—Me fui del colegio antes de cursar esa asignatura. Sus palabras causaron en Margaret un efecto muy sorprendente: enrojeció de vergüenza.
—Lo siento muchísimo —dijo—. He sido muy grosera.
Esta vez le tocó a Harry sorprenderse. Mucha gente de la alta sociedad parecía considerar un deber presumir de su educación. Se alegró de que Margaret fuera más considerada que los demás miembros de su clase.
—Perdonada —dijo, sonriendo.
—Sé muy bien cómo se siente, porque yo tampoco he tenido una educación adecuada —explicó la joven.
—¿A pesar de su dinero? —preguntó Harry, incrédulo. Ella asintió con la cabeza.
—Nunca fuimos al colegio.
Harry se quedó estupefacto. Los londinenses respetables de la clase obrera consideraban vergonzoso no enviar a sus hijos al colegio; era casi tan malo como ser incordiado por la policía o expulsado por los caseros. La mayoría de los niños se quedaban en casa el día que llevaban a reparar sus botas al zapatero, porque no tenían otro par de repuesto; su madre sufría mucho por este motivo…
—Pero los niños deben ir al colegio… ¡Lo exige la ley! —dijo Harry.
—Teníamos aquellas estúpidas institutrices. Por eso no puedo ir a la universidad. No cumplo los requisitos necesarios. —Parecía triste—. Creo que me habría gustado la universidad.
—Es increíble. Pensaba que los ricos podían hacer lo que les daba la gana.
—Gracias a mi padre, no es mi caso.
—¿Y el chico? —Harry señaló a Percy.
—Oh, él va a Eton, por supuesto —dijo con amargura—. Con los chicos es diferente.
Harry reflexionó unos momentos.
—Eso quiere decir que usted disiente de su padre en otros temas. ¿En política, tal vez?
—Claro que disiento —respondió Margaret con pasión—. Soy socialista.
Esa podía ser la llave de su afecto, pensó Harry.
—Yo era del partido Comunista —dijo. Era verdad: se había afiliado a los dieciséis años y lo abandonó tres semanas después. Aguardó su reacción para decidir el alcance de sus confidencias.
La joven se animó de inmediato.
—¿Por qué lo dejó?
La verdad era que las reuniones políticas le aburrían sobremanera, pero sería un error decirlo.
—Es difícil explicarlo con palabras —mintió.
Tendría que haber adivinado que ella no iba a conformarse con eso.
—Ha de saber por qué lo dejó —dijo, impaciente.
—Se parecía demasiado a la escuela dominical.
Margaret lanzó una carcajada.
—Sé lo que quiere decir.
—De todos modos, estoy seguro de que he hecho más que los comunistas por devolver la riqueza a los trabajadores que la han producido.
—¿Por qué?
—Bueno, saco dinero de Mayfair y lo llevo a Battersea.
—¿Quiere decir que sólo roba a los ricos?
—Es absurdo robar a los pobres: no tienen dinero.
Margaret volvió a reir.
—¿A que no devuelve sus mal habidas ganancias, como Robin de los Bosques?
Pensó en lo que iba a contestar. ¿Le creería ella si le decía que robaba a los ricos para dárselos a los pobres? Era inteligente aunque también ingenua, pero… no tan ingenua, decidió.
—No soy una institución de caridad —respondió, con un encogimiento de hombros—. Pero a veces ayudo a la gente.
—Sorprendente —comentó Margaret. Sus ojos centelleaban de interés y animación, y su aspecto era arrebatador—. Sabía que existía gente como usted, pero es extraordinario conocerle y hablar con usted.
No exageres, pimpollo, pensó Harry. Las mujeres que se entusiasmaban con él le ponían nervioso; eran propensas a sentirse ofendidas cuando descubrían que ra humano.
—No soy tan especial —dijo, con autentico embarazo—. Lo que pasa es que procedo de un mundo desconocido para usted.
La mirada de Margaret reveló que sí le consideraba especial.
Hasta aquí hemos llegado, decidió Harry. Ya era hora de cambiar de tema.
—Me está poniendo violento —reconoció avergonzado.
—Lo siento —se disculpó Margaret al instante—. ¿Por qué viaja a Estados Unidos? —preguntó, tras meditar un momento.
—Para huir de Rebecca Maugham-Fint.
Margaret rió.
—Dígame la verdad.
Cuando agarraba algo, era como un terrier, pensó: no lo soltaba. Era imposible controlarla, lo cual aumentaba su peligrosidad.
—Tenía que salvarme para no ir a la cárcel.
—¿Qué hará cuando lleguemos?
—Pensaba alistarme en las Fuerzas Aérea Canadienses. Me gustaría volar.
—Qué emocionante.
—¿Y usted? ¿Por qué viaja a Estados Unidos?
—Es una fuga —replicó disgustada.
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe que mi padre es fascista.
Harry asintió con la cabeza.
—He leído sobre él en los periódicos.
—Bien, él piensa que los nazis son maravillosos y no quisiera luchar contra ellos. Además. El gobierno lo metería en la cárcel si se quedara.
—¿Van a vivir en Estados Unidos?
—La familia de mi madre es de Connecticut.
—¿Cuánto tiempo se quedarán?
—Mis padres se quedarán hasta el fin de la guerra. Es posible que no regresen nunca.
—¿Usted no quiere ir?
—Desde luego que no —replicó ella con vehemencia—. Quiero quedarme a luchar. El fascismo es algo aterrador y esta guerra puede ser de importancia vital. Quiero aportar mi granito de arena.
Se puso a hablar de la Guerra Civil Española, pero Harry la escuchó sin prestarle mucha atención. Le había asaltado un pensamiento tan estremecedor que su corazón latía lo más rápido y debía esforzarse por mantener la expresión normal de su rostro.
«Cuando la gente huye de su país al estallar una guerra, no abandona sus objetos de valor.»
Era muy sencillo. Cuando huían de un ejercito invasor, los civiles se llevaban sus posesiones. Los judíos huían de los nazis con monedas de oro, cosidas en los forros de la chaquetas. Después de 1917, aristócratas rusos como la princesa Lavania llegaban a todas las capitales de Europa aferrando sus huevos de Farbegé.
Lord Oxenford debía de haber pensado en la posibilidad de que nunca volvería. Además, el gobierno había dispuesto controles de cambio de divisas para impedir que la alta sociedad inglesa sacara todo su dinero al extranjero. Los Oxenford sabían que tal vez no volverían a ver lo que dejaban atrás. Estaba seguro de que se habían traído la mayor cantidad de bienes posible.
Transportar una fortuna en joyas en el equipaje era arriesgado, por supuesto, pero ¿existía un método menos peligroso? ¿Enviarlo por correo, por valija diplomática, dejarlas en el país, para que un gobierno vengativo las confiscara, un ejército invasor las robara, o una revolución postbélica las «liberara»?
No. Los Oxenford llevaban sus joyas encima.
Se habrían llevado el conjunto Delhi, en particular. Sólo pensarlo le dejó sin aliento.
El conjunto Delhi era la pieza principal de la colección de joyas antiguas de lady Oxenford. Consistía en un collar de rubíes y diamantes, con monturas de oro, además de pendientes y un brazalete a juego. Los rubíes eran birmanos, de la variedad más preciosa, y absolutamente enormes; el general Robert Clive, conocido como Clive de la India, los había llevado a Inglaterra en el siglo dieciocho, y los joyeros de la Corona los habían montado.
Se decía que el conjunto Delhi estaba valorado en un cuarto de millón de libras, más dinero del que un hombre podía gastar en su vida.
Y este conjunto se encontraba, casi con toda seguridad, en este avión.
Ningún ladrón profesional robaría durante un viaje en barco o en avión: la lista de sospechosos sería demasiado corta. Además, Harry suplantaba a un norteamericano, viajaba con pasaporte falso, estaba en libertad bajo fianza y se sentaba frente a un policía. Sería una locura intentar apoderarse del conjunto, y sólo pensar en los riesgos implicados le provocaba temblores.
Por otra parte, nunca tendría una oportunidad semejante. De pronto, necesitó aquellas joyas como un hombre a punto de ahogarse jadea en busca de aire.
No podría vender el juego por un cuarto de millón, desde luego, pero conseguiría una décima parte de su valor, unas veinticinco mil libras, más de cien mil dólares.
En cualquier caso, le bastaría para vivir el resto de su vida. Se le hizo la boca agua de pensar en tanto dinero, pero, además, las joyas eran irresistibles. Harry había visto fotos de ellas: las piedras del collar eran perfectamente iguales, los diamantes resaltaban sobre los rubíes como lágrimas sobre la mejilla de un niño, y las piezas más pequeñas, los pendientes y el brazalete, eran de proporciones perfectas. El conjunto, en el cuello, orejas y muñeca de una mujer hermosa, resultaría arrebatador.
Harry sabía que nunca se encontraría más cerca de una obra maestra como aquella. Nunca.
Tenía que robarla.
Los riesgos eran abrumadores, pero siempre había sido afortunado.
—Creo que no me está escuchando —dijo Margaret.
Harry se dio cuenta de que no prestaba atención.
—Lo siento —sonrió—. Ha dicho algo que me ha hecho pensar en otra cosa.
—Lo sé —contestó Margaret—. A juzgar por la expresión de su rostro, estaba soñando con alguien a quien ama.
Nancy Lenehan esperaba presa de impaciencia mientras ponían a punto el bonito aeroplano amarillo de Mervyn Lovesey. Estaba dando las últimas instrucciones al hombre del traje de
tweed
, que aparentaba ser el capataz de la fábrica que pertenecía a Mervyn. Nancy dedujo que tenía problemas con los sindicatos y que se avecinaba la huelga.
—Doy trabajo a diecisiete fabricantes de herramientas dijo a Nancy, cuando hubo terminado y cada uno de ellos es un puñetero individualista.
—¿Qué fabrica? —preguntó la mujer.
—Ventiladores. —Señaló el avión. Hélices de avión y de barco, cosas así. Cualquier cosa que tenga curvas complicadas. La parte mecánica no presenta problemas, pero sí el factor humano. —Sonrió con condescendencia—. Supongo que: no está interesada en los problemas de las relaciones industriales.
—Pues sí —contestó Nancy—. Yo también dirijo una fábrica.
El hombre se quedó sorprendido.
—¿De qué tipo?
Fabrico cinco mil setecientos pares de zapatos al día.
Sus palabras le impresionaron, pero también debió pensar que, en parte, le había engañado, a juzgar por su respuesta.
—La felicito —dijo, en un tono que sugería una mezcla de burla y admiración. Nancy adivinó que su negocio era mucho más modesto que el de él.
—Quizá debería decir que fabricaba zapatos —dijo, y un sabor a bilis acudió a su boca cuando lo admitió—. Mi hermano intenta vender el negocio a mis espaldas. Por eso he de alcanzar el
clipper
—añadió, dirigiendo una mirada ansiosa al aeroplano.
—Lo hará —le aseguró Mervyn—. Gracias a mi Tiger Moth llegaremos con una hora de sobra.
Ella deseó con todo su corazón que estuviera en lo cierto.
—Todo listo, señor Lovesey —dijo el mecánico, después de saltar del avión.
Lovesey miró a Nancy.
—Consíguele un casco —dijo al mecánico—. No puede volar con ese ridículo sombrerito.
Esta vuelta a sus bruscos modales anteriores sorprendió a Nancy. Le gustaba hablar con ella mientras no tenía otra cosa que hacer, pero en cuanto aparecía algo importante perdía su interés por ella. No estaba acostumbrada a que los hombres la trataran así. Sin ser arrebatadora, era lo bastante atractiva para que los hombres se fijaran en ella, y poseía un cierto aire autoritario. Los hombres solían tratarla con aire protector, pero sin llegar ni mucho menos a la desenvoltura de Lovesey. Sin embargo, no iba a protestar. Aguantaría cosas peores que la grosería con tal de atrapar a su traicionero hermano.
El matrimonio Lovesey despertaba su curiosidad. «Persigo a mi esposa», había dicho, una admisión sorprendentemente sincera. No le extrañaba que una mujer quisiera huir de él. Era muy apuesto, pero también egocéntrico e insensible. Por eso resultaba muy extraño que corriera detrás de su mujer. Aparentaba excesivo orgullo. En opinión de Nancy, era de los que se habrían limitado a decir: «Que se vaya a la mierda». Quizá le había juzgado mal.
Se preguntó cómo sería su mujer. ¿Sería bonita, sensual, egoísta, mimada? ¿Una ratita asustada? Pronto lo averiguaría…, si llegaban a tiempo de alcanzar el
clipper
.
El mecánico le trajo un casco y se lo puso. Lovesey subió a bordo.
—Échale una mano, ¿quieres? —gritó.
El mecánico, más galante que su patrón, la ayudó a ponerse la chaqueta.
—Allí arriba hace frío, aunque brille el sol —dijo.
La ayudó a subir y Nancy se encajó en el asiento posterior. El mecánico le pasó el maletín, que Nancy colocó bajo sus pies.
Cuando el motor arrancó, se dio cuenta, con un estremecimiento de nerviosismo, que iba a volar con un completo extraño.
Al fin y al cabo, Mervyn Lovesey podía ser un piloto incompetente, poco experto, a los mandos de un avión mal revisado. Hasta cabía la posibilidad de que se dedicara a la trata de blancas y se propusiera venderla a un burdel turco. No, era demasiado vieja para eso. De todos modos, carecía de motivos para confiar en Lovesey. Sólo sabía que era inglés y tenía un aeroplano.
Nancy había volado tres veces, pero siempre en aviones grandes de cabinas cerradas. Nunca había subido a un biplano pasado de moda. Era como volar en un coche descapotable. El avión aceleró por la pista. El rugido del motor martilleó sus oídos y el viento abofeteó sus orejeras.
El avión de pasajeros en el que Nancy había volado se había elevado con suavidad, pero éste subió de golpe, como un caballo de carreras que saltara una valla. Después, Lovesey lo ladeó con tal brusquedad que Nancy se agarró con todas sus fuerzas, temerosa de caer, a pesar del cinturón de seguridad. ¿Tendría aquel hombre permiso de piloto?
Lovesey enderezó el avión, que se elevó con gran rapidez. Su vuelo parecía más comprensible y menos milagroso que el de un gran avión de pasajeros. Nancy veía las alas, respiraba el aire, oía el aullido del pequeño motor y lo sentía planear, sentía la hélice bombeando aire y el viento alzando las anchas alas de tela, como se sentía una cometa al sujetar el hilo. Tal sensación no existía en un avión cerrado.
Sin embargo, percibir la lucha del pequeño aeroplano por volar le causaba una sensación molesta en el estómago. Las alas eran simples objetos frágiles de madera y lona; la hélice podía atorarse, romperse o desprenderse; el viento a favor podía cambiar y soplar en contra; cabía la posibilidad de encontrar niebla, rayos o tormentas.