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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (51 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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—No te vayas, querida —dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

¿Quería decir «No te vayas de la habitación» o «no abandones a la familia»? ¿Habría adivinado las intenciones de Margaret? Siempre había sido intuitiva. Margaret no dijo nada.

—Ya he perdido a Elizabeth. No soportaría perderte a ti también.

—¡Pero es culpa de papá! —estalló Margaret, y de repente deseó llorar—. ¿No puedes impedir que se comporte de esa forma tan horrible?

—¿No crees que lo intento?

Margaret se quedó petrificada; su madre jamás había admitido ni un defecto de papá.

—No aguanto su forma de ser —dijo, abatida.

—Podrías tratar de no provocarle —respondió mamá.

—Plegarme a sus deseos en todo momento, quieres decir.

—¿Por qué no? Sólo hasta que te cases.

—Si tú le plantaras cara tal vez cambiaría.

Mamá sacudió la cabeza con tristeza.

—No puedo ponerme de tu lado y contra él, querida. Es mi marido.

—¡Pero está equivocado!

—Da igual. Ya lo comprenderás cuando estés casada. Margaret se sintió acorralada.

—Eso no es justo.

—No falta mucho. Te pido que le aguantes un tiempo más. En cuanto cumplas veintiún años será diferente, te lo prometo, incluso si no te has casado. Sé que es duro, pero no quiero que seas expulsada de la familia, como la pobre Elizabeth…

Margaret sabía que se sentiría tan afligida como mamá si se distanciaban.

—No quiero ni una cosa ni otra, mamá —dijo.

Avanzó un paso hacia el taburete. Mamá abrió los brazos. Se abrazaron de una forma desmañada, Margaret de pie y mamá sentada.

—Prométeme que no discutirás con él —pidió mamá. Su voz era tan triste que Margaret deseó de todo corazón prometerlo, pero algo la retuvo, y se limitó a responder:

—Lo intentaré, mamá, te lo aseguro.

Mamá la soltó y la miró. Margaret leyó resignación en su rostro.

—Gracias, de todas maneras —dijo mamá.

No había nada más que hablar.

Margaret salió.

Harry estaba de pie cuando Margaret entró en el compartimento. Se sentía tan desolada que perdió todo sentido del decoro y le echó los brazos al cuello. Al cabo de un momento de estupefacto asombro, él la abrazó y besó su cabeza. El estado de ánimo de Margaret mejoró al instante.

Abrió los ojos y captó la expresión pasmada del señor Membury, que había vuelto a su asiento. Le daba igual, pero se apartó de Harry y fueron a sentarse al otro extremo del compartimento.

—Hemos de hacer planes —dijo Harry—. Tal vez sea nuestra última oportunidad de hablar en privado.

Margaret sabía que mamá volvería enseguida, y que papá y Percy regresarían con los demás pasajeros. Después, Harry y ella no encontrarían un momento de soledad. El pánico se apoderó de ella al imaginarse a ambos separándose en Port Washington para no volver a reunirse jamás.

—¡Dime donde puedo ponerme en contacto contigo!

—No lo sé… No he previsto nada, pero deja de preocuparte. Me pondré en contacto contigo. ¿En qué hotel os alojaréis?

—En el Waldorf. ¿Me telefonearás esta noche? ¡Has de hacerlo!

—Calma, claro que te llamaré. Daré el nombre de señor Marks.

El tono relajado de Harry dio a entender a Margaret que se estaba portando de una manera tonta… y un poco egoísta. Debía pensar en él tanto como en ella.

—¿Dónde pasarás la noche?

—Buscaré un hotel barato.

Una idea asaltó a Margaret.

—¿Te gustaría entrar a escondidas en mi habitación? Harry sonrió.

—¿Lo dices en serio? ¡Ya sabes que sí!

Margaret se sintió feliz por haberle complacido.

—La hubiera compartido con mi hermana, pero ahora la tendré para mí sola.

—Caramba, estoy impaciente.

Margaret sabía cuánto le gustaba a Harry la vida por todo lo alto, y deseaba hacerle feliz. ¿Qué más le apetecería?

—Pediremos que nos suban a la habitación huevos revueltos y champán.

—Querré quedarme contigo para siempre.

Esa frase devolvió a Margaret a la realidad.

—Mis padres se trasladarán a la casa de Connecticut del abuelo dentro de unos días. Entonces, tendré que encontrar un sitio donde vivir.

—Lo buscaremos juntos. Quizá alquilemos habitaciones en el mismo edificio, o algo así.

—¿De veras?

Margaret experimentó un estremecimento de dicha. ¡Alquilarían habitaciones en el mismo edificio! Exactamente lo que ella deseaba. Había temido que él se entusiasmara y quisiera casarse con ella, o que se negara a verla de nuevo. Sin embargo, la propuesta era ideal: estaría cerca de él y le iría conociendo mejor, sin tomar decisiones alocadas y apresuradas. Y podría acostarse con él. Pero había un problema.

—Si trabajo para Nancy Lenehan, viviré en Boston.

—Es posible que yo también vaya a Boston.

—¿De veras?

Apenas daba crédito a sus oídos.

—Es un lugar tan bueno como otro cualquiera. ¿Dónde está?

—En Nueva Inglaterra.

—¿Es como la vieja Inglaterra?

—Bueno, me han dicho que la gente es muy presuntuosa.

—Será como estar en casa.

—¿Qué clase de piso tendremos? —preguntó ella, excitada—. Quiero decir, ¿de cuántas habitaciones y todo eso? Harry sonrió.

—No tendrás más de una habitación, y te costará mucho poder pagarla. Si se parece en algo a lo que hay en Inglaterra, tendrá muebles baratos y una ventana. Con suerte, tendrá un hornillo de gas o un calentador portátil para que prepares café. Compartirás el cuarto de baño con los demás inquilinos de la casa.

—¿Y la cocina?

Harrey meneó la cabeza.

—No podrás permitirte una cocina. Sólo comerás caliente a mediodía. Cuando vuelvas a casa, tomarás una taza de té y un trozo de pastel, o una tostada si tienes una estufa eléctrica.

Sabía que la estaba intentando preparar para una realidad que él consideraba desagradable, pero a Margaret se le antojaba todo maravillosamente romántico. Pensar que podría preparar té y tostadas, siempre que le apeteciera, en una pequeña habitación para ella sola, sin padres que la molestaran y criados gruñones… Sonaba de fábula.

—¿Suelen vivir en el edificio los propietarios?

—A veces. Es mejor, porque conservan bien el lugar, aunque también meten las narices en tu vida privada. Si el propietario vive en otro sitio, el edificio se deteriora: las cañerías se rompen, la pintura se desprende, aparecen goteras en los techos…

Margaret comprendió que le quedaba muchísimo por aprender, pero nada de lo que dijera Harry iba a disuadirla; todo era demasiado estimulante. Antes de que pudiera seguir preguntando, los pasajeros y tripulantes que habían desembarcado regresaron, y mamá volvió del lavabo en aquel mismo momento, pálida pero hermosa. Fue un contrapunto a la alegría de Margaret. Al recordar su conversación con mamá, se dio cuenta de que la emoción de fugarse con Harry se mezclaría con el pesar.

No solía comer mucho por las mañanas, pero hoy se sentía famélica.

—Quiero tocino y huevos —dijo—. De hecho, un montón de ambas cosas.

Miró a Harry y comprendió que tenía tanto hambre porque le había hecho el amor durante toda la noche. Esbozó una sonrisa. Harry leyó sus pensamientos y apartó la vista a toda prisa.

El avión despegó unos minutos después. Margaret no lo consideró menos emocionante porque viviera la experiencia por tercera vez. Ya no tenía miedo.

Meditó sobre la conversación que acababa de tener con Harry. ¡Quería ir a Boston con ella! Aunque era apuesto y seductor, y habría sostenido relaciones con muchas chicas como ella, parecía quererla de una manera especial. Todo se había desarrollado muy aprisa, pero Harry se portaba con sensatez; no hacía promesas extravagantes, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para quedarse con ella.

Esa decisión esfumó todas sus dudas. Hasta ahora no se había permitido pensar en un futuro compartido con Harry, pero de pronto depositó toda su confianza en él. Iba a tener cuanto deseaba: libertad, independencia y amor.

En cuanto el avión alcanzó la altura prevista se les invitó a servirse del bufet, y Margaret procedió con celeridad. Todos tomaron fresas con nata, a excepción de Percy, que prefirió cereales. Papá acompañó sus fresas con champán. Margaret también comió bollos calientes con mantequilla.

Cuando Margaret iba a volver al compartimento, vio a Nancy Lenehan, inclinada sobre las gachas. Nancy iba tan bien vestida y elegante como siempre, con una blusa azul marino en lugar de la gris que llevaba ayer. Llamó a Margaret y le dijo en voz baja:

—He recibido una llamada telefónica muy importante en Botwood. Voy a ganar. Puedes contar con un empleo. Margaret resplandeció de satisfacción.

—¡Oh, gracias!

Nancy depositó una tarjeta blanca en el plato de Margaret. —Llámame cuando te sientas dispuesta.

—¡Lo haré! ¡Dentro de unos días! ¡Gracias!

Nancy se llevó un dedo a los labios y le guiñó un ojo.

Margaret regresó al compartimento ebria de alegría. Confiaba en que papá no hubiera visto la tarjeta; no quería que le hiciera preguntas. Por fortuna, se hallaba demasiado concentrado en el desayuno para reparar en otra cosa.

Mientras comía, Margaret comprendió que debía decírselo tarde o temprano. Mamá le había suplicado que evitara un enfrentamiento, pero era imposible. La última vez que había intentado huir no resultó. En esta ocasión anunciaría públicamente que se iba, para que todo el mundo se enterase. No lo haría en secreto, no habría excusas para llamar a la policía. Debía dejarle claro que tenía un lugar a donde ir y amigos que la apoyaban.

Y este avión era el lugar ideal para el enfrentamiento. Elizabeth lo había hecho en un tren y había resultado, porque papá se había visto obligado a refrenarse. Después, en las habitaciones del hotel, podía comportarse como le viniera en gana.

¿Cuándo se lo diría? Cuanto antes mejor: estaría en mejor disposición de ánimo después del desayuno, repleto de champán y comida. Más tarde, con algunas copas de más, se mostraría irascible.

—Voy a buscar más cereales —dijo Percy, levantándose.

—Siéntate —ordenó papá—. Ahora traen el tocino. Ya has comido bastante de esa basura.

Por alguna razón, era contrario a los cereales.

—Aún tengo hambre —insistió Percy y, ante el estupor de Margaret, se marchó.

Papá estaba confuso. Percy nunca le había desafiado abiertamente. Mamá se limitó a contemplar la escena. Todo el mundo aguardaba el regreso de Percy. Volvió con un cuenco lleno de cereales. Se sentó y empezó a comer.

—Te he dicho que no tomaras más —habló papá.

—No es tu estómago —replicó Percy, sin dejar de comer.

Dio la impresión de que papá iba a levantarse, pero Nicky salió en aquel momento de la cocina y le ofreció un plato de salchichas, tocino y huevos escalfados. Por un momento, Margaret pensó que papá arrojaría el plato sobre Percy, pero estaba demasiado hambriento.

—Tráigame un poco de mostaza inglesa —dijo, cogiendo el cuchillo y el tenedor.

—Me temo que no hay mostaza, señor.

—¿Que no hay mostaza? —exclamó papá, furioso—. ¿Cómo voy a comer salchichas sin mostaza?

Nicky parecía asustado.

—Lo siento, señor… Nadie había pedido. Me aseguraré de llevar en el próximo vuelo.

—Eso no me sirve de mucho, ¿verdad?

—Supongo que no. Lo siento.

Papá gruñó y se puso a comer. Había desahogado su rabia sobre el mozo, y Percy se había salido con la suya. Margaret estaba asombrada. Jamás había ocurrido algo semejante.

Nicky le trajo huevos con tocino, que Margaret devoró con fruición. ¿Era posible que papá se estuviera ablandando? El fin de sus esperanzas políticas, el estallido de la guerra, el exilio y la rebelión de su hija mayor se habían combinado para aplastar su ego y debilitar su voluntad.

Nunca se presentaría un momento mejor para decírselo.

Acabó de desayunar y esperó a que los demás terminaran. Después, aguardó a que el mozo se llevara los platos, y luego a que papá consiguiera más café. Por último, ya no hubo demora posible.

Se trasladó al asiento situado en mitad de la otomana, al lado de mamá y casi enfrente de papá. Respiró hondo y se lanzó.

—He de decirte algo, papá, y espero que no te enfades.

—Oh, no… —murmuró mamá.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó papá.

—Tengo diecinueve años y no he trabajado en toda mi vida. Ya es hora de que lo haga.

—¿Por qué, por el amor de Dios?—preguntó mama.

—Quiero ser independiente.

—Hay millones de chicas trabajando en fábricas y oficinas que darían los ojos por estar en tu lugar —apuntó mama.

—Lo sé, mamá.

Margaret también sabía que mamá discutía con ella para mantener a papá al margen. Sin embargo, la argucia no funcionaría mucho rato.

Mamá la sorprendió al capitular casi de inmediato.

—Bien, supongo que si tu decisión es firme, el abuelo tal vez te consiga un empleo con alguno de sus conocidos…

—Ya tengo un empleo.

La declaración pilló a mamá por sorpresa.

—¿En Estados Unidos? ¿Cómo es posible?

Margaret decidió no mencionar a Nancy Lenehan; podrían hablar con ella y estropearlo todo.

—Todo está arreglado —dijo, sin explicar nada más.

—¿Qué tipo de empleo?

—Ayudante en el departamento de ventas de una fábrica de zapatos.

—Oh, por el amor de Dios, no seas ridícula.

Margaret se mordió el labio. ¿Por qué era mamá tan desdeñosa?

—No es ridículo. Estoy orgullosa de mí. He conseguido un trabajo sin necesitar tu ayuda, la de papá o la del abuelo, sólo por mis méritos.

Quizá no estaba describiendo con exactitud lo sucedido, pero Margaret empezaba a ponerse a la defensiva.

—¿Dónde está esa fábrica? —preguntó mamá.

Papá intervino por primera vez.

—No puede trabajar en una fábrica, y punto.

—Trabajaré en la oficina de ventas, no en la fábrica —dijo Margaret—. Y está en Boston.

—Eso lo soluciona todo —afirmó mamá—. No vivirás en Boston, sino en Stamford.

—No, mamá, ni hablar, viviré en Boston.

Madre abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla, comprendiendo al fin que se enfrentaba con algo que no podía descartar tan fácilmente. Permaneció en silencio unos instantes.

—¿Qué quieres decirnos? —dijo luego.

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