Authors: Carmine Carbone
No conseguía entenderme a mí mismo ni mi lugar en el mundo.
Esa sensación que me dio ya la había tenido antes.
Apenas podía recordar aquella cortina y las paredes azules llenas de dibujos: era la habitación del orfanato.
Aquellos doctores me recordaban al personal del orfanato, Paul, Joe y Beth, conocida como tía Beth, la directora, ya que para nosotros siempre fue y será una tía.
No tengo nada anterior a esos recuerdos, ignoraba mis orígenes, mis raíces e incluso a mis padres.
Igual que ignoraba aquel accidente.
Nadie sabía con precisión cómo había sucedido, habían encontrado a Faith, Jesse y Tom muertos entre la chatarra de la autocaravana y yo había perdido el sentido incluso antes de saber lo que estaba ocurriendo.
No conseguía revivir aquel suceso, aquella indiferencia que tenía por todo.
Me pertenecía porque había alguien que me lo contó después de despertarme.
Me gustaba pensar cómo yo y los chicos habíamos imaginado la vida y la muerte.
Vivir era buscar la sinfonía perfecta y encontrarla era, por tanto, la muerte.
Los chicos la habían encontrado prematuramente, pero yo no.
Todavía no era el momento.
Sin embargo en las condiciones en las que estaba no habría podido continuar viviendo de la música tal como había deseado.
Ahora tenía marcas imborrables y discapacidades físicas que me lo impedían.
Todo me desanimaba y me deprimía, pero sabía que debía reaccionar y seguir adelante.
Colaboraba activamente en las curas y con la rehabilitación en el hospital.
Veía también a psicólogos que me daban
apoyo y ayuda
, así lo llamaban ellos, pero para mí era
salvación
.
Recuerdo con cariño a Lucy, si no fuera por ella quizás ni me habría alimentado en aquellas semanas de rehabilitación, estaba allí conmigo y trataba de ayudarme mentalmente, sin saber siquiera nada de mí o de mi pasado.
Tenía una cara mofletuda llena de arrugas con una sonrisa estampada y unas gafitas tapadas por un mechón de pelo gris. Así era como imaginaba que sería una abuela.
Allí estaba, vestida con su bata blanca pidiéndome que volviera a la vida, que me empeñara en ello.
Para ella yo estaba empezando de nuevo, pero en ocasiones a mí me parecía estar al principio del fin.
Mi habitación estaba al final del pasillo, en una planta alta porque desde la ventana se podían ver los nidos de los pájaros que tanto me animaban, me los imaginaba como notas musicales mientras volaban por aquella partitura que para mí era el cielo.
Aquellas noches ni siquiera dormía, pensaba que ya había dormido bastante los nueve meses anteriores y así que me quedaba despierto repitiendo constantemente mis ejercicios físicos.
Quería volver a tener una vida independiente cuanto antes.
No sé exactamente cuánto tiempo pasé en el hospital, pero recuerdo el momento en el que salí, aquel desinterés.
Ese día me imaginaba como un corredor en la línea de salida, preparado para comenzar el sprint hacia su meta, hacia su vida.
Era el día de renacer.
Aquel día rena... me hice vagabundo.
¡Ay! Perdón, trotamundos.
5
En el centro de la página de aquel periódico había un artículo con un titular en grandes letras: «CONTINÚAN LOS ROBOS EN CHALETS».
Todos sabíamos que los problemas de robos en viviendas preocupaban mucho.
El número había aumentado considerablemente en el último año.
La policía había estimado un porcentaje, en base a los arrestos efectuados, de los autores de estos robos.
Aquel porcentaje había sido publicado en el periódico confirmando y aumentando el malhumor de los ciudadanos.
En primer lugar, con el 70%, estaban los gitanos.
La población también los había señalado con el dedo, alimentaban el odio y el desprecio hacia ellos, pero cómo se iba a censurar a la gente que se veía privada de sus objetos, sus recuerdos. Gente que se sentía que habían violado su domicilio, su propia intimidad.
Incluso yo me enfadaba si alguien cogía mis cajas por la noche o trataba de robarme la comida.
El sentido humano de la posesión nos tiene en alerta y odiamos que toquen nuestras cosas.
Podía entender el concepto, pero culpabilizar y generalizar no me gustaba y no habría sido siquiera capaz.
Para mí los gitanos eran Mircea y Constantin. Los había conocido cuando llegué a la ciudad y los encontraba a menudo en el comedor de la asociación.
Alguna vez incluso habíamos comido en la misma mesa.
Eran primos, o hermanos, no lo sabían ni ellos, pero eran geniales.
Contaban que venían de Transilvania, la tierra de Drácula y de los vampiros, solo que ellos en vez de sangre chupaban vino tinto.
Contaban unas historias de locos, decían que ser gitano era un estatus, tenían una lengua y una cultura propias.
Aseguraban que eran ricos, que tenían propiedades y oro.
En su
barriada
había de todo: desde bares donde servían alcohol casero a casinos.
Todas las noches jugaban a los dados y apostaban grandes cantidades de dinero.
Vivían en la calle por decisión propia, pero eran ricos.
Me gustaban sus historias, me hacían evadirme del mundo.
Les apreciaba por ello, me hacían feliz porque me imaginaba a mí también como un privilegiado.
Privilegiado en el sentido de escoger mi condición, mi posición en la sociedad y en la vida. Yo decidía lo que quería ser. Era rico pero vivía en la calle. Por voluntad propia. Mi voluntad. Mi libre voluntad.
Me gustaba su concepto de ser pobre voluntariamente y no por obligación.
Eso era, para mí, un gitano.
6
A un lado de la página había un artículo que trataba el problema de las nuevas drogas en la ciudad.
Drogas sintéticas y ácidos que provenían de Asia.
Los adolescentes, sobre todo los menores de edad, las consumían en exceso por sus efectos inmediatos y su bajo coste.
Había desatado tanto estupor e indignación que la gente y los padres parecían preocuparse solo por las nuevas drogas, sin pensar que hasta ahora, sin éstas, los jóvenes habían hecho un uso desmesurado de drogas comunes que estaban presentes en la ciudad hacía décadas.
Acusaban a la población china de su aparición.
Ni siquiera se había dicho que la producción y distribución de estas drogas estuviera en manos de los chinos.
Era como afirmar que la cocaína la distribuían solo los colombianos y la marihuana los afganos. Era absurdo.
Para mí los chinos eran Xiao, el dueño de un restaurante de prestigio del centro. Era un tipo muy curioso, me recordaba al maestro de artes marciales de una serie de televisión, salvo porque tenía la cara bronceada de ir a centros de estética.
Y sus músculos no eran fruto de entrenar mucho en el gimnasio, sino de los muchos años descargando barcos en el puerto y de una alimentación ligera a base de pescado.
Iba a verlo a menudo a su restaurante y me ofrecía platos que sabía que me gustaban: crujiente de gambas y ravioli al vapor con salsa agridulce.
Sabía muy bien que odiaba los rollitos de primavera.
Era un trotamundos que todavía tenía el paladar fino aunque, obviamente, solía comer todo aquello que me daban.
Xiao me contaba la vida que se había labrado lejos de casa, lejos de su país.
Como yo, soñaba con realizarse. Lo había conseguido a base de muchos sacrificios y renuncias.
Me hablaba de los muchos momentos malos, de trabajos masacrantes, de los problemas de un oriental en una sociedad occidental.
Pero también me hablaba de sus alegrías, de la familia que había formado, del local que había comprado, del sueño que había alcanzado y realizado.
Era un ejemplo para mí. Un ejemplo positivo y único.
Dedicación al trabajo, respeto por la cultura y los hábitos, gentileza y cortesía por el prójimo.
Tradiciones asiáticas en un mundo muy diferente.
Eso era, para mí, un chino.
7
Al final de la página cuatro del periódico, en un artículo corto, se seguía debatiendo de los problemas de la Policía.
Habían ocurrido algunos episodios de violencia y corrupción en la ciudad que transmitían desconfianza, y esto había llevado a un sentimiento de autoprotección y anarquía.
Yo estaba del todo contrariado por estas acusaciones contra aquellos que nos tutelaban y protegían, aunque era consciente de que algún agente podía haber cometido algunos errores.
¿Pero quién no los cometía?
Los cometía el vagabundo, el gitano, el chino y también el policía. Pero incluso el panadero, el doctor, la maestra y el cura. En fin, la gente. Toda.
Conocía bien a la policía de la ciudad, o mejor dicho, ellos me conocían a mí.
Había vivido episodios desagradables con ellos.
Me acuerdo de una noche que se me acercaron de manera amenazante, apuntándome con las pistolas y con la linterna en la cara, pidiéndome que me identificara.
Me dieron un susto de muerte, pero los entendía.
Tenían que identificar y vigilar a un hombre que dormía en una buhardilla abandonada.
Me había cobijado contra la fría noche pero alguien les había avisado de que un hombre extraño y sospechoso se había metido en un inmueble municipal.
¿Cómo no iba a entender que su manera amenazante era de una manera de protección?
Protección por su propia seguridad y protección por su familia e hijos.
¿Cuántos policías han perdido la vida a manos de delincuentes, quitándoselos a sus seres queridos?
Los entendía.
Y por esta razón estaba siempre dispuesto a colaborar con ellos.
Siempre.
Hay que decir que Moris era un buen chico.
Sabía que su nombre era Moris, pero en realidad lo llamaba señor Agente, aunque él, que tenía casi mi edad, siempre me pedía que lo llamara por su nombre.
Normalmente, cuando patrullaba de noche, sabía dónde acampaba y de vez en cuando venía a visitarme para conocer las últimas novedades de la calle.
Entre los trotamundos las noticias volaban más rápido que en Internet.
A veces me llevaba bebidas calientes y croissants de chocolate de la panadería de la esquina.
Aunque nunca le pedía nada, siempre me daba algo de dinero.
Lo consideraba un amigo, me contaba sus problemas y cosas de su familia. Era majo.
Lo respetaba como respetaba a toda la Policía, por su trabajo y su sacrificio.
A diferencia de muchos ciudadanos, estaba orgulloso de ellos.
Los veía siempre en el turno de noche y pensaba: «¡Joder! Esta noche solo estamos los trotamundos, los delincuentes y los policías, mientras que el resto están en casa calentitos en la cama».
Me hacía sentirme próximo a ellos.
Eso era, para mí, un policía.
8
La página cinco del periódico estaba dedicada a anuncios varios, los de trabajo, los de compraventa, los personales, que no me interesaban.
Había arrancado la página y la estaba arrugando en forma de bola para lanzarla a la papelera que tenía al lado, cuando un anuncio atrajo mi atención.
Vi la foto de una niña que tendría 6 o 7 años, sonriente y feliz, abrazando a un perro enorme.
Era uno de esos perros de nieve con un ojo azul y otro marrón, y tenía una vistosa placa en el collar.
El anuncio rezaba: «¡LES PIDO QUE ME AYUDEN! QUIEN ENCUENTRE O TENGA NOTICIAS DE LUCKY PUEDE CONTACTARME... (Venían la dirección y el teléfono) ...OFREZCO 2000 DE RECOMPENSA».
¡2000! ¡Guau! Era una gran cantidad.
¡Pensar que en diez años en la calle había encontrado como mucho 50!
No obstante era difícil encontrar a un perro días después de su desaparición, sobre todo en esta ciudad enorme.
Sin embargo en ese momento no pensaba en aquella niña y en la ayuda que pedía.
Sufría por haber perdido de repente a alguien que amaba, su compañero de juegos.
Debía de ser un trauma, era una separación forzada.
Sabía muy bien que era aquello, la separación forzada de aquello que amas.
Era lo que me angustiaba desde hacía años.
Estaba inmerso en estos pensamientos cuando de repente escuché un ladrido que provenía de la madriguera de Markus y en aquel instante me vino una idea.
¿Y si Mr. Vodka me podía decir dónde estaba Lucky?
Conocía o al menos había visto a muchos de los perros de la ciudad ya que a menudo andaba por los parques donde la gente los paseaba.
Quizás lo había visto. ¡Qué idea!
No sé qué hora era, pero la noche era aún larga.
Los taxis y los buses andaban todavía por la Continental.
Plegué las cajas, las escondí en un arbusto para encontrarlas más tarde y me puse en camino custodiando la página del periódico en el bolsillo del abrigo.
9
Caminé junto a la orilla del río, el flujo del agua tenía un sonido muy bonito, era un sonido continuo y limpio, podía percibir la frescura del agua y de las piedras del fondo. Aquel flujo infinito fue interrumpido por voces y gritos. Alcé la vista y vi que había gente en el puente.
No les hice caso hasta que, subiendo la escalera, me los encontré de frente a pocos metros.
Cerca había un gran coche blanco aparcado.
Era realmente enorme, como una limusina, pero deportiva.
No sabía cuántas personas había porque entraban y salían de la puerta trasera del vehículo, habría una decena.
Reían, gritaban y brindaban. Parecía una fiesta itinerante.
Escuchaba que hablaban entre ellos pero la atención estaba puesta en ella, quizás era la festejada, una chica veinteañera enfundada en un micro vestido rosa.
Sus joyas eran del mismo color que su pelo y estaba maquillada como una famosa, quizás lo era.
Los chicos a su alrededor zumbaban como abejas enloquecidas entorno a la miel y ella estaba encantada con aquella atención.
Entre un bandazo y otro se paró, se dirigió con tono marcial al hombre del esmoquin negro y le dijo: «¡Tráeme mi bolso! Cuidado que es de firma y como lo estropees ¡lo vas a pagar con tu sueldo!»
Se quedó anonadado, pero el hombre obedeció inmediatamente, corrió al coche y lo cogió de la guantera.
Se lo dio y se alejó rápidamente marcha atrás, sin darle la espalda.