Noche sobre las aguas (32 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

BOOK: Noche sobre las aguas
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—Escucha, si nosotros dependiéramos de Danny, estaríamos preocupados, ¿verdad?

—Ya puedes apostar a que sí.

—Preocupados por que cambiara de bando, preocupados por que la oposición le ofreciera algo mejor. Bien, ¿cuál consideramos que es su precio?

—Ummm. —La línea se quedó en silencio durante unos momentos. Después, Mac habló—. No se me ocurre nada.

Nancy pensaba en Danny cuando intentó sobornar a un juez.

—¿Te acuerdas de aquella vez, cuando papá le sacó de apuros? Fue el caso Jersey Rubber.

—Claro que me acuerdo. Ahórrate los detalles por teléfono, ¿vale?

—Sí. ¿Podríamos utilizar ese caso?

—No veo cómo.

—¿Amenazándole?

—¿Con sacarlo a la luz pública?

—Sí.

—¿Tenemos pruebas?

—No. a menos que encuentre algo entre los papeles de papá.

—Los guardas tú, Nancy.

Nancy guardaba en el sótano de su casa de Boston varias cajas de cartón con recuerdos personales de su padre.

—Nunca los he examinado.

—Y ahora ya no hay tiempo.

—Pero podríamos darle el pego.

—No te entiendo.

—Estaba pensando en voz alta. Aguántame un minuto más. Podríamos hacerle creer a Danny que hay algo, o podría haber algo, entre los viejos papeles de papá, algo que sacaría de nuevo a la luz aquel turbio asunto.

—No veo cómo…

—Escucha, Mac, tengo una idea —dijo Nancy, alzando tono de voz al entrever nuevas posibilidades—. Supón que el Colegio de Abogados, o quien sea, decidiera abrir una investigación sobre el caso Jersey Rubber.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—Porque alguien les dice que fue amañado.

—Muy bien. Y después, ¿qué?

Nancy empezaba a creer que tenía entre manos los ingredientes de un buen plan.

—¿Qué pasaría si el Colegio se enterase de que había pruebas cruciales entre los papeles de papá?

—Pedirían permiso para examinarlos.

—¿Dependería de mí la decisión?

—Una investigación normal del Colegio, sí. En el caso que se procediera a una investigación criminal serias citada a declarar, y no te quedaría otra elección.

Un plan se estaba formando en la mente de Nancy con tanta rapidez que no encontraba las palabras para explicar lo en voz alta. Ni siquiera se atrevía a confiar en que funcionara.

—Escucha, quiero que llames a Danny—le apremio— Hazle la siguiente pregunta…

—Espera, que cojo un lápiz. Bien, adelante.

—Pregúntale esto: si el Colegio de Abogados abriera una investigación sobre el caso Jersey Rubber, ¿querría que yo aportara los documentos de papá?

Mac se quedó estupefacto.

—Tú crees que se negará.

—¡Creo que se morirá de miedo, Mac; El no sabe lo que papá guardó: notas, diarios, cartas, podría ser cualquier cosa.

—Empiezo a ver por dónde vas —dijo. Mac, y Nancy captó en su voz una nota de esperanza—. Danny pensaría que tienes en tu poder algo que él desea…

—Me pedirá que le proteja, como hizo papá. Me pedirá que niegue el permiso al Colegio para examinar los documentos. Y yo accederé…, a condición de que vote contra la fusión con «General Textiles».

—Espera un momento. No abras el champan todavía. Es posible que Danny sea corrupto, pero no estúpido. ¿No sospechará que lo hemos preparado todo para presionarle?

—Claro que sí, pero no estará seguro. Y no tendrá mucho tiempo para pensar en ello.

—Sí. Nuestra única posibilidad consiste en actuar cuanto antes.

—¿Quieres probarlo?

—De acuerdo.

Nancy se sentía mucho mejor; llena de esperanza y deseosa de ganar.

—Llámame a nuestra próxima escala.

—¿Cuál es?

—Botwood, Terranova. Llegaremos dentro de diecisiete horas.

—¿Tienen teléfonos allí?

—Si hay un aeropuerto, han de tener. Tendrías que reservar la llamada por adelantado.

—De acuerdo. Que disfrutes del vuelo,

—Adiós. Mac.

Nancy colgó el teléfono. Había recuperado los ánimos. Era imposible predecir si Danny caería en la trampa, pero haber pensado en un ardid la alegraba muchísimo.

Eran las cuatro y veinte, hora de subir al avión. Salió de la habitación y pasó a otro despacho, donde Mervyn Lovesey hablaba por otro teléfono. Levantó la mano para que se detuviera en cuanto la vio. Nancy vio por la ventana que los pasajeros subían a la lancha, pero esperó un momento.

—No me molestes con estas tonterías ahora —dijo Mervyn por teléfono—. Dale a los tocapelotas lo que piden y continúa con el trabajo.

Nancy se quedó sorprendida. Recordó que había conflictos laborales en la empresa del hombre. Daba la impresión de que se había rendido, algo insólito en él.

La persona con la que Mervyn hablaba también debió sorprenderse, porque éste dijo al cabo de un momento:

—Sí, me has entendido bien. Estoy demasiado ocupado para discutir con fabricantes de herramientas. ¡Adiós! —Colgó el teléfono—. La estaba buscando —dijo a Nancy.

—¿Tuvo éxito? —preguntó ella—. ¿Ha convencido a su mujer de que regrese?

—No, pero voy a meterla en cintura.

—Lástima. ¿Está ahí afuera?

Mervyn miró por la ventana.

—La de la chaqueta roja.

Nancy vio a una rubia de unos treinta y pocos años.

—¡Mervyn, es preciosa! —exclamó Nancy.

Estaba sorprendida. Había imaginado a la mujer de Mervyn más dura, menos hermosa, más como Bette Davis que como Carole Lombard.

—Ahora entiendo por qué no quiere perderla.

La mujer caminaba cogida del brazo de un hombre vestido con una chaqueta azul, el amante, sin duda alguna. No era, ni de lejos, tan apuesto como Mervyn. Era de estatura algo más baja de la media, y empezaba a perder pelo. Sin embargo, tenía un aspecto agradable, plácido. Nancy comprendió al instante que la mujer se había decantado por alguien totalmente opuesto a Mervyn. Sintió simpatía por Mervyn.

—Lo siento, Mervyn —dijo.

—Aún no me he rendido —respondió él—. Iré a Nueva York.

Nancy sonrió. Esto era más típico de Mervyn.

—¿Por qué no? —preguntó—. Parece la clase de mujer por la que un hombre cruzaría todo el Atlántico.

—El problema es que depende de ti —dijo Marvyn tuteándola—. El avión está completo.

—Por supuesto. ¿Cómo vas a ir? ¿Y por qué depende de mí?

—Has comprado la única plaza disponible, la suite nupcial. Hay sitio para dos personas. Te ruego que me vendas la plaza disponible.

—Mervyn —rió ella—, no puedo compartir una suite nupcial con un hombre. ¡No soy una corista, sino una viuda respetable!

—Me debes un favor —insistió él.

—¡Te debo un favor, pero no mi reputación!

El atractivo rostro de Mervyn adoptó una expresión obstinada.

—No pensaste en tu reputación cuando quisiste cruzar el mar de Irlanda conmigo.

—¡Pero aquel vuelo no implicaba que pasaríamos la noche juntos!

Tenía ganas de ayudarle; su decisión de lograr que su bella esposa regresara a su lado era conmovedora.

—Lo siento muchísimo, pero a mi edad no puedo protagonizar un escándalo público.

—Escucha. He hecho averiguaciones sobre esta suite nupcial, y no difiere mucho de las demás que hay en el avión. Hay dos camas separadas. Si dejamos la puerta abierta por la noche, estaremos en la misma situación de dos completos extraños a los que se adjudican literas contiguas.

—¡Piensa en lo que dirá la gente!

—¿Por quién vas a preocuparte? No tienes marido que pueda ofenderse, y tus padres han muerto. ¿A quién le importa lo que hagas?

Nancy pensó que era muy directo cuando quería algo.

—Tengo dos hijos de veintitantos años —protestó.

—Pensarán que has echado una cana al aire.

Muy probable, pensó Nancy con tristeza.

—También me preocupa toda la sociedad de Boston. No cabe duda de que el rumor se propagará por todas partes.

—Escucha. Estabas desesperada cuando me pediste ayuda en el aeródromo. Tenías problemas y yo te salvé el culo. Ahora soy yo el que está desesperado… Lo entiendes, ¿verdad? —dijo Mervyn,

—Sí, claro.

—Tengo problemas y te pido ayuda. Es mi última oportunidad de salvar mi matrimonio. Tú puedes echarme una mano. Yo te salvé, y tú puedes salvarme. Sólo te costará un minúsculo escándalo. Nadie se ha muerto por eso. Nancy, por favor.

Nancy pensó en el «minúsculo escándalo». ¿Realmente importaba que una viuda se comportara con cierta indiscreción el día que cumplía cuarenta años? No iba a morirse: como él había dicho, y era probable que ni siquiera empañara su reputación. Las matronas de Beacon Hill opinarían que era «disoluta», pero la gente de su edad admiraría su temple. Nadie se imagina que sea virgen, pensó.

Nancy contempló la expresión terca y herida de Mervyn y su corazón votó por él. A la mierda la sociedad de Boston pensó: este hombre está sufriendo. Me ayudó cuando lo necesitaba. Sin él no estaría aquí. Tiene razón. Estoy en deuda con él,

—¿Me ayudarás, Nancy? —suplicó Mervyn—Te lo ruego. Nancy contuvo el aliento.

—¡Sí, maldita sea! —exclamó.

13

Lo ultimo que vio Harry Marks de Europa fue un faro blanco, que se erguía con orgullo en la orilla norte de la desembocadura del Shannon, mientras el océano Atlántico azotaba con furia la base del acantilado. La tierra desapareció de vista a los pocos minutos, lo único que se veía en todas direcciones era el mar infinito.

Cuando llegue a Estados Unidos seré rico, penso.

Estar tan cerca del famoso conjunto Delhi le creaba una excitación casi sexual. En algún lugar del avión, a pocos metros de donde estaba sentado, había una fortuna en joyas. Sus dedos ardían en deseos de tocarlas.

Un perista le daría cien mil dólares, como mínimo, por unas piedras preciosas valoradas en un millón. Se compraría un bonito piso y un coche, pensó, o quizá una casa en el campo con pista de tenis. Aunque tal vez debería invertir las ganancias y vivir de los intereses. ¡Seria un pisaverde y viviría de rentas!

Claro que antes debía apoderarse del botín.

Como lady Oxenford no llevaba ninguna joya, sólo podían estar guardadas en dos sitios: en el equipaje de la cabina, en el mismo compartimento, o en las maletas consignadas en la bodega. Si fueran mías, no me separaría mucho de ellas, pensó Harry: las guardaría en el bolso de mano. Me daría miedo perderlas de vista. De todos modos, era imposible saber lo que opinaba al respeto la dama.

Primero, registraría la bolsa. Estaba bajo el asiento de lady Oxenford, una cara maleta de piel color vino tinto con remates metálicos. Se preguntó cómo lograría abrirla. Tal vez tendría una oportunidad durante la noche, mientras todo el mundo dormía.

Ya encontraría una forma. Seria arriesgado: robar era juego peligroso, pero siempre se salía con la suya, hasta cuando las circunstancias se torcían. Fijaos en mí, pensó; ayer me pillaron con las manos en la masa, con unos gemelos robados en el bolsillo de los pantalones; pasé la noche en la cárcel y ahora estoy a bordo del
clipper
, rumbo a Nueva York, ¿Suerte? ¡Aún es poco!

Una vez le habían contado un chiste sobre un hombre que se tiraba desde un décimo piso, y al pasar frente al quinto gritaba «De momento, todo va bien». Ese no era él.

Nicky, el mozo, trajo el menú de la cena y le ofreció una copa. No necesitaba beber, pero pidió una copa de champan porque parecía lo más adecuado. Esto es vida, Harry, se dijo. Su excitación por hallarse en el avión más lujoso del mundo corría pareja con su nerviosismo por volar sobre el océano pero, a medida que el champán obraba efecto, la excitación ganó la partida.

Le sorprendió ver que el menú estaba en inglés. ¿Acaso sabían los norteamericanos que los menús sofisticados se escribían en francés? Quizá eran demasiado sensatos para escribir menús en un idioma extranjero. Tuvo la sensación de que Estados Unidos iba a gustarle.

El comedor sólo tenía capacidad para catorce personas, de forma que la cena se serviría en tres turnos, explicó mozo.

—¿A qué hora le apetece cenar, señor Vandenpost.? ¿A las seis, a las siete y media o a las nueve?

Esta puede ser mi oportunidad, pensó Harry. Si los Oxeford cenaran antes o después que él, se quedaría solo en compartimento, pero ¿que turno elegirían? Harry maldijo mentalmente al mozo por escogerle a él en primer lugar. Un mozo inglés se habría dirigido primero a los nobles, pero ese democrático norteamericano debía guiarse por los número: de los asientos. Tendría que adivinar el turno de los Oxenford.

—Déjeme ver —dijo, para ganar tiempo.

Por su experiencia, sabía que los ricos solían comer tarde. Un trabajador desayunaba a las siete, almorzaba a mediodía y cenaba a las cinco, pero un noble desayunaba a las nueve, almorzaba a las dos y cenaba a las ocho y media. Los Oxenford cenarían tarde. Harry se inclinó por el primer turno.

—Estoy hambriento —dijo—. Cenaré a las seis.

El mozo se volvió hacia los Oxenford, y Harry contuvo el aliento.

—Me parece que a las nueve —dijo lord Oxenford. Harry reprimió una sonrisa de satisfacción.

—Percy no querrá esperar tanto —intervinó lady Oxenford—. Cenemos antes.

Muy bien, pensó inquieto Harry, pero no demasiado temprano, por el amor de Dios.

—A las siete y media, pues —concedió lord Oxenford. Harry se sintió invadido de placer. Se había acercado un paso más al conjunto Delhi.

El mozo se volvió hacia el pasajero sentado frente a Harry, el tipo del chaleco rojo vino que tenía pinta de policía.

Les había dicho que se llamaba Clive Membury. Di a las siete y media, pensó Harry, y déjame solo en el compartimento. Sin embargo, Membury no tenía hambre y eligió el turno de las nueve.

Qué pena, pensó Harry. Membury se quedaría en el compartimento mientras los Oxenford cenaban, Quizá se ausentaría unos minutos. Era un tipo nervioso, que no paraba quieto. Si no se marchaba de buen grado, Harry tendría que imaginar una manera de deshacerse de él. Habría sido fácil de no encontrarse a bordo de un avión. Harry le habría dicho que se requería su presencia en otra habitación, que le llamaban por teléfono, o que había una mujer desnuda en la calle. Aquí, sería más difícil.

—Señor Vandenpost —dijo el mozo—, el mecánico y el navegante compartirán su mesa, si le parece bien.

—Desde luego —asintió Harry. Le gustaría hablar con algún miembro de la tripulación.

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