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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (50 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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—Eddie, ¿qué coño está pasando? —preguntó Steve, cambiando de tono.

—Tienen a Carol-Ann —balbuceó Eddie.

—¿Quién la tiene, por los clavos de Cristo?

—La banda de Patriarca.

Steve se mostró incrédulo.

—¿Ray Patriarca? ¿El mafioso?

—La han secuestrado.

—Dios todopoderoso, ¿por qué?

—Quieren que haga amarar al
clipper
.

—¿Para qué?

Eddie se secó la cara con la manga y se serenó.

—Hay un agente del fbi a bordo con un prisionero, un matón llamado Frankie Gordino. Me imagino que Patriarca quiere rescatarle. En cualquier caso, un pasajero que se llama Tom Luther me dijo que hiciera amarar el avión frente a la costa de Maine. Una lancha rápida estará esperando, y Carol-Ann irá a bordo. Intercambiaremos a Carol-Ann por Gordino, y éste se largará.

Steve asintió con la cabeza.

—Y Tom Luther fue lo bastante listo como para comprender que la única forma de conseguir la colaboración de Eddie Deakin consistía en raptar a su mujer.

—Sí.

—Hijos de puta.

—Quiero atrapar a esos tío, Steve. Quiero crucificarles. Juro que los haré picadillo.

Steve meneó la cabeza.

—¿Qué puedes hacer?

—No lo sé. Por eso te llamé.

Steve frunció el ceño.

—El rato más peligroso para ellos será el que media entre subir al avión y regresar al coche. Es posible que la policía pueda descubrir el coche y tenderles una emboscada.

Eddie no estaba tan seguro.

—¿Cómo lo reconocerá la policía? Un simple coche aparcado junto a una playa.

—Valdría la pena probar.

—No es suficiente, Steve. Muchas cosas pueden salir mal. Además, no quiero llamar a la policía… Es imposible saber lo que harían para poner en peligro a Carol-Ann.

Steve estuvo de acuerdo.

—Y el coche podría estar a uno u otro lado de la frontera, lo cual quiere decir que también deberíamos llamar a la policía canadiense. Coño, el secreto no duraría ni cinco minutos. No, llamar a la policía no es buena idea. Sólo nos queda la Marina o los guardacostas.

Discutir del problema con alguien contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Eddie.

—Hablemos de la Marina.

—Muy bien. ¿Y si logro que una patrullera como ésta intercepte a la lancha después del intercambio, antes de que Gordino y Luther lleguen a tierra.

—Podría funcionar —dijo Eddie, empezando a concebir esperanzas—. ¿Podrías hacerlo?

Era casi imposible lograr que buques de la Marina se saltaran la cadena de mando.

—Me parece que sí. Se están realizando todo tipo de ejercicios, y están muy excitados por si los nazis deciden invadir Nueva Inglaterra después de Polonia. El único problema es desviar uno. El tipo capaz de hacerlo es el padre de Simón Greenbourne… ¿Te acuerdas de Simon?

—Desde luego.

Eddie se acordaba de un tipo alocado que poseía un peculiar sentido del humor y una inmensa sed de cerveza. Siempre se metía en líos, pero solía salir bien librado porque su padre era almirante.

—Simon se pasó un día —continuó Steve—, pegó fuego a un bar de Pearl City y quemó media manzana. Es una larga historia, pero conseguí sacarle de la cárcel y su padre me estará eternamente agradecido. Creo que me haría ese favor.

Eddie desvió la vista hacia el buque en que había llegado Steve. Era un cazasubmarinos de clase SC, que ya tenía veinte años, con casco de madera, pero llevaba una ametralladora del calibre veintitrés y cargas de profundidad. Su sola visión bastaría para que delincuentes procedentes de la ciudad, a bordo de una lancha rápida, se cagaran en los pantalones. Sin embargo, era demasiado llamativo.

—Si lo vieran, se olerían una trampa —dijo, angustiado. Steve meneó la cabeza.

—Estos barcos pueden ocultarse en ensenadas. Aunque vayan cargados hasta los topes, su calado no sobrepasa el metro ochenta de profundidad.

—Es arriesgado, Steve.

—Imagina que divisan una patrullera de la Marina. No les hace ni caso. ¿Qué van a hacer, echarlo todo por la borda?

—Podrían hacerle algo a Carol-Ann.

Tuvo la impresión de que Steve iba a seguir discutiendo, pero cambió de opinión.

—Es verdad —dijo—. Puede ocurrir cualquier cosa. Tú eres el único que tiene derecho a decir si vale la pena arriesgarse.

Eddie sabía que Steve no estaba diciendo lo que en realidad pensaba.

—Piensas que estoy acojonado, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, pero estás en tu derecho.

Eddie consultó su reloj.

—Hostia, he de volver a la sala de vuelo.

Debía tomar una decisión. Steve había elaborado el mejor plan que se le había ocurrido, y sólo dependía de Eddie aceptarlo o desecharlo.

—Quizá no hayas pensado en una cosa —señaló Steve—. Es posible que aún tengan la intención de darte gato por liebre.

—¿Cómo?

Steve se encogió de hombros.

—No lo sé, pero en cuanto hayan subido a bordo del
clipper
será difícil discutir con ellos. Tal vez decidan llevarse a Gordino y también a Carol-Ann.

—¿Y por qué coño harían eso?

—Para asegurarse de que no prestaras a la policía una colaboración demasiado entusiasta por un tiempo.

—Mierda.

Existía aún otro motivo, pensó Eddie. Había insultado y gritado a aquellos tipos. Quizá planearan darle una última lección.

Estaba atrapado.

Tenía que acceder al plan de Steve. Era demasiado tarde para pensar en otra cosa.

Dios me perdone si me equivoco, pensó.

—Muy bien —dijo—. Adelante.

22

Margaret se despertó pensando: «Hoy he de hablar con papá».

Tardó un momento en recordar lo que debía decirle, que no viviría con ellos en Connecticut, que iba a marcharse, buscar un alojamiento y conseguir un empleo.

Estaba segura de que se armaría un follón de mucho cuidado.

Una nauseabunda sensación de miedo y vergüenza se abatió sobre ella. La sensación era familiar. Se reproducía siempre que intentaba enfrentarse a papá. Tengo diecinueve años, pensó; soy una mujer. Anoche hice el amor apasionadamente con un hombre maravilloso. ¿Por qué he de estar asustada de mi padre?

Siempre había sido así, hasta donde alcanzaban sus recuerdos. Nunca había comprendido por qué su padre estaba tan decidido a encerrarla en una jaula. Lo mismo había sucedido con Elizabeth, mas no con Percy. Daba la impresión de que consideraba a sus hijas adornos inútiles. Siempre se había enfurecido cuando habían querido hacer algo práctico, como aprender a nadar, construir una casa en un árbol o ir en bicicleta. No le importaba lo que gastaban en ropa, pero no permitiría que abrieran una cuenta en una librería.

La perspectiva de la derrota no era lo único que la detenía. Era la forma en que la rechazaba, la ira y el desprecio, las burlas y la rabia ciega.

Había intentado a menudo utilizar el engaño, pero pocas veces funcionó. La aterrorizaba que oyera los arañazos del gatito rescatado del desván, o la sorprendiera jugando con los niños «impresentables» del pueblo, o registrara su habitación y descubriera su ejemplar de Las vicisitudes de Evangelina, de Elinor Glyn. Los placeres prohibidos llegaban a perder todo su encanto.

Sólo había logrado oponerse a su voluntad con la ayuda de terceros. Mónica la había introducido en los placeres sexuales, sin que él se enterase. Percy la había ayudado a disparar, y Digby, el chófer, a conducir. Ahora, tal vez Harry Marks y Nancy Lenehan la ayudaran a conquistar la independencia.

Ya se sentía diferente. Notaba un dolor agradable en los músculos como si hubiera pasado todo un día trabajando al aire libre. Durante seis años se había considerado un objeto provisto de bultos desgarbados y cabello repelente, pero de pronto descubría que le gustaba su cuerpo. En opinión de Harry, era maravilloso.

Captó débiles sonidos en el exterior. Supuso que los pasajeros se estaban levantando. Asomó la cabeza. Nicky, el camarero gordo, estaba transformando en otomanas las literas en que papá y mamá habían dormido, después de encargarse de las ocupadas por Harry y el señor Membury. Harry estaba sentado, ya vestido, y miraba por la ventana con aire pensativo.

Cerró las cortinas a toda prisa antes de que él pudiera verla, dominada por una repentina timidez. Qué curioso: horas antes habían compartido la mayor intimidad posible entre dos personas, pero ahora se sentía rara.

Se preguntó dónde estarían los demás. Percy habría ido a tierra. Papá, probablemente, le habría imitado; solía despertarse temprano. Mamá era incapaz de hacer cualquier cosa por las mañanas; estaría en el lavabo de señoras. El señor Membury había desaparecido.

Margaret miró por la ventana. Era de día. El avión había anclado cerca de un pueblo, rodeado por un bosque de pinos. Todo se veía muy tranquilo.

Se tendió de nuevo, disfrutando de la intimidad, saboreando los recuerdos de la noche, recreando los detalles y archivándolos como fotografías en un álbum. Tenia la sensación de que había perdido la virginidad aquella noche. Los coitos con Ian habían sido muy apresurados, difíciles y fugaces, y se había sentido como una niña que, desobedeciendo a su padres, imitaba un juego de adultos. Aquella noche, Harry y ella se habían comportado como auténticos adultos, extrayendo placer de sus cuerpos. Habían sido discretos, pero no furtivos, tímidos pero no mojigatos, vacilantes pero no desmañados. Se había sentido como una mujer de verdad. Quiero más, pensó, mucho más, y se abrazó, con la sensación de ser muy perversa.

Rememoró la imagen de Harry que acababa de ver, sentado junto a la ventana con una camisa azul cielo y aquel aspecto pensativo en su hermoso rostro. De repente, experimentó el deseo de besarle. Se incorporó, se puso la bata, abrió las cortinas y dijo:

—Buenos días, Harry.

Harry volvió la cabeza, con la expresión de haber sido sorprendido haciendo algo malo. ¿En qué estarías pensando? reflexionó ella. La miró a los ojos y sonrió. Margaret sonríe a su vez, sin poder parar. Intercambiaron una estúpida sonrisa durante un largo minuto. Por fin, Margaret bajó la vista y se levantó.

—Buenos días, lady Margaret —dijo el camarero—. ¿Le apetece una taza de café?

—No, gracias, Nicky.

Debía estar hecha un adefesio, y tenía prisa por sentarse ante un espejo y cepillarse el pelo. Se sentía desnuda. Estaba desnuda, considerando que Harry se había afeitado, lucía una camisa limpia y tenía el aspecto radiante de una manzana madura.

Sin embargo, aún deseaba besarle.

Se calzó las zapatillas, recordando lo indiscreta que había sido al dejarlas junto a la litera de Harry, para recuperarlas una fracción de segundo antes de que su padre se fijara en ellas. Deslizó los brazos en las mangas de la bata y observó que los ojos de Harry miraban hipnóticamente sus pechos. No le importó; le gustaba que le mirara los pechos. Se ató el cinturón y se pasó los dedos por el pelo.

Nicky terminó su trabajo. Margaret esperaba que saliera del compartimento para poder besar a Harry, pero no fue sí.

—¿Puedo hacer ya su litera? —preguntó el mozo.

—Desde luego —respondió ella, decepcionada. Se preguntó cuánto tiempo debería esperar para volver a besar a Harry. Recogió su bolsa de aseo, dirigió una mirada de pesar a Harry y salió.

El otro mozo, Davy, estaba disponiendo el bufet del desayuno en el comedor. Margaret robó una fresa al pasar, con la sensación de estar cometiendo un pecado. Recorrió todo el avión. La mayoría de las literas ya habían sido convertidas en asientos, y algunas personas bebían café con aspecto soñoliento. Vio que el señor Membury mantenía una animada conversación con el barón Gabon, y se preguntó de qué tema hablarían con tanto entusiasmo aquella dispar pareja. Faltaba algo, y al cabo de unos momentos comprendió de qué se trataba: no había periódicos de la mañana.

Entró en el lavabo de señoras. Mamá estaba sentada ante el tocador. De pronto, Margaret experimentó una abrumadora sensación de culpabilidad. ¿Cómo pude hacer aquellas cosas, estando mamá a pocos pasos de distancia?, pensó. El rubor cubrió sus mejillas.

—Buenos días, mamá —se obligó a decir. Para su sorpresa, su voz sonó muy normal.

—Buenos días, querida. Tienes la cara un poco roja. ¿Has dormido bien?

—Muy bien —dijo Margaret, y su rubor aumentó de intensidad—. Me siento culpable porque he robado una fresa del bufet —añadió en un momento de inspiración. Entró en el water para huir. Cuando salió, llenó la pila del lavabo con agua y se frotó la cara vigorosamente.

Lamentó tener que ponerse el vestido que había llevado el día anterior. Hubiera preferido cambiar. Se aplicó abundante colonia. Harry había dicho que le gustaba. Incluso había sabido que era «Tosca». Era el primer hombre que conocía capaz de identificar perfumes.

Se cepilló el pelo sin prisa. Era su atributo más bello y necesitaba acentuar su perfección. Tendría que preocuparme más de mi aspecto, pensó. No le había prestado mucha atención hasta hoy, pero de repente parecía haber adquirido una gran importancia. Debería utilizar vestidos que realcen mi figura, y zapatos bonitos que destaquen mis piernas largas, y colores a juego con el pelo rojo y los ojos verdes. El vestido que llevaba, de un color rojo ladrillo, era impecable, aunque holgado y algo deforme. Al mirarse en el espejo, pensó que necesitaba hombreras y un cinturón. Mamá no permitiría que se maquillara, por supuesto, de modo que debería conformarse con su tez pálida. Al menos, tenía bonitos dientes.

—Ya estoy —dijo, alegre.

Mamá no se había movido ni un centímetro.

—Supongo que vas a volver a charlar con el señor Van denpost.

—Supongo que sí, considerando que no hay nadie más en el compartimento y que tú continúas acicalándote.

—No seas descarada. Tiene algo de judío.

Bueno, no está circuncidado, pensó Margaret, y casi lo dije en voz alta por pura malicia, pero, en cambio, empezó a reír. Mamá se ofendió.

—No sé qué te hace tanta gracia. Has de saber que no permitiré que vuelvas a ver a ese joven en cuanto bajemos del avión.

—Te alegrará saber que me importa un pimiento.

Era cierto: iba a abandonar a sus padres, y le daba igual tener permiso o no.

Mamá le dirigió una mirada suspicaz.

—¿Por qué me da la impresión de que no eres sincera.

—Porque los tiranos nunca confían en nadie.

Pensó que era una buena frase de despedida y se encaminó hacia la puerta, pero mamá la retuvo.

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