleras arriba para llegar, tras dar la vuelta a una esquina, a la zona de recogida de equipajes, otra gran sala completamente atestada de pasajeros.
—Mami, tengo que ir al lavabo —repitió Mahtob mientras se contoneaba con incomodidad de un lado para otro.
En parsi, Moody preguntó a una mujer enteramente vestida con el
chador
. Ésta señaló al otro extremo de la sala, y luego, rápidamente, volvió a ocuparse de sus asuntos. Dejando que Moody esperara nuestro equipaje, Mahtob y yo localizamos los lavabos, pero al acercarnos a la entrada, vacilamos, repelidas por el hedor. Entramos de mala gana. Echamos una mirada a nuestro alrededor en busca de un retrete, pero todo lo que descubrimos fue un agujero en el suelo de cemento, rodeado por una losa de porcelana, plana, en forma oval. El suelo estaba lleno de montones de excrementos infestados de moscas, en los lugares en que la gente había fallado, o ignorado, el agujero.
—¡Huele muy mal! —gritó Mahtob, arrastrándome en busca de la salida. Volvimos rápidamente junto a Moody.
La incomodidad de Mahtob era evidente, pero la pequeña no tenía ningún deseo de ir a buscar otro excusado público. Esperaría hasta llegar a la casa de su tía. La hermana de Moody, una mujer de la cual éste hablaba en términos reverentes, Sarah Mahmoody Ghodsi, era la matriarca de la familia, y todo el mundo se dirigía a ella con un título de profundo respeto, Ameh Bozorg, «Tía abuela». Las cosas marcharían mejor en cuanto llegáramos a la casa de Ameh Bozorg, pensé.
Mahtob estaba exhausta, pero no había ningún lugar en que sentarse, así que desplegamos el cochecito de niño que habíamos comprado como regalo para uno de los parientes recién nacidos de Moody. Mahtob se sentó en él con alivio.
Mientras esperábamos el equipaje, que no mostraba signos de querer aparecer, oímos un grito penetrante dirigido hacia nosotros.
—
¡Da-heee-jon!
—chillaba la voz—.
¡Da-heee-jon!
Al oír las palabras «querido tío», en parsi, Moody se volvió y lanzó a su vez un alegre saludo a un hombre que corría en nuestra dirección. Los dos hombres se fundieron en un largo abrazo, y cuando vi correr las lágrimas por las mejillas de Moody, sentí una repentina punzada de culpabilidad por mi resistencia a hacer el viaje. Aquélla era su familia. Sus raíces. Naturalmente que quería, necesitaba, verlos. Gozaría de ellos durante dos semanas, y luego volveríamos a casa.
—Éste es Zia —me dijo Moody.
Zia Hakim me sacudió la mano calurosamente.
Era uno de los miembros de la incontable multitud de jóvenes parientes varones a los que Moody agrupaba bajo el conveniente término de «sobrino». La hermana de Zia, Malouk, estaba casada con Mustafá, hijo tercero de la venerable hermana mayor de Moody. La madre de Zia era hermana de la madre de Moody, y su padre, hermano del padre de Moody, o viceversa; el parentesco nunca fue totalmente claro para mí. «Sobrino» era el término más fácil de emplear.
Zia estaba emocionado por conocer a la esposa americana de Moody. En un correcto inglés me dio la bienvenida a Irán. «Me siento muy feliz de que hayas venido —me dijo—. ¡Cuánto tiempo hemos estado esperando esto!». Después, levantó literalmente a Mahtob y la llenó de besos y abrazos.
Era un hombre guapo, con rasgos notablemente árabes y una sonrisa encantadora. Más alto que la mayoría de los iraníes de pequeña estatura que nos rodeaban, su atractivo y su sofisticación se evidenciaron inmediatamente. Éste era el aspecto que yo esperaba que tuviera la familia de Moody. Zia llevaba su cabello castaño-rojizo elegantemente peinado a la moda, un traje bien cortado y la camisa planchada, con el cuello abierto. Y, lo mejor de todo, iba limpio.
—Hay mucha gente esperándote afuera —dijo, radiante—. Llevan horas aquí.
—¿Cómo conseguiste cruzar la aduana? —preguntó Moody.
—Tengo un amigo que trabaja aquí.
La cara de Moody se iluminó. Subrepticiamente, sacó nuestros pasaportes americanos del bolsillo.
—¿Qué tendríamos que hacer con esto? —preguntó—. No quiero que los confisquen.
—Yo me ocuparé de ellos —dijo Zia—. ¿Tienes dinero?
—Sí.
Moody sacó varios billetes y se los tendió a Zia, junto con nuestros pasaportes americanos.
—Nos veremos fuera —dijo Zia, desapareciendo entre la muchedumbre.
Yo estaba impresionada. El aspecto de Zia y su influencia confirmaban lo que Moody me había dicho sobre los miembros de su familia. En su mayoría eran gente educada; muchos tenían títulos universitarios. Eran profesionales de la medicina, como Moody, o estaban introducidos en el mundo de los negocios. Yo había conocido a algunos de sus «sobrinos» que nos habían visitado en los Estados Unidos, y todos parecían gozar de cierta consideración social entre sus compatriotas.
Pero ni siquiera Zia, al parecer, podía acelerar la entrega de nuestros equipajes. Todo el mundo se movía frenéticamente y parloteaba sin cesar, pero eso no parecía influir mucho. Como resultado de ello, soportamos el calor durante más de tres horas, primero esperando el equipaje y luego en una interminable cola ante los inspectores de aduanas. Mahtob permanecía silenciosa y paciente, aunque me constaba que debía de estar sufriendo una agonía. Finalmente, empujando y dando codazos, llegamos a la cabecera de la fila, con Moody delante de mí, y, detrás, Mahtob y el cochecito de niño.
El inspector registró cuidadosamente cada uno de los bultos de nuestro equipaje, deteniéndose al encontrar una maleta entera llena de medicamentos. Él y Moody mantuvieron una animada discusión en parsi. Moody me explicó luego en inglés que le había explicado al funcionario de aduanas que era médico y que había traído las medicinas para donarlas a la comunidad médica local.
Una vez despiertas sus sospechas, el inspector hizo más preguntas. Moody había traído muchos regalos para sus parientes. Todos tuvieron que ser desenvueltos y comprobados. El inspector abrió nuestra maleta de ropa y encontró el conejito de Mahtob, añadido en el último momento al equipaje. Era un conejito muy viajado, que nos había acompañado a Texas, México y Canadá. Y justo en el momento en que nos marchábamos de Detroit, Mahtob había decidido que no podía viajar a Irán sin su mejor amigo.
El inspector nos permitió conservar la maleta de la ropa y —para alivio de Mahtob— el conejito. El resto del equipaje, nos dijo, nos sería enviado más tarde, después de ser cuidadosamente registrado.
Con aquel peso de menos, unas cuatro horas después de que nuestro avión hubiera aterrizado, salimos al exterior.
Moody fue inmediatamente engullido por un tropel de humanidad vestida con túnicas y velos que se aferraba a su traje de calle y lloriqueaba en éxtasis. Más de un centenar de sus parientes se apelotonaba a su alrededor, gritando, gimiendo, sacudiéndole la mano, abrazándolo, besándolo, besándome a mí, besando a Mahtob. Todo el mundo parecía tener flores para arrojarnos a Mahtob y a mí. Pronto tuvimos los brazos llenos de ellas.
¿Por qué llevo este estúpido pañuelo?, me pregunté. Tenía el cabello pegado a la piel. Sudando abundantemente, pensé: a estas alturas, debo de oler como los demás.
Moody lloró lágrimas de alegría cuando Ameh Bozorg se abrazó a él. La mujer iba envuelta en el omnipresente
chador
negro, pero la reconocí por las fotografías que había visto de ella. Su nariz ganchuda era inconfundible. Mujer voluminosa, de anchos hombros, con algunos años más de los cuarenta y siete de Moody, sujetaba a éste en un firme abrazo, rodeándole los hombros con los brazos, levantando los pies del suelo y envolviendo a Moody con sus piernas como si no fuera a soltarlo nunca.
En América, Moody era anestesiólogo osteopático, un profesional respetado, con unos ingresos anuales que se aproximaban a los cien mil dólares. Aquí, volvía a ser simplemente el niñito de Ameh Bozorg. Los padres de Moody, ambos médicos, habían muerto cuando él tenía sólo seis años, y su hermana le había criado como a su hijo. Su regreso, tras una ausencia de casi una década, la emocionaba tanto que los demás parientes tuvieron finalmente que apartarla de él.
Moody nos presentó, y ella derramó entonces su afecto sobre mí, abrazándome con fuerzas, cubriéndome de besos y sin dejar de charlar durante todo el rato en parsi. Su nariz era tan enorme que yo no podía creer que fuera verdadera. Se perfilaba bajo unos ojos castaño-verdosos que, debido a las lágrimas, tenían una textura vidriosa. Su boca estaba llena de dientes torcidos y manchados.
Moody nos presentó también al marido de Ameh, Baba Hajji. El nombre, dijo, significa «padre que ha estado en La Meca». Era un hombre bajo, de aspecto severo, vestido con un holgado traje gris cuyos pantalones le llegaban hasta las suelas de los zapatos, y que no dijo nada. Se quedó mirando el suelo delante de mí, de modo que sus ojos, profundamente hundidos en una cara morena y arrugada, evitaron los míos. Su puntiaguda barba blanca era una copia exacta de la que lucía el Ayatollah Jomeini.
Inmediatamente me encontré con una pesada corona de flores que, pasada por encima de mi cabeza, descansaba sobre mis hombros. Esto debía de ser alguna especie de señal, porque la multitud empezó ahora a moverse en bloque hacia el aparcamiento. Corriendo hacia una serie de pequeños e idénticos coches blancos en forma de caja, se amontonaron en su interior: seis, siete, hasta doce en un solo vehículo. Brazos y piernas asomaban por todas partes.
Moody, Mahtob y yo fuimos ceremoniosamente acompañados al coche de honor, un enorme y amplio Chevrolet color turquesa, de comienzos de los setenta. Los tres fuimos acomodados en el asiento trasero. Ameh Bozorg se sentó delante con su hijo Hossein, cuya condición de hijo mayor varón le confería el honor de conducir el vehículo. Zohreh, la hija mayor soltera, se sentó entre su madre y su hermano.
Con el coche festoneado de flores, encabezamos la clamorosa procesión que salió del aeropuerto. Inmediatamente rodeamos la gigantesca Torre Shahyad, soportada por cuatro graciosos pilares arqueados. De color gris, incrustada de mosaicos turquesa, resplandecía bajo el sol de mediodía. Había sido construida por el sha como un exquisito ejemplo de arquitectura persa. Moody me había explicado que Teherán era famosa por esta impresionante torre que se alzaba como un centinela en las afueras de la ciudad.
Pasada la torre, enfilamos por una autopista y Hossein apretó el acelerador, sacando al viejo Chevrolet ochenta millas por hora, cerca del límite de su capacidad.
Mientras acelerábamos, Ameh Bozorg se volvió y me arrojó un paquete, envuelto como regalo. Era pesado.
Miré a Moody interrogadoramente. «Ábrelo», me dijo.
Así lo hice, encontrándome con un largo abrigo que debía de llegarme a los tobillos. No había señales de confección en él, ni tampoco signo alguno de talle. Moody me dijo que la tela era una especie de mezclilla de lana cara, pero al tacto parecía nylon, o incluso plástico. Era delgada, pero tejida tan tupidamente que seguramente intensificaría el calor del verano. Inmediatamente aborrecí aquel color, una especie de verde oliva suave. Había también un largo y grueso pañuelo verde, mucho más grueso que el que yo llevaba.
Sonriendo ante su propia generosidad, Ameh Bozorg dijo algo, que Moody tradujo.
—El abrigo se llama
montoe
. Esto es lo que llevamos. El pañuelo se llama
roosarie
. En Irán, tienes que llevarlo para salir a la calle.
Eso no era lo que me habían dicho. Al proponer aquellas vacaciones durante la visita que nos había hecho en Michigan, Mammal, cuarto hijo de Baba Hajji y Ameh Bozorg, había dicho: «Cuando salgas a la calle, tendrás que llevar manga larga y pañuelo, y calcetines oscuros». Pero no había dicho nada de un largo y opresivo abrigo en medio del infernal calor del verano.
—No te preocupes por ello —indicó Moody—. Te lo da como un regalo. Sólo tienes que llevarlo cuando salgas a la calle.
Pero sí me preocupé. Cuando Hossein salió de la autopista, estudié a las mujeres que circulaban apresuradamente por las hormigueantes aceras de Teherán. Iban enteramente tapadas, de la cabeza a los pies, la mayoría de ellas cubiertas con
chadores
negros encima de los abrigos, y pañuelos como el
montoe
y el
roosarie
que acababan de regalarme. Y todos los colores eran aquel mismo color pardusco.
¿Qué harán si
no
lo llevo?, me pregunté. ¿Me arrestarán?
Trasladé esta pregunta a Moody, que me replicó simplemente: «Sí».
Mi inquietud por el código de vestimenta local fue rápidamente olvidada cuando Hossein atacó el tráfico ciudadano. En las estrechas calles había impresionantes atascos de coches, que en general circulaban en montón. Cada conductor buscaba una brecha y, cuando descubría una, apretaba el acelerador y el claxon simultáneamente. Enfadado en uno de los atascos, Hossein metió la marcha atrás y retrocedió un largo trecho por una calle de dirección única. Fui testigo de las secuelas de varios guardabarros abollados: conductores y ocupantes bajando del vehículo, gritándose mutuamente, y a veces liándose a golpes.
Traducida por Moody, Ameh Bozorg me explicó que los viernes solía haber menos tráfico. Era el domingo musulmán, en que las familias se reunían en el hogar del pariente de más edad para dedicarse a la oración. Pero ahora se aproximaba el momento de la lectura de la plegaria del viernes en el centro de la ciudad, efectuada por uno de los más santos de los hombres santos del Islam. Este sagrado deber era asumido con frecuencia por el presidente Hohatoleslam Sayed Alí Jamenei (que no debe ser confundido con el Ayatollah Ruhollah Jomeini, quien, como líder religioso, posee una jerarquía superior incluso a la del presidente), ayudado por el Hohatoleslam Alí Akbar Hashemi Rafsanjani, el presidente de la Cámara. Millones —que no millares, subrayó Ameh Bozorg— asistían a las plegarias del viernes.
Mahtob observaba la escena en silencio, sujetando su conejito, con los ojos abiertos de par en par ante las imágenes, los sonidos y los olores de aquel nuevo y extraño mundo. Yo sabía que la pequeña necesitaba desesperadamente un lavabo.
Al cabo de una hora, en que nuestra vida estuvo en las inseguras manos de Hossein, nos detuvimos finalmente ante la casa de nuestros anfitriones, Baba Hajji y Ameh Bozorg. Moody declaró orgullosamente que aquél era un distrito opulento de la parte norte de la ciudad de Teherán; la casa de su hermana estaba a exactamente dos puertas de la Embajada de China. Estaba resguardada de la calle por una gran verja de hierro trabajado de color verde, de barrotes muy juntos. Entramos por una doble puerta de acero a un patio de cemento.