—Sólo que os dejo y me voy a Boston, viviré en un piso; de alquiler y trabajaré.
—Oh, qué increíble estupidez.
—No seas tan despreciativa —se enfureció Margaret. Mamá se acobardó al captar su tono airado, y Margaret se arrepintió al instante.
—Me limito a hacer lo mismo que muchas chicas de mi edad —siguió Margaret, más calmada.
—Chicas de tu edad, tal vez, pero chicas de tu clase, no.
—¿Cuál es la diferencia?
—No tiene sentido que trabajes por cinco dólares a la semana y vivas en un apartamento que le costará a tu padre cien dólares al mes.
—No quiero que papá me pague el apartamento.
—¿Y dónde vivirás?
—Ya te lo he dicho, en un piso de alquiler.
—¡En una inmundicia! Pero ¿por qué?
—Ahorraré dinero hasta tener suficiente para comprar un billete a Inglaterra, y volveré para alistarme en el SAT.
—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —intervino papá por segunda vez.
Margaret se sintió herida.
—¿Qué es lo que ignoro, papá?
—No, no… —trató de interrumpirles mamá.
Margaret impidió que continuara.
—Ya sé que tendré que hacer recados, preparar café y responder al teléfono de la oficina. Sé que viviré en una habitación con un hornillo de gas y que compartiré el cuarto de baño con los demás inquilinos. Sé que no me gustará ser pobre, pero me encantará ser libre.
—No sabes nada de nada —replicó él, desdeñoso—. ¿Libre? ¿Tú? Serás como una cría de conejo suelta en una perrera. Voy a decirte lo que no sabes, muchacha: no sabes que te han mimado y consentido toda la vida. Ni siquiera has ido al colegio…
Aquella injusticia arrancó lágrimas de sus ojos y provocó que contraatacara.
—Yo quise ir al colegio —protestó—, ¡pero tú no me dejaste!
Su padre hizo caso omiso de la interrumpción.
—Te han lavado la ropa y preparado la comida, acompañado en coche a donde te daba la gana ir, venían niñas a casa para que jugaran contigo, y nunca te has preguntado cómo era posible todo eso…
—¡Claro que sí!
—¡Y ahora quieres vivir sola! ¿Sabes cuánto vale una barra de pan?
—Pronto lo averiguaré.
—No sabes lavarte ni las bragas. Nunca has subido a un autobús. Nunca has dormido sola en una casa. No sabes poner a punto un despertador, disponer una ratonera, lavar platos, cocer un huevo… ¿Sabrías cocer un huevo? ¿Sabes cómo se hace?
—¿Y de quién es la culpa? —sollozó Margaret.
Él continuó, implacable, convertido su rostro en una máscara de desprecio y cólera.
—¿De qué vas a servir en una oficina? No puedes preparar el té… ¡porque no sabes cómo se hace! En tu vida has visto un archivador. Nunca te has quedado en un sitio de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Te aburrirás y saldrás pitando. No durarás ni una semana.
Estaba expresando las preocupaciones secretas de Margaret, por eso la joven se sentía tan abatida. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que él estuviera en lo cierto: sería incapaz de vivir sola, la despedirían del trabajo. Aquella voz implacablemente burlona, que predecía sin el menor asomo de duda la realización de sus peores temores, estaba destruyendo sus sueños, al igual que el mar destruye un castillo de arena. Margaret se puso a llorar y las lágrimas resbalaron sobre su cara.
—Esto es demasiado… —oyó que Harry decía.
—Déjalo que siga —dijo.
Harry no podía luchar por ella en esta batalla: era entre ella y su padre.
Papá continuó su diatriba, el rostro purpúreo, agitando el dedo, elevando cada más el tono de voz.
—Boston no es como el pueblo de Oxenford, ya lo sabes. La gente allí no se ayuda mutuamente. Te pondrás enferma y médicos que ni siquiera han terminado la carrera te envenenarán. Caseros judíos te robarán hasta el último centavo y negros zarrapastrosos te violarán. En cuanto a tu idea de alistarte en el ejército…
—Miles de chicas se han alistado en el SAT —dijo Margaret, pero su voz se había reducido a un débil susurro.
—Pero no son chicas como tú. Chicas duras, tal vez, acostumbradas a levantarse temprano y a barrer suelos, pero no adolescentes mimadas. Dios quiera que no te encuentres en algún tipo de peligro… ¡Te convertirás en gelatina!
Recordó su penosa reacción durante el apagón —asustada indefensa y presa del pánico— y se sintió abrumada de vergüenza. Él tenía razón, se convertiría en gelatina. Pero no siempre sería timorata y débil. Papá había hecho lo posible por transformarla en un ser dependiente e inepto, pero ella estaba firmemente decidida a forjar su propia personalidad y mantuvo viva aquella llama de esperanza, a pesar de que las embestidas de papá minaban sus defensas.
Él apuntó un dedo hacia ella, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—No durarás ni una semana en una oficina, y no durarías ni un día en el SAT —persistió—. Eres demasiado blanda. Se reclinó en el asiento, con aspecto satisfecho.
Harry se sentó al lado de Margaret. Sacó un pañuelo de hilo y le secó las mejillas con ternura.
—En cuanto a usted, joven petimetre… —dijo papá.
Harry se levantó de su asiento como impulsado por un resorte y se precipitó hacia papá. Margaret se quedó sin aliento, pensando que iba a producirse una pelea.
—No se atreva a hablarme de esa manera —dijo Harry—. No soy una chica. Soy un hombre hecho y derecho, y si me insulta le aplastaré su cabezota.
Papá se sumió en el silencio.
Harry dio la espalda a papá y volvió a sentarse al lado de Margaret.
Margaret estaba disgustada, pero en el fondo de su corazón palpitaba una sensación de triunfo. Le había dicho que se marchaba. Él se había enfurecido y mofado, consiguiendo que llorara, pero no había logrado disuadirla: Margaret persistía en su idea de marcharse.
Sin embargo, había conseguido alentar una duda. A Margaret le preocupaba mucho carecer del coraje necesario para llevar adelante sus planes, temerosa de que la angustia la paralizase en el último momento. Papá había avivado esa duda con sus burlas y desprecios. Margaret nunca había hecho nada valeroso en su vida; ¿lo haría ahora? Sí, lo haré, pensó. No soy tan blanda, y lo voy a demostrar.
Papá la había desanimado, pero sin conseguir que cambiara de idea. Sin embargo, no era probable que ya se hubiera rendido. Miró por encima del hombro de Harry. Papá tenía la vista dirigida hacia la ventana, con una expresión maligna en el rostro. Elizabeth le había desafiado, pero él la había expulsado del seno de la familia, a la cual quizá no volvería a ver.
¿Qué horrible venganza estaría maquinando para Margaret?
Diana Lovesey estaba pensando, entristecida, que el verdadero amor no duraba mucho tiempo.
Cuando Mervyn se enamoró de ella, se complacía en acceder a todos sus deseos, cuanto más caprichosos mejor. En un abrir y cerrar de ojos estaba preparado para conducir hasta Blackpool para comprarle un palo de azúcar cande, tomarse una tarde libre para ir al cine, o dejarlo todo y volar a París. Le encantaba visitar todas las tiendas de Manchester, en busca de una bufanda de cachemira en el tono verdeazulado apropiado, salir de un concierto a la mitad porque ella se aburría, o levantarse a las cinco de la mañana para ir a desayunar a un café de obreros. Sin embargo, esta actitud no duro mucho después de la boda. Pocas veces le negaba algo, pero pronto dejó de complacerse en satisfacer sus caprichos. El placer se transformó en tolerancia, y después en impaciencia, y en ocasiones, hacia al final, en desprecio.
Ahora, se estaba preguntando si su relación con Mark seguiría la misma tónica.
Durante todo el verano había sido su esclava, pero ahora pocos días después de fugarse juntos, se habían peleado. ¡Estaban tan enfadados la segunda noche que ni siquiera habías dormido juntos! En mitad de la noche, cuando estalló la tormenta y el avión corcoveó como un caballo salvaje, Diana se asustó tanto que casi se tragó el orgullo y acudió a la litera de Mark, pero eso hubiera sido humillante sobremanera, de modo que se había quedado inmóvil, pensando que iba a morir. Había confiado en que él viniera, pero Mark era tan orgulloso como ella, y eso la había enfurecido todavía más.
Esta mañana apenas se habían dirigido la palabra. Diana se había despertado justo cuando el avión aterrizaba en Botwood, y cuando se levantó, Mark ya había ido a tierra. Ahora, estaban sentados frente a frente en los asientos de pasillo del compartimento número 4, fingiendo que desayunaban. Diana jugueteaba con algunas fresas y Mark desmenuzaba un panecillo sin comerlo.
Ya no estaba segura de por qué se había enfurecido tanto al averiguar que Mervyn compartía la suite nupcial con Nancy Lenehan. Había pensado que Mark se solidarizaría con ella y la consolaría, pero en cambio había puesto en duda su derecho a enfurecerse, insinuando que seguía enamorada de Mervyn. ¿Cómo podía decir eso, cuando lo había abandonado todo para huir con él?
Paseó la vista a su alrededor. La princesa Lavinia y Lulu Bell mantenían una inconexa conversación. Ninguna había dormido por culpa de la tempestad, y ambas parecían agotadas. A su izquierda, al otro lado del pasillo, el agente del FBI, Ollis Field, y su prisionero, Frankie Gordino, comían en silencio. El pie de Gordino estaba sujeto con unas esposas al asiento. Todo el mundo tenía aspecto de cansancio y malhumor. Había sido una larga noche.
Davy, el mozo, entró y se llevó los platos del desayuno. La princesa Lavinia se quejó de que sus huevos escalfados estaban demasiado blandos y el tocino demasiado hecho. Davy les ofreció café, pero Diana no quiso.
Miró a Mark y forzó una sonrisa.
—No me has hablado en toda la mañana —dijo.
—¡Porque pareces más interesada en Mervyn que en mí! Diana se sintió un poco arrepentida. Tal vez tenía derecho a estar un poco celoso.
—Lo siento, Mark. Te aseguro que eres el único hombre que me interesa.
Mark cogió su mano.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. Me siento fatal. Me he portado muy mal. Mark acarició el dorso de su mano.
—Sabes… —El la miró a los ojos, y Diana observó, sorprendida, que estaba a punto de llorar—. Tengo mucho miedo de que me dejes.
No se esperaba eso. Su sorpresa fue total. Nunca había imaginado que Mark tuviera miedo de perderla.
—Eres tan encantadora, tan deseable, podrías conseguir a cualquier hombre, y no acabo de creer que me quieras. Temo que comprendas tu equivocación y cambies de opinión. Diana estaba conmovida.
—Eres el hombre más adorable del mundo, por eso me enamoré de ti.
—¿Ya no te importa Mervyn?
Ella vaciló un solo momento, pero fue suficiente. El rostro de Mark se transformó de nuevo.
—Te importa —dijo con amargura.
¿Cómo se lo podía explicar? Ya no estaba enamorada de Mervyn, pero éste aún ejercía cierto tipo de poder sobre ella.
—No es lo que piensas —respondió, desesperada.
Mark retiró su mano.
—Pues acláramelo. Dime qué es.
En aquel momento, Mervyn entró en el compartimento. Miró a su alrededor, localizó a Diana y dijo:
—Te pillé.
Los nervios se apoderaron al instante de Diana. ¿Qué ocurría? ¿Estaba enfadado? Confió en que no hiciera una escena. Miró a Mark. Estaba pálido y tenso. Respiró hondo y dijo:
—Escuche, Lovesey… No queremos otra discusión, así que lo mejor será que se vaya.
Mervyn no le hizo caso y habló a Diana.
—Hemos de hablar de esto.
Ella le estudió, preocupada. Su idea de una conversación, podía ser un monólogo; a veces, «hablar» se convertía en una arenga. Sin embargo, no parecía agresivo. Intentaba mantener imperturbable su expresión, pero Diana tuvo la impresión de que ocultaba cierta timidez. Eso despertó su curiosidad.
—No quiero ningún follón —dijo, cautelosa.
—Prometo que no habrá ningún follón.
—Muy bien. Adelante.
Mervyn se sentó a su lado, miró a Mark y dijo:
—¿Le importaría dejarnos solos unos minutos?
—¡Coño, pues sí! —vociferó Mark.
Los dos la miraron, y ella comprendió que debía tomar una decisión. En realidad, le habría gustado quedarse a solas con Mervyn, pero heriría a Mark. Vaciló, temerosa de apoyar a uno de los dos. Al final, pensó: «He dejado a Mervvn y estoy con Mark; debería ponerme de su lado».
—Habla, Mervyn —dijo, con el corazón acelerado—. Si no puedes decir lo que sea delante de Mark, no quiero escucharlo.
Mervyn aparentó sorpresa.
—Muy bien, muy bien —dijo, irritado. Después, recobró la serenidad y volvió a mostrarse suave—. He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste. Sobre mí. Sobre mi frialdad hacia ti. Sobre lo desdichada que has sido.
Hizo una pausa. Diana no dijo nada. Esto no era propio de Mervyn. ¿Qué se avecinaba?
—Quiero decir que lo lamento de veras.
Diana se quedó estupefacta. Intuía que lo decía en serio. ¿Que había producido este cambio?
—Yo quería hacerte feliz —prosiguió Mervyn—. Era lo único que deseaba desde la primera vez que estuvimos juntos. Nunca quise que fueras desgraciada. No es justo que seas infeliz. Te mereces la felicidad porque tú la das. Basta que entres en un sitio para que la gente sonría.
Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sabía que era cierto: la gente disfrutaba mirándola.
—Es un pecado entristecerte —dijo Mervyn—. No lo volveré a hacer.
¿Iba a prometer que sería bueno, se preguntó Diana, con una punzada de temor? ¿Iba a suplicar que volviera con él? Ni siquiera deseaba que se lo pidiera.
—No pienso volver contigo —dijo, nerviosa.
Mervvn hizo caso omiso de la frase.
—¿Mark te hace feliz? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Será bueno contigo?
—Sí, sé que lo será.
—No habléis de mí como si no estuviera presente! —exclamó Mark.
Diana cogió la mano de Mark.
—Nos queremos —dijo a Mervyn.
—Sí —por primera vez, una levísima expresión de desdén cruzó por el rostro de Mervyn, pero enseguida desapareció—. Sí, me parece que sí.
¿Se estaba ablandando? Nunca se había portado así. ¿Tenía algo que ver la viuda con la transformación?
—¿Te dijo la señora Lenehan que vinieras a hablar conmigo? —preguntó Diana, suspicaz.
—No, pero sabe lo que voy a decir.
—Me gustaría que se diera prisa en soltarlo —dijo Mark.
—Tranquilo, chico… Diana todavía es mi mujer —dijo Mervyn en tono desdeñoso.