Noche cerrada en Bergen (47 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Escandinavos ingenuos. Estúpidos e ingenuos europeos. Le habían asignado aquella tarea porque entre otras cosas había asistido a un curso de idiomas escandinavos en la academia militar, pero nunca había estado allí. Y no tenía ganas de repetir.

Siguió conduciendo durante casi un cuarto de hora. Salió de la ruta en una desviación suave. El camino era estrecho y poco transitado, y no pasó mucho antes de que apareciera un pequeño sendero sobre la derecha. Despacio, dejó que el automóvil avanzara cien metros por entre los troncos de los abetos antes de detenerlo y apagar el motor. A pesar del espeso bosque, la nieve era bastante profunda, y sólo una huella de tractor reciente le había permitido entrar conduciendo por el pequeño sendero.

Salió.

Hacía frío, pero casi no había viento.

Aspiró el aire puro y limpio, y sonrió. Cuando levantó la vista, pudo ver las estrellas y un pedazo de la luna decreciente entre dos copas de árbol que ondeaban suavemente.

Cerró los ojos y apoyó los antebrazos sobre el techo del coche antes de descansar la cabeza sobre las manos entrelazadas.


Dear Lord
—murmuró—.
Thank You for all Your blessings.

La calidez conocida le subió por el cuerpo, como una embriaguez, y susurró una plegaria:

—Gracias por haberme dado fuerzas para cumplir tu encargo, dulce Señor. Gracias por haberme dado energía y voluntad para satisfacer tus órdenes. Gracias por dejarme ser un instrumento en la lucha contra la oscuridad de Satán. Gracias por haberme dado entendimiento para separar lo bueno de lo malo, lo positivo de lo pérfido, lo verdadero de lo falso. Gracias porque me castigas como merezco y me recompensas cuando lo merezco. Gracias por... —Dudó un momento. Apretó las manos entrelazadas todavía con más fuerza y cerró de nuevo los ojos apasionadamente—. Gracias porque pude evitar lastimar a esa niña preciosa, ese ángel puro de inocencia. Gracias, oh, Señor, porque me has hecho sentir otra vez la cercanía de Jesús. Porque todo es tuyo, y la pureza es la meta. Amén.

Levantó despacio el rostro hacia el cielo. El poder que lo atravesaba le produjo escalofríos, era casi como si se hiciese etéreo. Un pájaro voló desde una rama nevada que se extendía hacia dentro del sendero emitiendo un graznido desagradable al desaparecer con rumbo al cielo negro. El hombre enderezó la espalda, aspiró el olor del frío y los abetos y extrajo un pequeño trébol rojo de metal esmaltado. Se enfundó las manos en un par de guantes que había encontrado en la estación de Nationaltheatret y frotó bien la insignia antes de tomar impulso y arrojarla entre los árboles. Cuando se sentó de nuevo en el coche, se sentía feliz.

Purificado.

Hubo de retroceder los cien metros hasta el camino rural, pero no tuvo problemas. Quince minutos más tarde estaba otra vez en la E6, en dirección a Gotemburgo. Al cabo de dos días estaría de regreso en los Estados Unidos, y no habría quedado una sola huella de él en Noruega.

De eso estaba seguro.

—Ésta es la pista más segura que tenemos.

Yngvar se recostó en el sofá y sostuvo el retrato del salvador de Kristiane frente a sí.

—Pero no es poco.

Inger Johanne se acurrucó más contra su marido. Él olía a largo día de trabajo, y ella apretó la nariz contra su brazo y aspiró profundamente.

—Gracias por no estar ya tan enfadado —murmuró.

Él no respondió.

—¿O lo estás?

Ella sonrió débilmente y levantó la vista hacia él.

—No, sólo estoy... decepcionado. Más que nada, decepcionado.

—Ahora parece que estuvieras reprendiendo a una cría.

—De alguna manera, es lo que estoy haciendo.

Ella se enderezó con brusquedad.

—¡Desde luego, Yngvar! Ya te he dicho que lo siento. Debí haber acudido antes a ti. ¡Es solo que tú... eres siempre tan... escéptico! Pensé que pondrías en duda toda mi teoría, y...

—¡Déjalo ya! —la interrumpió él con un movimiento impaciente de la mano—. Lo hecho, hecho está. Por lo que parece, fue una suerte que contactases con Silje Sørensen.

Ella sonrió, con la esperanza de que él le devolviese el gesto.

No sucedió. Yngvar se rascó la cabeza con ambas manos y resopló desanimado. Luego recogió otra vez el retrato del hombre calvo con ropas oscuras. Lo inspeccionó un rato largo antes de decir súbitamente:

—Sabes que tengo una buena relación con Isak. Por supuesto que puede quedarse aquí. Sin embargo, no entiendo que lo utilices como un escudo contra mí, y que lo tengas aquí sentado esperando a que yo regrese al cabo de varios días de trabajo fuera de la ciudad, cuando no nos hemos hablado desde hace más de treinta horas y tenemos, por decirlo suavemente, mucho... de qué hablar. Esto no debe suceder otra vez.

—¡Pero no me ibas a creer! ¡Tengo esta mala sensación desde el 19 de diciembre y no me he animado a contarlo, ni a ti ni a Isak! La conversación que tuve el lunes con Kristiane, cuando entendí que ella era una testigo central, fue tan vaga, tan poco... verbal que yo... Cuando Isak me contó que él también... ¡No me hubieses creído, Yngvar!

—No es cuestión de creer o no creer, Inger Johanne. Por supuesto que no tengo problemas en creer que tú, y luego Isak, habéis tenido la sensación de que alguien observa a Kristiane. O en que tú creas que Kristiane vio algo que es significativo para el o los que mataron a Marianne Kleive. ¡Pero que tengáis esa impresión no es lo mismo que decir que eso es realmente así! Y más aún, ya que ninguno de los dos puede hablar más que de una «sensación».

Se había enderezado y dibujaba círculos con los dedos frente a las mejillas de Inger Johanne.

—La carpeta había desaparecido, y el hombre de...

—La carpeta apareció, eso lo dijiste tú misma. Hablaste de que sólo había sido un descuido.

—Pero...

—Escucha, ahora dejemos esto, ¿vale? Para estar seguros he pedido que una patrulla pase por aquí de vez en cuando durante las veinticuatro horas. Aparte de eso, es poco lo que podemos hacer. A menos que quieras que expongamos a Kristiane a un interrogatorio judicial como corresponde, con la carga que eso supondría para la niña. Olvídate. En todo caso por ahora.
Please!

Su mano se cerró en torno a la copa de vino.

—No —dijo ella—. No puedo. Entiendo que te sientas ofendido. Entiendo que enseguida debí de acudir a ti con todo esto. Pera, aun así, Yngvar, se me han ocurrido algunas ideas sobre...

—No —la interrumpió él con dureza—. ¡Ahora me has de escuchar! Si de veras es cierto que Kristiane fue testigo de algo en relación con el asesinato de Marianne Kleive, ¿por qué cuernos no la mataron, sin más?

Lo último lo dijo en un tono tan alto que ambos se sobresaltaron. Se quedaron sentados reflexionando e intentando percibir alguna señal de que Kristiane se pudiese haber despertado. Todo lo que oyeron fue que el vecino estaba viendo un DVD de
Mamma Mia.
Por enésima vez desde Navidad, le pareció a Inger Johanne.

—Porque creen —dijo Inger Johanne—. Porque creen en Dios.

—¿Qué?

—O en Alá.

—Porque creen. ¿Y?

Ahora parecía más interesado. O quizá confundido.

—Porque creen —dijo Inger Johanne—, por eso no matan a ciegas. Creen con una pasión que sería desconocida para el resto. Son fanáticos, profundamente creyentes. Arrebatar la vida de personas adultas que, según su opinión, son pecadores que deben ser castigados con la muerte, de acuerdo con un imperativo que proviene de Dios, es totalmente distinto a matar a una criatura inocente.

Hablaba con lentitud, como si aquello no se le hubiese ocurrido hasta entonces, y parecía estar eligiendo las palabras con gran esmero. La mirada de Yngvar ya no expresaba tanto rechazo cuando preguntó:

—Pero estas personas, estos grupos, ¿son realmente... religiosos? ¿No son sólo pervertidos que utilizan a Dios o a Alá como una especie de... pretexto?

—No —dijo Inger Johanne sacudiendo la cabeza—. Nunca desestimes el poder de la fe. Y de alguna forma mi teoría se hace más creíble si... —retrajo los pies hasta apoyarlos en el sofá y se agarró uno, como si tuviese frío—, si Kristiane, de hecho, vio algo. El que mató a Marianne Kleive posiblemente comprendió ahí y entonces que ella no es como todos los demás. Si es cierto que el hombre que salvó a Kristiane del tranvía es el asesino, en todo caso él ya sabía entonces de su... diferencia. Y si hay algo que impresiona en mi hija más que cualquier otra cosa, es precisamente...

Sus ojos casi se desbordaron de lágrimas cuando miró a Yngvar.

—El candor —completó él—. Es la encarnación de la inocencia. El propio niño ángel de Dios.

—La señora me ayudó —dijo Kristiane en voz baja desde la puerta.

Yngvar se quedó rígido. Inger Johanne volvió despacio la cabeza y la miró.

—Ajá —dijo en un susurro.

—Albertine dormía —dijo Kristiane—. Y yo quería encontrarte, mamá.

Yngvar casi no se animaba a respirar.

—Tenía que esconderme de todas las personas, porque no quería irme a dormir sin ti. Y entonces encontré, de pronto, una puerta que estaba abierta. Había una escalera. La bajé, porque quizá tú estabas ahí, y en todo caso no había nadie más. Estaba rodo en silencio allí abajo. Era el sótano, en realidad, y no era bonito. Entonces apareció la señora en la puerta de la escalera y me saludó.

Kristiane tenía un pijama nuevo. Era demasiado grande, y las mangas le ocultaban las manos. Comenzó a tironearlas.

—Ahora tengo que dormir —dijo.

—¿Qué hiciste cuando la señora te saludó? —sonrió Inger Johanne.

—Ahora tengo que dormir.
Dam-di-rum-ram.

—Ven aquí, mi niña.

Finalmente Yngvar se había vuelto hacia Kristiane y la saludaba agitando la mano suavemente.

—Soy la niña de mi papá —dijo ella—. Aparte, ya no soy ninguna niña. Soy una jovencita. Eso dice papá.

—Puedes ser mi niña y la niña de tu papá —dijo Yngvar, y rio por lo bajo—. Eso lo serás siempre. No importa cuánto crezcas. ¿No has escuchado cómo el papá de mamá llama «mi niña» a la abuela?

—Mi abuelo llama «mi niña» a todas las mujeres. De hecho, es una mala costumbre que tiene. Eso dice la abuela.

—Ven aquí —dijo Inger Johanne—. Ven con mamá.

Kristiane avanzó dudando.

—Me gritó —dijo trepando al sofá entre los dos—. No sabía cómo me llamaba, porque no me conocía. Sólo gritó: «Ven», y sonrió.

—Y entonces... —dijo Inger Johanne sonriendo.

—Yngvar —dijo Kristiane con seriedad—. Tú seguramente pesas... —pensó rápido—. Cerca de un doscientos treinta por ciento más que yo.

—Creo que ése es bastante precisamente mi peso —contestó él echando una mirada avergonzada a Inger Johanne—. Pero me gustaría que fuera mi propio secreto.

—Yo peso treinta y un kilos, mamá. Así que simplemente puedes calcularlo.

—Prefiero escuchar lo que pasó, mi vida.

—La señora llamó y yo subí otra vez. Tenía las manos muy cálidas. Pero yo había perdido una pantufla.

—¿Pantufla? —dijo Yngvar, inquisitivo—. ¿Entonces no habías...?

—¿La señora fue a buscarla? —le interrumpió Inger Johanne.

—Sí.

—Y ¿dónde estabas tú, mientras?


Da-di-rum-ram.
¿Dónde está
Sulamitt?


Sulamitt
se murió, mi vida. Eso lo sabes.

—La señora también estaba muerta.
Da-di-rum-ram.

Yngvar la estrechó contra sí y apoyó su cara en la cabeza de la niña.

—Estoy tan triste por haber atropellado a
Sulamitt
—susurró—. Pero ya hace tanto tiempo.


Da-di-rum-ram.

La niña había retraído las rodillas hasta el mentón y abrazaba sus piernas balanceándose despacio de un lado a otro. Se tumbaba hacia Inger Johanne, esperaba un momento, se tumbaba hacia Yngvar. Una y otra vez.

—Ahora te acompañaré hasta la cama —dijo finalmente Inger Johanne.


Dam-di-rum-ram.

—Ven.

Se puso de pie y tomó la mano de su hija. Kristiane la siguió, animada. Yngvar estiró el brazo hacia ella, pero ella no lo vio. Se quedó sentado escuchando la charla casual y paciente de Inger Johanne y el extraño balbuceo de Kristiane.

Se le ocurrió que la certeza de que Inger Johanne había tenido razón era casi peor que el que Kristiane hubiese sido testigo de algo traumático. Vencido, se desplomó de nuevo sobre los almohadones.

Había creído en lo que Inger Johanne le decía, pero no en lo que ella creía que significaba. Cínicamente, había sido su capacidad de juicio, precisamente, lo que lo había atraído una vez. Porque la necesitaba. La había convencido para participar en una investigación de la que ella no quería formar parte, y la había forzado a relacionarse con la pesadilla de todos los padres. Niños que estaban siendo secuestrados y asesinados, y él estaba totalmente atascado. Fueron la experiencia única de Inger Johanne con el FBI y su aguda forma de observar la conducta de las personas los que resolvieron el caso y salvaron la vida de una chiquilla. Se había enamorado de Inger Johanne por muchas razones, pero cuando recordaba a veces los tiempos de la dramática búsqueda de esa criatura desaparecida, se daba cuenta de que era principalmente su capacidad para combinar intelecto e intuición, razonamiento y emoción, lo que lo había atraído hacia ella con una fuerza que no había experimentado nunca antes.

Inger Johanne era la mezcla perfecta de sensatez y sentimientos.

Pero esta vez, después de tantos años trabajosos, simplemente no la había creído.

Sentía tanta vergüenza que tuvo que cerrar los ojos.

—¿Me crees ahora?

Su tono no era agresivo. Ni siquiera le censuraba. Por el contrario, su voz sonaba aliviada. Eso lo hizo sentirse aún más pequeño.

—Te he creído todo el tiempo —murmuró—. Sólo pensé que...

—Olvídalo —dijo Inger Johanne, y se sentó otra vez—. ¿Qué hacemos con esto?

—No sé. Simplemente no lo sé. Quizá lo mejor sea esperar. Ella habló contigo el lunes, y ahora con ambos. Probablemente deberíamos esperar a que decida por sí sola cuándo quiere decirnos algo más.

—No es seguro que lo haga.

—No. Pero ¿la expondrías a una declaración ante un juez?

Ella apoyó una mano en el muslo de Yngvar y con la otra levantó la copa de la que él bebía.

—No todavía. No si no es absoluta y totalmente necesario.

—Entonces estamos de acuerdo.

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