Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
Y seguía trabajando. Programaba intervenciones no sólo durante la semana, sino también los sábados. Se pasaba los domingos por la tarde en el despacho. Cuando tenía cuarenta y cinco años, el ritmo que llevaban acabó por quemar a su socio, que se fue para trabajar con otro grupo de médicos.
Durante los primeros años después del nacimiento de Mark, Martha hablaba a menudo de tener otro hijo. Con el tiempo dejó de mencionarlo. Aunque le obligaba a tomarse vacaciones, él lo hacía tan a regañadientes que, al final, ella decidió visitar a sus padres con Mark y dejar a Paul en casa. Este encontró el tiempo suficiente para asistir a algunos de los acontecimientos más importantes de la vida de su hijo, esas cosas que ocurrían una vez o dos al año, pero se perdió la mayor parte del resto.
Se convenció a sí mismo de que trabajaba por su familia.
O por Martha, que había luchado con él durante los primeros años. O por la memoria de su padre. O por el futuro de Mark. No obstante, muy en el fondo sabía que lo hacía por sí mismo.
Si ahora tuviese que nombrar lo que más le dolía de todos esos años, seguro que tendría que ver con su hijo; a pesar de que Paul estuvo ausente de su vida, Mark lo había sorprendido anunciándole que quería convertirse en médico. Después de que aceptaran a Mark en la Facultad de Medicina, Paul difundió la noticia por los pasillos del hospital, complacido con la idea de que su hijo se uniera a su profesión. Ahora, había pensado, pasarían más tiempo juntos, y recordaba haber llevado a Mark a almorzar para intentar convencerlo de que se hiciera cirujano. Mark se limitó a negar con la cabeza.
—Ésa es tu vida —le dijo—, y no es una vida que me interese en absoluto. Para ser sincero, siento lástima de ti.
Aquello lo hirió. Discutieron. Mark hizo acusaciones aún más graves; Paul perdió los nervios y Mark acabó por abandonar el restaurante hecho una furia. Paul se negó a hablar con él durante las dos semanas siguientes y su hijo no hizo ningún intento por reparar el daño. Las semanas se convirtieron en meses y después en años. Aunque Mark mantuvo la cálida relación que siempre había tenido con su madre, evitaba pasar por casa cuando sabía que estaba su padre.
Paul llevó el alejamiento de su hijo del único modo que conocía. Siguió con el mismo volumen de trabajo, corría los habituales ocho kilómetros diarios y, por las mañanas, repasaba la sección de economía del periódico. Pero veía la tristeza en los ojos de Martha y, en determinados momentos, normalmente entrada la noche, se preguntaba cómo podría resolver la ruptura con su hijo. Una parte de él quería coger el teléfono y llamar, pero nunca hallaba el valor suficiente. Sabía por Martha que Mark se las arreglaba bien sin él. En lugar de ser cirujano se había convertido en médico de familia y, tras dedicarse a ello unos meses para desarrollar las aptitudes necesarias, dejó el país para ofrecer sus servicios como voluntario en una organización de ayuda internacional. Aunque era un gesto muy noble, Paul no podía evitar pensar que su hijo lo había hecho para estar lo más lejos posible de él.
Dos meses después de que Mark se marchara, Martha pidió el divorcio.
Si las palabras de Mark le habían hecho enfadar un día, las de Martha lo dejaron estupefacto. Intentó hablar con ella sobre el tema, pero Martha le interrumpió suavemente.
—¿De verdad vas a echarme de menos?—dijo—. Apenas nos conocemos el uno al otro.
—Puedo cambiar —dijo él.
Martha sonrió.
—Sé que puedes. Y deberías. Pero tienes que hacerlo porque tú quieres, no porque creas que yo quiero que lo hagas.
Paul pasó las dos semanas siguientes aturdido, y un mes más tarde, después de terminar una intervención rutinaria, Jill Torrelson, de sesenta y dos años de edad, murió en la sala de recuperación en Rodanthe, Carolina del Norte.
Fue ese hecho terrible, que vino a la zaga de los demás, lo que le había llevado a circular ahora por aquella carretera.
Después de terminarse el café, Paul volvió al coche y se dirigió otra vez a la autopista. En cuarenta y cinco minutos había llegado a Morehead City. Cruzó el puente a Beaufort, dobló algunas curvas y luego fue hacia el este, rumbo a Cedar Island.
Las tierras bajas de la costa eran de una belleza serena; aminoró la marcha para impregnarse de ella. Sabía que aquí la vida era diferente. Mientras conducía, le maravilló que la que conducía en la dirección contraria lo saludara con la mano, y también que un grupo de ancianos, que estaban sentados en un banco frente a la gasolinera, pareciera no tener nada mejor que hacer que ver pasar los coches.
A media tarde cogió el
ferry
hasta Ocracoke, un pueblo del extremo sur de la Barrera de Islas. Sólo había cuatro automóviles más en el transbordador. En el trayecto de dos horas estuvo charlando con algunos de los pasajeros. Pasó la noche en un motel de Ocracoke. Se despertó cuando el círculo de luz blanca se elevaba por encima del agua y desayunó temprano. Dedicó las horas siguientes a pasear por el rústico pueblo, mientras observaba cómo la gente preparaba sus casas para la tormenta que se cernía sobre la costa.
Cuando finalmente estuvo listo, metió su bolsa en el coche y condujo en dirección al norte, el lugar al que tenía que ir.
Por el camino pensó que la Barrera de Islas era mística y extraña: con la hierba recortada salpicando las dunas onduladas y los robles junto al mar inclinándose a los costados bajo la constante brisa marina; era un sitio como ningún otro. Las islas habían estado conectadas una vez con el continente, pero después de la última glaciación el mar había inundado la zona por la parte este, formando el llamado Pamlico Sound. Hasta los años cincuenta no hubo ninguna carretera en todas las islas; así pues, la gente tenía que conducir por la playa para llegar a sus casas más allá de las dunas. Aquello aún formaba parte de la cultura del lugar; mientras conducía pudo ver huellas de neumáticos junto a la orilla.
El cielo se había aclarado en algunas zonas y, aunque las nubes avanzaban con furia hacia el horizonte, el sol asomaba de vez en cuando, haciendo que el mundo brillara con una blancura feroz. Por debajo del rugido del motor podía oír la violencia del océano.
En esa época del año la Barrera de Islas estaba bastante vacía y disponía para él solo de aquel segmento de carretera. En la soledad, sus pensamientos volvieron a centrarse en Martha. El divorcio se había consumado hacía sólo unos meses; pero había sido amistoso. Sabía que ella se estaba viendo con alguien y sospechaba que lo hacía desde antes de su separación, pero no le importaba. Aquellos días, nada parecía importante.
Cuando ella se marchó, Paul recordaba haber reducido su programa de trabajo, convencido de que necesitaba más tiempo para poner las cosas en orden. Pero unos meses después, en lugar de volver a su rutina acostumbrada, redujo su programa aún más. Siguió corriendo regularmente, pero descubrió que ya no le interesaba leer la sección de economía por las mañanas. Hasta donde podía recordar, nunca había necesitado más de seis horas de sueño al día; pero, curiosamente, cuanto más reducía el ritmo de su anterior vida más horas parecía necesitar para sentirse descansado.
También hubo otros cambios físicos. Por primera vez en años, Paul Flanner sintió que se le relajaban los músculos de los hombros. Las arrugas de su cara, más profundas con los años, seguían siendo prominentes, pero la intensidad que vio un día en su reflejo había sido reemplazada por una especie de tediosa melancolía. Y, aunque seguramente eran imaginaciones suyas, parecía que sus cabellos grises por fin hubieran dejado de extenderse.
Hubo un tiempo en que pensó que lo tenía todo. Corrió y corrió para alcanzar la cumbre del éxito; pero ahora se daba cuenta de que nunca había seguido el consejo de su padre. Llevaba toda la vida huyendo de algo, no corriendo hacia algo, y en el fondo de su corazón sabía que todo había sido en vano.
Tenía cincuenta y cuatro años y estaba solo en el mundo. Al mirar la franja vacía de asfalto que se desplegaba ante él no pudo evitar preguntarse por qué diablos había corrido tanto.
Sabiendo que ya estaba cerca, Paul se dispuso para la última etapa de su viaje. Se había alojado en un pequeño hostal a la salida de la carretera y, cuando llegó a las afueras de Rodanthe, decidió dar una vuelta. El centro, si se podía llamar así, consistía en varios negocios que parecían ofrecer un poco de todo. La tienda principal vendía material de ferretería y equipos de pesca, además de alimentos; la gasolinera vendía neumáticos y componentes de automóvil al tiempo que ofrecía servicio mecánico.
No había ningún motivo para preguntar la dirección y, un minuto después, abandonó la carretera para meterse por un camino de grava, mientras pensaba que el Inn de Rodanthe era más encantador de lo que había imaginado. Era un antiguo edificio Victoriano con contraventanas negras y un acogedor porche principal. En las verjas había macetas de pensamientos en plena floración, y una bandera americana ondeaba al viento.
Cogió su equipaje y se lo echó al hombro; luego subió los escalones y entró dentro. El suelo era de pino, desgastado por años de pisadas arenosas; por ningún lado se veía la formalidad de su antigua casa. A la izquierda había una salita de lo más agradable, bien iluminada por dos grandes ventanas que enmarcaban la chimenea. Olía a café recién hecho y vio que alguien había sacado una bandejita de galletas para darle la bienvenida. Dio por sentado que a la derecha estaría el propietario y se dirigió hacia allí.
Aunque vio un pequeño mostrador donde parecía que debía registrarse, no había nadie detrás. En una esquina vio las llaves de las habitaciones, cuyos llaveros eran pequeños faros. Cuando llegó al mostrador tocó la campana para ser atendido.
Esperó, volvió a llamar de nuevo y esta vez oyó lo que parecía un llanto ahogado procedente de algún lugar de la parte de atrás de la casa. Dejó sus cosas, rodeó el mostrador y empujó un par de puertas oscilantes que daban a la cocina. En la encimera había tres bolsas de la compra todavía llenas, la puerta de atrás estaba abierta y lo atrajo en aquella dirección; el porche crujió cuando dio el primer paso fuera. A la izquierda vio un par de mecedoras y una mesita entre ellas; a la derecha descubrió el origen del ruido.
Estaba de pie en la esquina, contemplando el océano. Al igual que él llevaba vaqueros desteñidos, pero ella se había protegido con un grueso jersey de cuello alto. Su cabello castaño claro estaba recogido, aunque algunos mechones sueltos se agitaban al viento. Observó cómo se daba la vuelta, alarmada por el sonido de sus botas en el porche. Detrás de ella, una docena de golondrinas de mar remontaban la corriente; había una taza de café posada sobre la verja.
Paul miró a lo lejos y luego se dio cuenta de que sus ojos; se sentían atraídos otra vez hacia ella. A pesar de que estaba llorando su belleza era evidente, aunque algo en su compostura le decía que ella no era consciente. Y aquello no había hecho más que añadirle atractivo, pensó tiempo después, al recordar aquella mañana.
Amanda miró a su madre desde el otro extremo de la mesa.
Adrienne había hecho una pausa y miraba otra vez por la ventana. Había dejado de llover. Al otro lado del cristal, el cielo estaba repleto de sombras. En el silencio, Amanda oía el zumbido persistente del frigorífico.
—¿Por qué me cuentas esto, mamá?
—Porque creo que necesitas oírlo.
—Pero ¿por qué? Quiero decir, ¿quién era él?
En lugar de responder, Adrienne extendió el brazo y cogió la botella de vino. La abrió con gestos meditados. Después de servirse un vaso, hizo lo propio con su hija.
—Puede que lo necesites —dijo.
—¿Mamá?
Adrienne le pasó el vaso por encima de la mesa.
—¿Recuerdas cuando fui a Rodanthe? ¿Cuándo Jean me pidió que me encargara del Inn?
Le llevó un momento caer en la cuenta.
—¿Te refieres a cuando yo estaba en el instituto?
—Sí.
Cuando Adrienne retomó su relato, Amanda se descubrió cogiendo el vino y preguntándose de qué iría todo aquello.
De pie junto a la verja del porche trasero del Inn, en la tarde sombría de un jueves, Adrienne dejó que la taza de café calentara sus manos mientras contemplaba el océano, que estaba más agitado que hacía una hora. El agua había adquirido el color del hierro, como el casco de un viejo buque de guerra, y se podían ver pequeñas crestas de espuma que se extendían hasta el horizonte.
Una parte de ella deseaba no haber venido. Cuidaba del Inn para una amiga y esperaba que aquello fuese una tregua, por llamarlo de algún modo, pero ahora le parecía un error. En primer lugar, la meteorología no parecía dispuesta a colaborar: la radio llevaba todo el día avisando de la gran tormenta que se avecinaba por el nordeste; y no le hacía ninguna gracia quedarse sin electricidad o tener que enterrarse dentro de la casa durante un par de días. Pero más que la amenaza de los cielos, la playa le traía demasiados recuerdos de vacaciones familiares, de días felices en que ella se sintió satisfecha con el mundo.
Durante mucho tiempo se había sentido afortunada. Conoció a Jack cuando él estudiaba derecho. En aquel entonces se les consideraba la pareja perfecta; él era alto y delgado, con el pelo negro y ensortijado; ella era castaña y de ojos azules, con unas cuantas tallas menos que ahora. Expusieron la foto de bodas en un lugar destacado del salón de su casa, justo encima de la chimenea. Tuvieron su primer hijo cuando ella tenía veintiocho años y los otros dos llegaron en los tres años siguientes. Al igual que muchas otras mujeres tuvo problemas para perder el peso que había ganado, pero trabajó duro y, aunque nunca recuperó el cuerpo que había, tenido, pensaba que estaba bastante bien, en comparación con la mayoría de las mujeres de su edad que habían tenido hijos.
Y era feliz. Le encantaba cocinar, conservaba limpia la casa, asistían a la iglesia en familia y hacía lo posible para que Jack y ella mantuvieran una vida social activa. Cuando los niños empezaron a ir a la escuela, ella se presentó voluntaria para ayudar en las clases, iba a las reuniones de padres de alumnos, trabajaba en la escuela dominical y era la primera voluntaria cuando se necesitaban coches para las excursiones. Se pasó horas sentada en recitales de piano, obras, de teatro y partidos de fútbol y de béisbol; enseñó a nadar a cada uno de sus hijos y se rió a carcajadas con las caras que pusieron la primera vez que cruzaron el umbral de Disney World. En su cuarenta cumpleaños Jack le preparó una fiesta sorpresa en el club de campo, a la que asistieron casi doscientas personas. Fue una velada cargada de risas y buen humor, pero luego, al llegar a casa, se dio cuenta de que Jack no la miró al desnudarse antes de meterse en la cama, sino que apagó las luces y, aunque ella sabía que nunca cogía el sueño tan deprisa, se quedó dormido: simuló estar dormido.