—Ahórrese las preguntas.
Al principio, Eddie había amenazado a este hombre, pero ahora se habían girado las tornas, y estaba atemorizado. Luther era un miembro de la despiadada pandilla que había planificado todo esto al detalle. Habían decidido que Eddie sería su instrumento; habían secuestrado a Carol-Ann; la tenían en su poder.
Guardó la postal en la chaqueta del uniforme y se dio la vuelta.
—¿Lo hará, pues? —preguntó Luther, nervioso. Eddie sostuvo la mirada de Luther durante un largo momento y se alejó sin responder.
Se había comportado con rudeza, pero estaba abatido. ¿Por qué hacían esto? Había sospechado al principio que los alemanes querían secuestrar un Boeing 314 para copiarlo, pero esa teoría improbable ya estaba descartada por completo, porque los alemanes se habrían apoderado del avión en Europa, no en Maine.
El hecho de que hubieran elegido un punto muy concreto para que el avión amarara constituía una pista. Sugería que un barco les estaría esperando. ¿Para qué? ¿Quería Luther introducir de contrabando algo o alguien en Estados Unidos? ¿Una maleta llena de opio, un bazooka, un agitador comunista, un espía nazi? La persona o la cosa tendrían que ser muy importantes para tomarse tantas molestias.
Al menos, sabía por qué le habían elegido. Si querían que el
clipper
efectuara un amaraje forzoso, el mecánico era su hombre. Ni el navegante ni el operador de radio podrían hacerlo, y el piloto necesitaría la cooperación de su copiloto. Sin embargo, el mecánico, sin ayuda de nadie, podía detener los motores.
Luther habría obtenido en la Pan American una lista de los mecánicos del
clipper
. No era muy difícil. Bastaba con allanar una oficina por la noche, o sobornar a alguna secretaria. ¿Por qué Eddie? Por algún motivo, Luther había elegido este vuelo en particular, tras examinar los nombres de los tripulantes. Después, se había preguntado cómo lograría la ayuda de Eddie, averiguando la respuesta: mediante el secuestro de su mujer.
Ayudar a estos gángsteres destrozaba el corazón de Eddie. Odiaba a los chorizos. Demasiado codiciosos para vivir como la gente normal y demasiado perezosos para trabajar, estafaban y robaban a los esforzados ciudadanos, viviendo a lo grande. Mientras otros se partían el espinazo arando y segando, o trabajando dieciocho horas al día para establecer un negocio, excavando en las minas o sudando todo el día en los altos hornos, los gángsteres se paseaban con trajes elegantes y enormes coches, sin hacer otra cosa que pegar y atemorizar a la gente. La silla eléctrica era demasiado buena para ellos.
Su padre pensaba lo mismo. Recordó lo que había comentado sobre los gamberros del colegio. «Esos chicos son malos, de acuerdo, pero no son listos». Tom Luther era malo, pero ¿era listo? «Es difícil luchar contra estos chicos, pero no lo es tanto engañarlos», afirmaba papá. Sin embargo, no sería fácil engañar a Tom Luther. Había diseñado un plan muy complejo y, hasta el momento, funcionaba a la perfección.
Eddie habría hecho casi cualquier cosa por engañar a Luther, pero éste tenía a Carol-Ann. Todo lo que Eddie intentara para frustrar los designios de Luther podía redundar en perjuicio de su mujer. No podía luchar contra ellos ni engañarles; tenía que procurar satisfacer sus exigencias.
Hirviendo de cólera, salió del puerto y cruzó la única carretera que atravesaba el pueblo de Foynes.
La terminal aérea era una antigua fonda con un patio central. Desde que el pueblo se había convertido en un importante aeropuerto de hidroaviones, la Pan American monopolizaba casi todo el edificio, aunque todavía quedaba un bar, llamado la «Taberna de la señora Walsh», restringido a una pequeña sala, con una puerta que daba a la calle. Eddie subió a la sala de operaciones, donde el capitán Marvin Baker y el primer oficial, Johnny Dott, estaban conferenciando con el jefe de estación de la Pan American. Aquí, entre tazas de café, ceniceros y montañas de mensajes radiofónicos e informes meteorológicos, tomarían la decisión final sobre la forma de realizar la larga travesía atlántica.
El factor crucial era la fuerza del viento. El viaje hacia el oeste era una lucha constante contra el viento dominante. Los pilotos cambiaban de altitud constantemente, en busca de las condiciones más favorables, un juego denominado «cazar el viento». Los vientos más suaves solían encontrarse en las altitudes inferiores, pero por debajo de un cierto punto el avión corría el peligro de chocar con un barco o, lo más probable, con un iceberg. Los vientos fuertes exigían más combustible y, en ocasiones, los vientos previstos eran tan fuertes que el
clipper
no podía cargar el suficiente para recorrer los tres mil doscientos kilómetros de distancia hasta Terranova. El vuelo se suspendía y los pasajeros se alojaban en un hotel hasta que el tiempo mejoraba.
Si hoy se daba esa circunstancia, ¿qué sería de Carol-Ann?
Eddie echó un vistazo a los partes meteorológicos. Los vientos eran fuertes y se había desatado una tempestad en mitad del Atlántico. Por lo tanto, deberían efectuar cálculos muy cuidadosos antes de llevar adelante el vuelo. La idea aumentó su angustia; no podía soportar quedarse atrapado en Irlanda mientras Carol-Ann se hallaba en manos de aquellos bastardos, al otro lado del océano. ¿Le darían de comer? ¿Podría acostarse en algún sitio? ¿Hacía bastante calor, dondequiera que la retuvieran?
Se acercó al mapa del Atlántico que colgaba en la pared y consultó las coordenadas que Luther le había proporcionado. Habían elegido muy bien el punto. Estaba cerca de la frontera canadiense, a una o dos millas de la costa, en un canal que separaba la costa de una isla grande, en la bahía de Fundy. Alguien con ciertos conocimientos sobre hidroaviones lo consideraría un lugar ideal para amarar. No lo era (los puertos que utilizaba el
clipper
estaban mucho más protegidos), pero reinaría mayor calma que en mar abierto, y el
clipper
podría posarse sobre el agua sin excesivos riesgos. Eddie se tranquilizó un poco: al menos, esa parte del plan saldría bien. Comprendió que tenía un papel relevante en el éxito de los propósitos de Luther. El pensamiento le dejó un gusto amargo en la boca.
Seguía preocupado por la treta que emplearía para que el avión descendiera. Podía fingir una avería en el motor, pero el
clipper
era capaz de volar con sólo tres motores, y tenía un ayudante, Mickey Finn, al que no engañaría durante mucho tiempo. Se devanó los sesos, pero no encontró la solución.
Conspirar contra el capitán Baker y los demás le hacía sentirse como un canalla de la peor especie. Traicionaba a gente que confiaba en él. Pero no le quedaba otra elección.
De repente, otro peligro acudió a su mente. Cabía la posibilidad de que Tom Luther no cumpliera su promesa. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Era un delincuente! Aunque Eddie consiguiera que el avión amarara, igual no recuperaba a Carol-Ann.
Jack, el navegante, entró con más partes meteorológicos, y dirigió a Eddie una mirada extraña. Eddie se dio cuenta de que nadie le hablaba desde que había entrado en la habitación. Parecían evadirle; ¿habían notado su gran preocupación? Se esforzó por comportarse con normalidad.
—Intenta no perderte este viaje, Jack —dijo, repitiendo una vieja broma. No era buen actor y el chiste parecía forzado en él, pero todos rieron y el ambiente se distendió.
El capitán Baker echó un vistazo a los nuevos partes meteorológicos.
—La tempestad está empeorando —comentó.
Jack asintió con la cabeza.
—Se va a convertir en lo que Eddie llamaría un bocinazo. Siempre se burlaban de él por su dialecto de Nueva Inglaterra.
—O un pringue —respondió, fingiendo una sonrisa.
—La rodearé —dijo Baker.
Entre Baker y Johnny Dott idearon un plan de vuelo hasta Botwood (Terranova), ciñéndose al borde de la tempestad y esquivando los vientos de cara, más fuertes. Cuando terminaron, Eddie se sentó, cogió las predicciones meteorológicas y realizó sus cálculos.
Se confeccionaban previsiones sobre la dirección y la fuerza del viento a trescientos, mil doscientos, dos mil cuatrocientos y tres mil seiscientos metros de altura para cada parte del viaje. Conociendo la velocidad de crucero del avión y la fuerza del viento, Eddie podía calcular la velocidad respecto a tierra. Eso le proporcionaba el tiempo de vuelo en cada parte a la altitud más favorable. Después, utilizaba unas tablas para averiguar el consumo de combustible en aquel período de tiempo, teniendo en cuenta la carga útil del
clipper
. Calculaba la necesidad de combustible paso a paso en una gráfica, que la tripulación llamaba la curva Howgozit. Sumaba el total y añadía un margen de seguridad.
Después de terminar sus cálculos, comprobó consternado que la cantidad de combustible necesario para llegar a Terranova era superior a la que el
clipper
podía cargar.
Se quedó inmóvil unos instantes.
La diferencia era terriblemente pequeña: unos kilos de carga útil de más, unos litros de combustible de menos. Y Carol-Ann esperándole en alguna parte, muerta de miedo.
Debería decirle al capitán Baker que era preciso aplazar el despegue hasta que el tiempo mejorase, a menos que desease volar a través de la tormenta.
Sin embargo, la diferencia era ínfima.
¿Sería capaz de mentir?
En cualquier caso, existía un margen de seguridad. Si las cosas iban mal, el avión siempre podría atravesar la tormenta, en lugar de rodearla.
Odiaba la sola idea de engañar a su capitán. Siempre había sido consciente de que las vidas de los pasajeros dependían de él, y se sentía orgulloso de su meticulosa precisión.
Por otra parte, su decisión no era irrevocable. Durante todo el viaje, hora tras hora, debía comparar el consumo de combustible real con la proyección de la curva Howgozit. Si consumían más de lo previsto, bastaba con volver atrás.
Si descubrían su engaño, significaría el fin de su carrera, pero ¿qué importaba eso, cuando las vidas de su mujer y de su futuro hijo se encontraban en peligro?
Repasó sus cálculos de nuevo, pero esta vez, al consultar las tablas, cometió dos errores a posta, consignando el consumo de combustible para la carga útil inferior en la siguiente columna de cifras. Ahora, el resultado se mantenía dentro del margen de seguridad necesario.
Sin embargo, sus vacilaciones no desaparecían. Nunca le había resultado fácil mentir, y ni siquiera lo lograba en esta terrible situación.
Por fin, el capitán Baker perdió la paciencia y miró por encima del hombro a Eddie.
—Suéltalo ya, Ed… ¿Nos vamos o nos quedamos?
Eddie le enseñó los resultados amañados que había escrito y bajó la vista, sin atreverse a mirar cara a cara a su capitán. Carraspeó, presa de los nervios, esforzándose por hablar con el tono más firme y seguro.
—Por muy poco, capitán…, pero nos vamos…
Diana Lovesey pisó el muelle de Foynes y se sintió patéticamente agradecida por notar suelo firme bajo los pies.
Estaba triste, pero serena. Había tomado una decisión: no volvería al
clipper
, no volaría a Estados Unidos y no se casaría con Mark Alder.
Sus rodillas temblaban, y por un momento temió que iba a caerse, pero la sensación desapareció y caminó hacia el puesto de aduanas.
Enlazó su brazo con el de Mark. Se lo diría en cuanto estuvieran solos. Le rompería el corazón, pensó con una punzada de pena; la quería muchísimo. Sin embargo, era demasiado tarde para pensar en eso.
La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado. Las excepciones era la extraña pareja sentada cerca de Diana, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field; se habían quedado a bordo. Lulu Bell no había parado de hablar con Mark. Diana no le hacía caso. Ya no estaba enfadada con Lulu. La mujer era entrometida e insoportable, pero había conseguido que Diana comprendiera la verdad de su situación.
Pasaron por la aduana y salieron del muelle. Se encontraban en el extremo oeste de un pueblo compuesto de una sola calle. Un rebaño de vacas cruzaba la calle, y tuvieron que esperar a que los animales se alejaran.
Diana oyó un comentario de la princesa Lavinia.
—¿Por qué nos han traído a este villorrio?
—La acompañaré al edificio de la terminal, princesa —dijo Davy, el mozo. Señaló un edificio de grandes dimensiones, que recordaba una posada antigua, con las paredes cubiertas de enredaderas—. Hay un bar muy confortable, llamado la «Taberna de la señora Walsh», donde sirven un whisky irlandés excelente.
Cuando las vacas terminaron de pasar, varios pasajeros siguieron a Davy hasta la «Taberna de la señora Walsh».
—Vamos a dar un paseo por el pueblo —dijo Diana a Mark.
Quería estar a solas con él lo antes posible. É1 sonrió, accediendo a su propuesta. Sin embargo, otros pasajeros tuvieron la misma idea, entre ellos Lulu, y una pequeña multitud se puso a recorrer la calle principal de Foynes.
Había una estación de tren, una oficina de correos y una iglesia, seguidas de dos hileras de casas, construidas con piedra gris; los techos eran de pizarra. Algunas casas tenían tienda en la fachada. Vieron varios carritos tirados por ponys en la calle, pero un solo vehículo motorizado. Los habitantes del pueblo, vestidos con prendas de
tweed
o hechas en casa, miraban con ojos desorbitados a los visitantes, ataviados con sedas y pieles, y Diana experimentó la sensación de que estaba desfilando en una procesión. Foynes aún no se había acostumbrado a ser un lugar de paso donde se detenía la élite rica y privilegiada del mundo.
Ansiaba que el grupo se dispersara, pero nadie se alejaba un milímetro, como exploradores temerosos de extraviarse. Empezó a sentirse atrapada. El tiempo pasaba.
—Entremos ahí —dijo, cuando pasaron junto a otro bar.
—Qué gran idea —replicó al instante Lulu—. En Foynes no hay nada que ver.
Diana estaba hasta el gorro de Lulu.
—Me gustaría hablar con Mark a solas —dijo, malhumorada.
Mark se mostró turbado.
—¡Cariño! —protestó.
—No te preocupes —contestó Lulu de inmediato—. Seguiremos paseando y dejaremos solos a los amantes. Ya encontraremos otro bar, si es que no conozco mal Irlanda.
Habló en tono alegre, pero sus ojos no sonreían.
—Lo siento, Lulu —dijo Mark.