Noche (4 page)

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Authors: Carmine Carbone

BOOK: Noche
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Ella me contó que era un lugar especial y que le encantaba.

Le encantaba sentarse en un banco del paseo con los pies colgando sobre el agua que rompía contra la ciudad.

Contó que la gente allí era feliz y que ella también lo era. Ella también lo era, ahora. Esta última palabra me hizo darme cuenta que había tenido problemas y había sido infeliz, y que ahora, en el momento en el que estábamos uno frente al otro, lo había superado todo.

¿Pero por qué era feliz?

A pesar de que tenía curiosidad, no se lo pregunté pero ella continuaba afirmando que amaba su ciudad aunque allí era infeliz y una incomprendida.

Por esta razón daba vueltas por el Viejo Continente sin un meta concreta. Me contó que su meta era la felicidad y que la había alcanzado después de mucho sufrimiento.

Sufrimiento que había nacido fruto de las diferencias con su familia por su forma de ser. ¿Qué había de malo en su forma de ser?

Era una chica que irradiaba felicidad y alegría y que parecían tan bella como inteligente.

Con aquellas consideraciones mías se inició un largo monólogo que escuche con incredulidad y conmoción.

Cuando nació, veintidós atrás, sus padres lo llamaron Kostas, como su abuelo, ya que era el primer nieto varón.

Su padre, un viejo marinero del puerto de su ciudad, estaba tan orgulloso que se lo contó, con la mirada iluminada, a todos los mozos y pescadores que encontraba.

Su felicidad y orgullo por aquel hijo le duró muchos años, hasta casi la adolescencia.

No hubo un episodio en particular sino que ciertamente se notaba su propensión hacia el mundo femenino. De pequeño le gustaba maquillarse como sus amigas del colegio, solo que mientras ellas imitaban a princesas y divas, él se limitaba a maquillarse de payaso.

Los disfraces de carnaval para él no eran los típicos de superhéroe o de vaquero, sino de payaso y máscaras, que era lo único que se ponía con gusto y con los cuales no podía vulnerar la virilidad de su padre.

La madre lo sabía todo, lo entendía todo y lo amaba más que a nada.

Los vecinos y los compañeros de clase empezaron a ridiculizarlo y a insultarlo cuando a los catorce años rechazó los halagos y los besos de una chica de su edad.

Fue el fin de la vida idílica con su padre y el fin de la suya aparente.

A los dieciséis confesó a sus padres que quería cambiar de vida y asumir unos comportamientos y hábitos que ya sentía como suyos. Tenía un cuerpo que no aceptaba, sobre todo por aquello que estaba mutando: el pelo, la barba, la voz ronca.

Empezó a encerrarse en sí mismo, no salía, y cuando lo hacía se vestía con ropa ancha y capas y no hablaba casi nunca.

Un día su padre le pegó con violencia y lo insultó con términos crudos y ofensivos. El mundo se le vino encima.

Lo único que quería era ser feliz y vivir su vida, aquella que realmente quería vivir.

El cambio a su nueva condición comenzó cuando conoció a los acróbatas de un circo itinerante que se encontraba en la ciudad.

Le presentaron a todo el grupo de circenses y lo aceptaron por cómo era, y entendió que la mujer barbuda y los enanos no eran solo fenómenos de feria, sino bellísimas personas, como en el fondo se sentía él también.

Le propusieron unirse a ellos para un tour por otras ciudades y pueblos y él aceptó con pleno consentimiento de sus padres.

Su madre sabía que de aquel modo él se sentiría libre, lejos de las malas lenguas, y el padre estaba feliz de no tener que soportar a diario el peso de aquello que no aceptaba ver delante.

Aquel tour fue para el payaso el cambio de él a ella.

Kostas se convirtió en Ebe.

Su pelo corto y enmarañado se convirtió en una larga y espesa cabellera, las hormonas dulcificaron su voz y sus rasgos se suavizaron y se hicieron femeninos.

Las operaciones la ayudaron a completar aquella metamorfosis que siempre había deseado.

Ahora su ser estaba en simbiosis con su cuerpo.

Su autoestima creció hasta el punto de hacerla sentir satisfecha y serena.

Tres años después volvió a su ciudad, pero solo por poco tiempo. Lo hizo porque su padre estaba enfermo y había preguntado por él. Quería verla.

La vio y lloró.

Lloró y la abrazó.

La abrazó y le dijo que la quería.

La quería como siempre había hecho.

14

 

Retomó su viaje hacia nuevos destinos y su felicidad la llevo a las calles, entre las personas, a las que regalaba alegría y sorpresa con sus espectáculos.

Era feliz.

Feliz como cuando me hablaba.

No podía creer que fuera posible que Ebe hubiera sido Kostas.

Tenía unas manos muy bonitas y cuidadas, una mirada muy dulce y los ojos llenos de luz como si fuera una chica que se vuelve loca por primera vez por un chico.

«¿Tú cómo me ves?», me preguntó.

Me lo preguntó como si quisiera saber cómo era a los ojos de una persona que la había conocido hacía menos de una hora.

«¡Feliz!», respondí sin dudarlo.

Sonrió y me abrazó calurosamente.

En ese punto su monólogo ya había terminado y la conversación nos había dado bastante confianza.

Empezó a recoger sus cosas y le pregunté si podía echarle una mano. No la rechazó y me indicó un bolso grande donde meter el traje.

Recogió el dinero recolectado y lo metió de manera distraída en el bolsillo del bolso sin tener cuidado de si lo estaba guardando correctamente.

Si hubiera sido ella, me hubiera pensado bien dónde custodiar aquel
botín
, no por falta de confianza o por miedo a algo, solo por respeto a la gente que me lo había dado.

Se puso la chaqueta sobre el traje y cogió el bolso.

Me preguntó qué pensaba hacer, qué planes tenía para la noche.

Después me dijo: «¿Puedo invitarte a una cerveza?»

«¿Puedo preguntarte algo?», pregunté sin antes haber respondido.

Me miró con curiosidad.

«¿Dónde está el perro que estaba ayer contigo en el parque?», agregué.

Hizo un gesto de incomprensión y entonces le mostré la foto de la página del periódico que saqué del bolsillo.

«¡Oh, Zeus! ¡El rey de los dioses!», puntualizó.

«¿¡El rey de los dioses!?», exclamé estupefacto.

«Sí, el perro... (pausa) se llama Zeus», me explicó.

En ese punto le dije que el perro se llamaba Lucky, aunque Zeus, el nombre que le había puesto, me gustaba mucho.

Le conté que aquel perro se había perdido hacía unos días, dejando a su dueña desconsolada.

Le mostré el artículo, haciendo hincapié en la recompensa ofrecida, para convencerla de darme una respuesta e indicarme dónde estaba el perro. Habría compartido con ella la recompensa. Eso sin duda.

«¡Está en la furgoneta! Me está esperando. Vamos».

Se estaba ya encaminando cuando pronunció la frase.

A la vuelta de la esquina había un callejón sin salida en cuyo fondo estaba aparcada una furgoneta de los años sesenta, de color rojo con el techo blanco y con unos grandes faros redondos.

Me explicó con entusiasmo que lo había modificado de tal manera que tenía una cama en la parte de atrás y que era el medio con el que atravesaba el Viejo Continente.

Atravesar el Viejo Continente.

Qué recuerdo.

15

 

Recordaba ahora aquel instante en el salí del hospital, la enorme verja se cerró detrás de mí y delante tenía una gran calle arbolada que conducía a la carretera provincial.

Las copas de los árboles reflejaban el cielo nuboso con un brillo plateado. Tiempo atrás había escuchado, no sé de quién, que era un signo de lluvia inminente.

De hecho no terminé de recorrer la calle que empezó a tronar.

En verdad, no era así como me había imaginado que sería el día que me dieran el alta, ya que había visto a otros pacientes salir de alta con una sonrisa en la cara, con el reflejo de los cálidos rayos del sol en sus dientes, mientras sus amigos y parientes los acogían con los brazos abiertos fuera de aquella verja con tartas, dulces y flores.

En cambio yo estaba solo y aquel clima no ayudaba para nada.

Sin embargo, hasta que no llegué al cruce de la calle no me di cuenta de que volvía a encontrarme entre la gente, los coches, los sonidos de la ciudad y aquel aire que sabía a vida.

No estaba seguro si aquello que probé era la felicidad o al menos el sentimiento más alegre y estimulante que había tenido en los últimos tiempos. La felicidad de volver a encontrarme con la dura cotidianeidad y la felicidad de volver a la realidad aunque fuera cruda y ardua.

Debía partir de cero otra vez, separarme de la asistencia que el hospital me había dado por más de dos inviernos. No estoy seguro cuánto tiempo estuve ingresado pero recordaba bien las dos Navidades que había pasado allí y el traje de Papá Noel que me había puesto para los niños de la segunda planta un año y para los de la planta de hospitalización el otro.

Después de todo aquel tiempo encerrado y
protegido
, debía volver a coger las riendas de mi vida.

Pero no fue fácil.

Pensándolo bien, fue dificilísimo.

Durante la recuperación había ahorrado un poco de dinero ayudando en el comedor del hospital repartiendo comida, pero era una suma irrisoria que me habría servido para mantenerme un mes.

El hospital estaba en un pueblo muy pequeño y a pesar de mi buena predisposición, no llegué a adaptarme ni a encontrar un trabajo para mantenerme, ya fuera a causa de mi físico, aún precario por la larga hospitalización, ya por la poca confianza que los habitantes daban a un extranjero lisiado, que era como me veían.

Además en el pequeño centro de recuperación donde me alojaba me avisaron de que iban a cerrar próximamente por falta de fondos, así que me vi obligado a desplazarme a la pequeña ciudad del valle de al lado.

También allí trate de buscar un empleo, pero las únicas actividades que funcionaban eran las carpinterías que distribuían madera en toda la región.

Obviamente aquel trabajo físico y manual no se adaptaba a mis brazos y manos tullidas, así que pronto entendí que era del todo inútil incluso intentarlo.

Pero fue el paso por aquella ciudad lo que me llevó a la metrópoli por la que ahora vagaba.

El jefe de la pequeña estación ferroviaria un día me presentó un primo suyo que trabajaba en un negocio de transportes nacionales e internacionales.

Conducía un tráiler enorme y transportaba largos troncos de árbol por el norte del continente.

Se llamaba Luc y tenía el pelo largo y el bigote negro.

Parecía un cantante de heavy metal vestido de grunge con los vaqueros rotos, deportivas de lona rojas con una estrella en el lateral, camisa de cuadros abierta sobre una camiseta y una gorra con el logo de la sociedad para la que trabajaba.

Aceptó llevarme con gusto, ya que para él mi presencia durante el viaje era una compañía inesperada y una inesperada promesa de comida gratis hasta llegar a mi destino.

Sabía que la metrópoli ofrecía muchas oportunidades y además, después de aquel reciente e importante evento histórico, su recuperación económica la había transformado en moderna, a la vanguardia y multicultural.

Tenía muchas asociaciones en las que podía encontrar apoyo y quizás habría podido encontrar cualquier cosa interesante adaptada a mis posibilidades y a mi condición.

16

 

Su tráiler era un vehículo gigante, los detalles y el cuidado que le daba al motor eran signo de su orgullo.

Frontal luminoso, diseños aerografiados y luces psicodélicas, eran su tarjeta de visita para los espejos retrovisores de los vehículos que tenía delante. Conducía en un asiento de piel negra y el salpicadero parecía el cuadro de mandos de una nave espacial del futuro.

Así era como pensaba, siendo un ignorante en la materia.

Sin embargo era del todo increíble para mí que un vehículo pudiera tener comandos para la autopresión de los neumáticos, sensores de frenado y sensores de aparcamiento. Además la cabina tenía también dos cómodas literas para descansar durante las paradas.

El viaje comenzó después de una larga espera por la carga de troncos, algo que ya me había producido cansancio.

Durante esa operación los discursos de Luc me habían ya puesto la cabeza como un bote y temía que fueran a ser insoportables de aguantar una vez estuviéramos de viaje. Con estupor constaté que durante la marcha era muy serio y diligente y que estaba completamente pendiente de la conducción y de la seguridad.

Recuerdo que atravesamos una vieja frontera que ya no estaba en activo, me explicó que hacía tiempo se formaba un tapón en la circulación de seis o siete horas, el tiempo que empleaban los vehículos a la espera de los controles de aduana.

Solo podía imaginarme aquellos carriles como columnas interminables de tráileres y camiones a pesar de que en aquel momento el acceso era libre y había pocos vehículos en marcha a causa del frío y del hielo.

La parada para la cena la hicimos en un local que parecía una reunión de viejos amigos ya que Luc saludó a todos calurosamente y a pesar de las varias invitaciones a sentarse con tipos de lo más estrambótico, quiso sentarse a solas conmigo en una mesa en uno de los laterales de la sala.

Estaba contento por hacerme probar el famoso bistec con setas de aquel lugar, y yo por una parte estaba feliz por probar ese manjar, pero por otra me pasaba tener que pagar tanto por un plato.

Por fortuna Luc insistió en pagar ya que «era su huésped» y los huéspedes no pagan nunca.

En realidad, poco después, a la salida me contó que los gastos del viaje, incluyendo las comidas, se los iba a reembolsar la cooperativa y no iba a haber ningún problema porque era factible que un «muerto de hambre» como él hubiera cenado dos bistecs y dos bebidas.

Después de la cena paramos a pasar la noche en el área de descanso que había en los alrededores, Luc aparcó el tráiler y en seguida bajó el cristal de la ventanilla y saludó al compañero que había al lado, que devolvió el saludo deseándole un buen reposo.

Al alba, cuando apenas me había despertado, miré a mi alrededor, me quede sorprendido por el escenario surreal que se presentaba delante de mí: la luz del nuevo día era fascinante, una pena que todos los vehículos estuvieran preparados para partir y una gran nube de smog gris y sucio se alzara en el cielo oscureciendo el alba en aquel área de descanso.

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