Noche sobre las aguas (25 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

BOOK: Noche sobre las aguas
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El mozo destinado a la parte posterior del avión vino para tomar nota de los combinados. Se llamaba Davy. Era un joven pulcro, bajo y agradable, de cabello rubio, y caminaba por el pasillo alfombrado dando ligeros saltitos. Diana pidió un martini seco. No sabía lo que era, pero sabía por las películas que en Estados Unidos era una bebida muy elegante.

Examinó a los dos hombres que se hallaban al otro lado del compartimento. Los dos miraban por la ventana. El más cercano era un joven atractivo, vestido con un traje algo llamativo. Era ancho de espaldas, como un atleta, y se adornaba con varios anillos. Su piel morena hizo pensar a Diana que tal vez era sudamericano. El hombre sentado frente a él no encajaba en el ambiente. Su traje le venía demasiado grande y tenía el cuello de la camisa bastante gastado. No tenía aspecto de poder costearse el precio del pasaje en el
clipper
. También era calvo como una bombilla. Los dos hombres ni se hablaban ni se miraban, pero Diana, a pesar de todo, estaba segura de que viajaban juntos.

Se preguntó qué estaría haciendo Mervyn en estos momentos. Ya habría leído su nota, casi con toda certeza. Tal vez estaría llorando, pensó con cierto sentimiento de culpabilidad. No, no era propio de él. Lo más probable es que estuviera enfurecido. Pero ¿sobre quién descargaría su furia? Sobre sus pobres empleados, quizá. Ojalá su nota hubiera sido más cálida, o más esclarecedora, pero su aturdimiento no le permitió pergeñar algo mejor. Supuso que habría llamado a su hermana Thea, pensando que conocería su paradero. Bien, pues no lo sabía. Su sorpresa habría sido mayúscula. ¿Qué le diría a las gemelas? La idea deprimió a Diana. Iba a perder a sus sobrinitas.

Davy volvió con las bebidas. Mark brindó con Lulu, y después con Diana…, casi como por compromiso, pensó Diana con amargura. Probó el martini y estuvo a punto de escupirlo.

—¡Ugh! —exclamó—. ¡Sabe a ginebra pura!

Todo el mundo se rió de su comentario.

—Es casi pura ginebra, cariño —dijo Mark—. ¿Nunca habías tomado un martini?

Diana se sintió humillada. No sabía lo que había pedido, como una quinceañera en un bar. Todos estos personajes cosmopolitas ya sabían que era una provinciana ignorante.

—Permítame que le traiga otra cosa, señora —dijo Davy.

—Una copa de champán —pidió, malhumorada. —Al instante.

Diana habló a Mark, algo enfadada.

—Jamás había tomado un martini. Se me ocurrió probarlo. No tiene nada de malo, ¿verdad?

—Claro que no, cariño —contestó él, palmeándole la rodilla.

—Este coñac es impresentable, joven —dijo la princesa Lavinia—. Haga el favor de traerme un poco de té.

—Enseguida, señora.

Diana decidió ir al lavabo de señoras.

—Con permiso —dijo, levantándose y saliendo por la puerta en forma de arco que conducía a la parte posterior.

Pasó por otro compartimento de pasajeros igual al que había dejado y llegó a la cola del avión. A un lado había un pequeño compartimento, ocupado por sólo dos personas, y al otro una puerta con el letrero «Tocador de señoras». Entró.

El tocador levantó sus ánimos. Era muy bonito. Había una mesa con dos taburetes tapizados en piel azul turquesa, y las paredes estaban cubiertas de tela beige. Diana se sentó frente al espejo para retocarse el maquillaje. Mark llamaba a esta actividad reescribirse la cara. Frente a ella tenía pañuelos de papel y crema para el cutis.

Al mirarse, vio a una mujer desdichada. Lulu Bell había irrumpido como una nube que oculta el sol. Había monopolizado la atención de Mark, consiguiendo que éste tratara a Diana como una pequeña molestia. Claro que Lulu era, más o menos, de la misma edad que Mark; él tenía treinta y nueve y ella debía rebasar los cuarenta. Diana sólo tenía treinta y cuatro. ¿Se daba cuenta Mark de lo mayor que era Lulu? Los hombres demostraban una gran estupidez en estos asuntos.

El auténtico problema era que Mark y Lulu tenían mucho en común: los dos trabajaban en el negocio del espectáculo, los dos eran norteamericanos, los dos habían vivido los primeros tiempos de la radio. Diana no compartía nada de todo esto. Exagerando un poco, se podía decir que no había hecho nada, excepto pertenecer a la alta sociedad de una ciudad provinciana.

¿Sería lo mismo con Mark? Diana se dirigía al país de él. A partir de ahora, él lo sabría todo, pero ella se desenvolvería en un mundo extraño por completo. Se relacionarían con los amigos de él, porque Diana no tenía ninguno en Estados Unidos. ¿Cuántas veces más se reirían de ella por desconocer lo que todo el mundo sabía, como el hecho de que un martini seco supiera a ginebra fría?

Se preguntó si echaría mucho de menos el mundo cómodo y predecible que dejaba a su espalda, el mundo de bailes de caridad y cenas de los masones en hoteles de Manchester, donde conocía a todo el mundo, todas las bebidas y todos los platos. Era aburrido, pero seguro.

Meneó la cabeza, agitando su cabello. No iba a seguir pensando de aquella manera. Estaba harta de aquel mundo, pensó; anhelaba aventuras y emociones; y ahora que las tengo, voy a disfrutarlas.

Tomó la resolución de llevar a cabo un esfuerzo decidido por recobrar la atención de Mark. ¿Qué podía hacer? No quería entablar una confrontación directa y echarle en cara su comportamiento. Sería propio de una persona débil. Tal vez un trago de su propia medicina resultaría eficaz. Ella podía hablar con otra persona, igual que él hablaba con Lulu. Quizá esa táctica le abriría los ojos. ¿A quién elegiría? El atractivo muchacho sentado al otro lado del pasillo iría de perlas. Era más joven que Mark, y de mayor envergadura. Mark se pondría muy celoso.

Se aplicó perfume detrás de las orejas y entre los pechos, y salió del tocador. Movió las caderas más de lo necesario mientras caminaba por el avión, complacida por las miradas lujuriosas de los hombres y las envidiosas o admirativas de las mujeres. Soy la mujer más hermosa del avión, y Lulu Bell lo sabe, pensó.

Cuando llegó al compartimento no se sentó en su asiento, sino que se dirigió a la parte izquierda y miró por la ventana, inclinándose sobre el hombro del joven vestido con el traje a rayas. Él le dedicó una sonrisa de bienvenida.

Ella le devolvió la sonrisa.

—¿A que es maravilloso? —dijo.

—Ni más ni menos —contestó el joven.

Diana reparó en que el joven dirigía una mirada de preocupación al hombre sentado frente a él, como si esperase una reprimenda. Casi parecía que fuera su carabina.

—¿Viajan juntos ustedes dos? —preguntó Diana.

—Se podría decir que somos socios —respondió cortésmente el hombre calvo. Extendió su mano, como si hubiera recordado de repente sus buenos modales—. Ollis Field.

—Diana Lovesey.

Le estrechó la mano con cierta repugnancia. El hombre llevaba sucias las uñas. Se volvió hacia el joven.

—Frank Gordon —dijo él.

Los dos eran norteamericanos, pero su parecido terminaba allí. Frank Gordon iba bien vestido, con un alfiler de cuello de camisa y un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Olía a colonia y utilizaba un poco de brillantina en el cabello rizado.

—¿Qué estamos sobrevolando? ¿Todavía es Inglaterra?

Diana se inclinó sobre él y miró por la ventana, dejando que el joven aspirara su perfume.

—Creo que debe ser Devon —dijo, aunque no tenía ni idea.

—¿De dónde es usted? —preguntó Gordon.

Diana se sentó a su lado.

—De Manchester —contestó. Miró a Mark, captó su expresión de estupor y devolvió su atención a Frank—. Está en el noroeste.

Ollis Field encendió un cigarrillo con aire de censura. Diana cruzó las piernas.

—Mi familia procede de Italia —explicó Frank. El gobierno italiano era fascista.

—¿Cree que Italia entrará en guerra? —preguntó.

Frank denegó con la cabeza.

—Los italianos no quieren la guerra.

—Supongo que nadie quiere la guerra.

—Entonces, ¿por qué la hay?

Diana pensó que era un hombre intrigante. Tenía dinero, eso estaba claro, pero parecía inculto. La mayoría de los hombres se mostraban ansiosos por explicarle cosas, por exhibir ante ella sus conocimientos, tanto si lo deseaba como si no, pero éste no se comportaba igual.

—¿Qué opina usted, señor Field? —preguntó a su acompañante.

—No opino —contestó con hosquedad.

Diana se volvió hacia el joven.

—Quizá los líderes fascistas sólo puedan controlar a la gente mediante la guerra.

Miró a Mark y observó con desagrado que continuaba hablando animadamente con Lulu; estaban riendo como colegiales. Se sintió deprimida. ¿Qué le pasaba a su amante? A estas alturas, Mervyn ya le habría roto la nariz a Frank.

Pensó en decirle «Hábleme de usted», pero se sintió incapaz de soportar el aburrimiento de su respuesta, y se reprimió. En este momento, Davy, el mozo, le trajo su champán y un plato de tostadas cubiertas de caviar. Aprovechó la oportunidad para regresar a su asiento, abatida.

Escuchó la conversación de Mark y Lulu durante un rato, y después se abismó en sus pensamientos. Era una tontería enfadarse por culpa de Lulu. Mark estaba comprometido con ella, Diana. Lo único que pasaba era que le gustaba hablar de los viejos tiempos. Diana no debía preocuparse por Estados Unidos: había tomado una decisión, la suerte estaba echada y Mervyn ya habría leído su nota. Era estúpido recelar de una rubia teñida de cuarenta y cinco años como Lulu. Pronto aprendería las costumbres norteamericanas, y se familiarizaría con sus bebidas, programas de radio y manías. No tardaría en tener más amigos que Mark; atraía a la gente, no podía remediarlo.

Empezó a pensar en el largo vuelo sobre el Atlántico. Cuando leyó las noticias sobre el
clipper
en el Manchester Guardian, consideró que era el viaje más romántico del mundo. Entre Irlanda y Terranova mediaba una distancia de tres mil kilómetros, y el recorrido duraba una eternidad, algo así como diecisiete horas. Había tiempo de cenar, acostarse, dormir toda la noche y levantarse otra vez antes de que el avión aterrizara. La idea de ponerse camisones que había utilizado con Mervyn le parecía espantosa, pero no había tenido ocasión de comprarse ropa nueva para el viaje. Por suerte, tenía una preciosa bata de color café con leche y un pijama rosa salmón que nunca había usado. No había camas de matrimonio, ni siquiera en la suite matrimonial (Mark lo había comprobado), pero la litera de Mark estaría sobre la suya. Era emocionante y aterrador al mismo tiempo pensar en acostarse sobre el océano y en pleno vuelo, hora tras hora, a cientos de kilómetros de altura. Se preguntó si podría dormir. Los motores funcionarían tanto si dormía como si no, pero, en cualquier caso, temería constantemente que se parasen mientras dormía.

Miró por la ventana y vio que volaban sobre las aguas. Debía ser el mar de Irlanda. La gente decía que un hidroavión no podía aterrizar en mar abierto, por culpa de las olas; de todos modos, Diana pensaba que tenía más posibilidades de aterrizar que un avión normal.

Se adentraron en las nubes y ya no vio nada. Al cabo de un rato, el avión empezó a sacudirse. Los pasajeros intercambiaron miradas y sonrisas nerviosas, y el mozo apareció para indicar a todo el mundo que se abrochara el cinturón de seguridad. El hecho de que no se viera tierra aumentó la angustia de Diana. La princesa Lavinia se aferró con fuerza al brazo de su asiento, pero Mark y Lulu siguieron hablando como si no pasara nada. Frank Gordon y Ollis Field aparentaban calma, pero los dos encendieron cigarrillos y los fumaron con avidez.

Justo cuando Mark estaba diciendo «¿Qué demonios fue de Muriel Fairfield?», se escuchó un ruido sordo y dio la impresión de que el avión caía. Diana experimentó la sensación de que el estómago se le subía a la garganta. Una pasajera chilló en otro compartimento. El aparato se estabilizó casi al instante, como si hubiera aterrizado.

—¡Muriel se casó con un millonario! —contestó Lulu.

—¡No me digas! ¡Pero si era muy fea!

—¡Mark, estoy asustada! —dijo Diana.

—Era una bolsa de aire, cariño —explicó Mark—. Es normal.

—¡Pero parecía que nos íbamos a estrellar!

—Eso no ocurrirá. Siempre hay turbulencias.

Continuó hablando con Lulu. Ésta miró a Diana durante un momento, esperando que dijera algo. Diana apartó la vista, furiosa con Mark.

—¿Cómo logró Muriel pescar a un millonario? —preguntó Mark.

—No lo sé —contestó Lulu al cabo de un instante—, pero ahora viven en Hollywood y el produce películas.

—¡Increíble!

Increíble era la palabra precisa, pensó Diana. En cuanto cogiera a Mark a solas, le iba a explicar unas cuantas cosas.

Su falta de comprensión contribuía a aumentar su miedo. Al anochecer ya habrían dejado atrás el mar de Irlanda, y volarían sobre el océano Atlántico. ¿Cómo se sentiría entonces? Imaginaba el Atlántico como una inmensa nada monótona, fría y mortífera, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Según el
Manchester Guardian
, lo único que se veía eran icebergs. Si algunas islas hubieran atenuado la desolación del paisaje, Diana se habría sentido menos nerviosa. Lo más aterrador era el vacío absoluto: sólo el avión, la luna y el inmenso mar. En cierta manera, era como su angustia acerca de Estados Unidos: su mente le decía que no era peligroso, pero el panorama era extraño y carecía de rasgos familiares.

El nerviosismo la atormentaba. Intentó pensar en otras cosas, la cena de siete platos, por ejemplo, pues disfrutaba con las comidas largas y elegantes. Acostarse en la litera sería infantilmente excitante, como dormir en una tienda de campaña plantada en el jardín. Y las vertiginosas torres de Nueva York la esperaban al otro lado. Sin embargo, la excitación de viajar hacia lo desconocido se había convertido en temor. Vació su copa y pidió más champán, pero aún no logró tranquilizarse. Deseaba notar tierra firme bajo sus pies. Se estremeció al pensar en la frialdad del mar. No podía hacer nada para desalojar el miedo de su mente. De haber estado sola, habría ocultado el rostro entre las manos y cerrado los ojos. Miró con ira a Mark y Lulu, que charlaban alegremente, ajenos a su tortura. Estuvo tentada de hacer una escena, de estallar en lágrimas o entregarse a un ataque de histeria, pero tragó saliva y mantuvo la calma. El avión no tardaría en aterrizar en Foynes. Bajaría y pasearía sobre suelo seco.

Pero tendría que volver a subir para el largo vuelo transatlántico.

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