Noche (5 page)

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Authors: Carmine Carbone

BOOK: Noche
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La partida fue como una procesión programada, cada uno sabía cuándo tenía que moverse y salir a la carretera.

Delante de nosotros las montañas se abrían dejando entrever los paisajes de aquella nueva tierra.

Extensiones cubiertas de flores rosas y violetas y ni un solo signo de la presencia del hombre, ni un edificio, ni un caserío, ni un camino de tierra. Nada.

Solo un poco más adelante se podía distinguir a lo lejos las grandes hélices de la central eléctrica que parecían pequeños molinillos de viento de acero sobre un manto de colores.

Me sorprendió mucho ver que el cambio de un país a otro estaba solo simbolizado por dos banderas que ondeaban a los lados de la carretera y que si no me llego a fijar ni me habría dado cuenta de ellas. Faltaba un poco para llegar a la metrópoli y ya sentía dentro de mí la impaciencia de las ganas y el temor.

Recuerdo que Luc, cuando casi habíamos llegado, me dijo que había sido un placer atravesar el Viejo Continente en mi compañía.

El Viejo Continente.

Qué recuerdo.

17

 

En la parte de atrás de la furgoneta de Ebe había montado un cenador que había vallado con paredes de caña creando un espacio habitable en el que desayunaba y donde se relajaba por la noche antes de dormir.

Al lado de la tumbona vi a Lucky echado, y al ver a Ebe se levantó acercándose con ganas de jugar.

Parecía estar contento con su dueña a pesar de que solo llevaba con ella unos pocos días. Ebe lo acarició vigorosamente y lo abrazó, y a Lucky pareció gustarle.

Después se concentró en mí oliéndome insistentemente.

Estaba limpio porque me había lavado en la asociación pero seguramente sentía el olor de los perros de Markus.

«Pues aquí está Zeus... perdón, Lucky», me dijo.

No respondí pero sonreí dando a entender que confirmaba que se trataba del mismo Lucky.

«Entonces, ¿qué hacemos ahora?», preguntó.

Respondí que ya que era noche profunda era tarde para llevarlo a casa, pero ella dijo con tono seguro que sería muy escénico y teatral devolvérselo a sus dueños a esa hora.

Describió esa escena con precisión.

«Imagina que están durmiendo y escuchan llamar a la puerta, vemos que encienden la luz del pasillo y, poco después, un hombre con sueño y desorientado te abre la puerta, frotándose los ojos al ver a su perro. Y después empieza a darte las gracias con devoción, ¡tratándote como a un héroe!»

Efectivamente la escena era de película, pero no quería molestarles a esa hora de la noche, así que le propuse que fuera en mi lugar a ver a los dueños.

Desgraciadamente la cosa no le interesaba, solo quería irse a dormir ya que al día siguiente se iría nada más despertarse por la mañana.

Sacó de su bolso una cuerda de color rojo y la ató al collar de Lucky como si fuera una correa.

Dijo que quería hacerme un regalo para compensar mi cordial y agradable compañía, así que dirigió con el perro fuera del callejón.

La seguí y cuando estábamos en la calle paró un taxi que pasaba por allí.

«Te regalo el viaje hasta destino, así será rápido y ¡devolverás la felicidad a los propietarios de Lucky!»

Acompañó esta frase de un abrazo y de algunas recomendaciones y deseos como «contrólate», «te deseo lo mejor», «estate atento» y algo que me sorprendió, «eres un gran hombre».

No recuerdo bien si acaso le respondí, estaba tan ensimismado apreciando aquella frase que cuando me di cuenta estaba ya en el taxi con Lucky a mi lado y su cara con una enorme sonrisa al otro lado del cristal de la puerta.

Después se dirigió al taxista y le dio dinero diciendo que me llevara a dónde yo le pidiera.

El coche partió y su figura desapareció en la oscuridad de la noche.

18

 

«¿Dónde le llevo, señor?» preguntó el taxista.

Estuve por sacar el anuncio del periódico del bolsillo pero Lucky tenía tanta curiosidad que se movía frenéticamente de una ventanilla a otra sin importarle que yo estuviera ahí sentado.

El taxista me pidió, muy cortésmente, que lo mantuviera calmado y quieto. Al principio le mostré la foto de su pequeña dueña en el periódico como diciéndole «pórtate bien, ¡que te estoy llevando a su casa!», pero obviamente era un perro y no un niño, así que instintivamente intentó morder la página. Después de unos instantes, sin motivo, de la misma manera que se había desatado, se calmó y se acurrucó en el suelo, a mis pies. En aquel preciso momento el coche empezó a frenar, se echó a la derecha y se paró.

«¿Entonces a dónde vamos señor?», dijo el taxista.

Le mostré la dirección del anuncio y él, haciendo un gesto con la cabeza, emprendió la marcha.

Era un hombre de mediana edad y de apariencia me recordaba a un actor de aquellas películas mudas de posguerra.

«¿Es usted actor?», solté sin pensarlo y sin control.

El hombre, después de reírse a carcajadas exclamó: «¿¡Un actor!? JAJAJAJAJA... ¡Claro, y esto es un set cinematográfico!»

«Perdone mi estupidez», fue mi disculpa.

«¡Usted no es estúpido! Si así fuera no estaría a esta hora de la noche yendo a devolver un perro perdido a sus propietarios», puntualizó.

«¿Y usted cómo conoce a Lucky?», pregunté asombrado.

Él, explicándolo como si estuviera recitando en una película, me contó que entre carrera y carrera el taxista medio o come o lee, y él era de los que leía de todo, diarios, periódicos, revistas e incluso libros, si eran interesantes.

«Si siempre comiera entre una carrera y la siguiente, ya no entraría en el coche», especificó.

«Entonces ¿a usted tampoco le parece raro que lo esté devolviendo a esta hora? ¿Y si están durmiendo? ¿Podría molestarles?», parecía como si quisiera que aprobara lo que estaba haciendo.

El taxista ajustó el espejo retrovisor para poder verme la cara y pude confirmar mi primera impresión, sus ojos me recordaban por su expresividad y profundidad a los de un actor, pero quizás eran así por los años pasados al volante. De hecho, teniendo limitada la gestualidad del cuerpo, había desarrollado en las conversaciones con los clientes un lenguaje expresivo propio.

«Mire que es usted el que les está haciendo un favor a ellos y no ellos a usted», me advirtió.

Y pensé que tenía razón, pero ¿la recompensa no igualaba las cosas?

«Y además no se crea que la noche sea solo descanso, silencio y estabilidad. Así pensaba que era hasta hace 35 años, cuando empecé a trabajar en esto», exclamó.

Le pregunté: «¿En qué sentido?», pero lo hice pensando para mí, que si hacía este trabajo desde hacía 35 años, era un hombre mayor de mediana edad y que a pesar del trabajo sedentario y agotador, estaba verdaderamente bien.

Por el contrario, yo parecía mayor pero no me preocupaba.

«En el sentido que si estuviera una noche conmigo en este taxi se daría cuenta que no hay diferencia entre el día y la noche y que la gente sale, trabaja, vuelve a casa, viaja, visita la ciudad, llora, ríe, come, bebe, festeja, en resumen, viven sin importarles la luna o el sol», me explicó de una sentada.

«¿Puedo de veras?», exclamé.

«¿Qué si puede qué?», dijo dubitativo.

«Pasar con usted una noche entera y ver todo eso», le propuse.

Y él, mirándome estremecido, alargó el brazo hasta la guantera del coche y, una vez abierta, sacó del interior un libro. De entre sus páginas extrajo una tarjeta de visita que usaba a modo de marcapáginas.

Me la dio invitándome a llamarlo al número que ponía.

«¿Es un libro que está leyendo?», le pregunté.

«¿Este? Sí, sí», afirmó mostrándome la portada.

Leí el título,
Noche
, y le pregunté: «¿Le gusta?»

Respondió con decisión: «¡Sí! Es muy interesante. Es de un autor italiano emergente».

Lo volvió a dejar en la guantera y siguió conduciendo.

El taxi recorría una calle poco iluminada y la neblina de la noche difuminaba los contornos de la ciudad en un tenue grisáceo y, solo estando atento, se podían vislumbrar los diversos colores vivos de las casas y el color rosáceo de los tejados.

Era un barrio residencial en el que no había estado nunca, puesto que no tenía negocios ni oficinas.

Las calles estaban limpias y había muy pocos coches aparcados delante de los chalets.

«Hemos llegado a destino», dijo parando el automóvil.

19

 

El taxista me deseó buena suerte y le sonreí nervioso.

Había llegado el momento de salir del coche, recorrer el camino de gravilla y de llamar a aquella puerta blanca y brillante con grandes tiradores plateados.

En aquellos momentos preparaba en mi mente las frases que les iba a decir y la actitud que tenía que mostrar, pero todas mis intenciones se desvanecieron nada más abrir la puerta del coche porque Lucky salió de un salto, corriendo y ladrando hacia la puerta. Había llegado finalmente a casa.

Intenté perseguirlo pero en ese mismo momento me retuvieron las ganas de volver a montar en el taxi y decirle al actor de reemprender la marcha e irnos, alejándonos cuanto antes de aquel sitio.

Pero era muy tarde.

No había pasado ni un momento que se encendió una luz en el primer piso de la casa, después una en la planta baja hasta que se encendió otra en la entrada, detrás de esa puerta blanca y brillante, como si siguieran a alguien que se dirigiera a abrirla.

El perro estaba tan contento que saltaba y daba vueltas sobre sí mismo y nada más que se abrió la puerta se metió dentro.

Un hombre lo acogió, sorprendido, entre sus brazos y mientras lo acariciaba dirigió su mirada hacia mí.

Era una mirada adormecida pero feliz.

Era un hombre en la cincuentena, distinguido, con el pelo y la barba canosos, con un aire muy formal a pesar del pijama a rayas azules y celestes y las zapatillas gris oscuro.

«Dios mío, ¿dónde lo has encontrado?», empezó a decir, pero no me dio ni tiempo a responder que continuó: «¡Infinitas gracias! ¡Muchísimas gracias! No sabe lo que ha hecho. Es estupendo».

Dijo con una cara mezcla de maravillada y alegría que casi me conmovió. No respondí por temor a interrumpir aquel momento de felicidad tan especial. El hombre se dio la vuelta hacia la gran escalinata que se entreveía al fondo de la entrada, a su espalda, y gritó: «¡Margareth! ¡Jacqueline! ¡Rápido, bajad. Un héroe ha traído a Lucky!»

«¡No, señor! ¡No soy un héroe!», exclamé.

Y él: «¡Claro que sí! Ya verá, se dará cuenta nada más que mi hija Margareth le dé las gracias. Para ella será un héroe. Lucky lo es todo para ella».

Margareth debía ser la niña del anuncio, la hija de aquel hombre. Se escuchó un gran bullicio mientras veía bajar cuatro piernas impacientemente por aquella escalera de madera.

La niña gritaba de alegría y nada más ver a Lucky correr hacia ella se echó a llorar.

Lo abrazó unos instantes y después corrió hacia mí: «¡Gracias señor! Gracias, gracias, gracias... te quiero mucho».

Tenía el pelo largo y negro y la cara hinchada, puede que por el sueño o por las lágrimas que le caían.

Tenía una sonrisa increíble, pura e ingenua, como solo los niños pueden tener.

Aquella sonrisa en su cara fue ya para mí una gran recompensa. Mientras tanto una mujer llegó a los brazos de aquel hombre diciendo: «¡Qué bonito! ¡Está aquí, ha vuelto!».

Era una mujer muy fina y elegante, de la misma edad del hombre. Llevaba puesta una bata rosa con encaje perlado y tenía el pelo recogido con una gran horquilla de oro en forma de pluma.

«¡Muchísimas gracias, señor! Le ruego que se acomode, estaríamos felices y contentos de ofrecerle cualquier cosa», me invitó haciendo un gesto con la mano indicando que me acomodara dentro.

«No, le doy las gracias señora, pero no hace falta», fue la única frase que pude proferir aunque, en el fondo, no lo pensase de verdad.

«Está bromeando, le estamos agradecidos... Venga, ¡acomódese que hace frío!», y vino hacia mí, cogiéndome del brazo para entrar en la casa. En ese momento el marido dijo: «¡Siéntase cómodo!» y mientras cerraba la puerta miré a la calle, donde el taxi ya no estaba.

«Me llamo Brando y esta es mi mujer Jacqueline», se presentó estrechándome la mano.

Después la niña me cogió la mano izquierda: «¡Hola, soy Margareth! ¿Tú cómo te llamas?» Pausa larga. «¿Cómo te llamas?», repitió Margareth mientras sus padres me miraban sonriendo en espera. «Pues... ¡Yo me llamo Dave! Mi nombre es Dave», desvelé.

20

 

«¿Qué te ha pasado en la mano Dave? ¿A tus dedos?», la niña se había dado cuenta de mi mano izquierda.

«¡Tenía hambre y me los comí a la parrilla con ketchup y mayonesa!», exclamé sonriendo.

Se rio con una gran carcajada pero Jacqueline la regañó: «¡No seas descortés Margareth!»

«No se preocupe, no hay problema», le dije.

Nos sentamos en una gran mesa que estaba en el centro de una sala acogedora y caliente, me preguntaron qué me apetecía, si tenía hambre, si quería un café o leche.

Me sentía obligado a aceptar, así que pedí un té caliente y Jacqueline fue a la cocina a prepararlo.

Mientras tanto Margareth se escapó a su habitación con Lucky.

«Margareth, no lo dejes subir a la cama, que o sabemos qué ha hecho o dónde ha estado, debemos darle un baño», dijo Brando hablando del perro.

«Ha estado bien», puntualicé brevemente.

«Gracias, de veras, nos has hecho felices, Dave», me volvió a agradecer. «Puedo llamarte Dave, ¿verdad? ¿Tutearte?», me preguntó.

«Por supuesto», ni siquiera hacía falta ni que respondiese porque ya no recordaba hacía cuánto tiempo que no me llamaban por el nombre, y eso me alegró.

Brando parecía un buen hombre, estaba sentado a mi lado y me miraba con curiosidad, pero era un hombre vivido, despierto y para nada ingenuo, se había dado cuenta rápido de mi condición.

Me preguntó cómo había acabado en la calle, como era que no vivía bajo un techo, qué me había sucedido e incluso me dijo que me tomaba por una persona especial solo por el hecho de haber llevado de vuelta a Lucky a casa.

No tenía miedo de aquel vagabundo con el pelo desgreñado y la cara con signos de cansancio.

Tampoco lo estaba Jacqueline. Puso la taza de té delante de mí, aconsejándome que lo dejara enfriar un poco porque estaba hirviendo. Me lo hubiera bebido aprisa para calentarme del frío y de la humedad de la noche, pero por cortesía no lo hice, aceptando con una sonrisa su consejo.

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