Noches de tormenta (16 page)

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Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Noches de tormenta
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Pero no era tan sencillo. Sabía que, si sus hijos fueran mayores, ella se habría marchado a Ecuador con él. Si el hijo de Paul no le necesitara, podría quedarse allí con Adrienne. Sus vidas tomaban rumbos diferentes por sus responsabilidades con los demás, y eso, de repente, le pareció cruelmente injusto. ¿Cómo era posible que se redujeran a eso sus posibilidades de ser felices?

Paul respiró hondo y finalmente se apartó. Apartó la mirada por un instante y luego volvió a dirigirla hacia ella, secándose las lágrimas de los ojos.

Ella le siguió por el lado del conductor y miró cómo entraba dentro. Con una débil sonrisa, él puso la llave en el contacto, la giró y pisó el pedal del gas. Ella dio un paso atrás y él cerró la puerta; luego bajó la ventanilla.

—Un año —dijo—, y estaré de vuelta. Tienes mi palabra.

—Un año —respondió ella con un murmullo.

Él dibujó una triste sonrisa, dio marcha atrás y el coche empezó a alejarse. Ella lo observaba, y sintió una punzada de dolor cuando él la miró.

El coche giró al llegar a la carretera y él agitó la mano por última vez. Adrienne levantó la suya, mientras miraba cómo el coche se alejaba de Rodanthe y de su vida.

Se quedó ahí de pie a medida que el coche se iba empequeñeciendo en la distancia y el ruido del motor se diluía. Un instante después él se había ido, como si nunca hubiera estado allí.

La mañana era fresca y el cielo azul estaba salpicado de blanco. Una bandada de pájaros voló por encima de su cabeza; pensamientos púrpura y amarillos habían abierto sus pétalos al sol. Adrienne se dio la vuelta y fue hacia la puerta.

En el interior del Inn, todo parecía igual que el día de su llegada. Nada estaba fuera de su sitio. El día anterior había limpiado la chimenea y había dejado nuevos leños apilados al lado; las mecedoras habían vuelto a su posición original. En el mostrador todo estaba en orden, con cada llave de vuelta a su sitio.

Pero el aroma persistía. El aroma de su desayuno juntos, el aroma de la loción para después del afeitado, el aroma de Paul, que ella aún sentía en sus manos y en su rostro y en su ropa.

Aquello era demasiado para Adrienne, y los sonidos del Inn de Rodanthe ya no eran como antes. Ya no había ecos de conversaciones, ni el sonido del agua bajando por las cañerías, ni el ritmo de unos pasos al dirigirse al dormitorio. Habían desaparecido el rugir de las olas y el tamborileo persistente de la tormenta, junto con el crepitar del fuego. En su lugar, el Inn ofrecía los sonidos de una mujer que sólo quería ser consolada por el hombre al que amaba, una mujer que no podía hacer más que llorar.

Capítulo 16

Rocky Mount, 2002

Adrienne había terminado su relato y tenía la garganta seca. A pesar de los alegres efectos del vaso de vino, le dolía la espalda por llevar tanto tiempo sentada en la misma posición. Cambió de postura y sintió cierto dolor que identificó como un principio de artritis. Al mencionárselo a su médico, éste la había hecho sentarse en la camilla de una estancia que olía a amoniaco. Le había levantado los brazos y le había pedido que doblase las rodillas; luego le había recetado algo que ella nunca se había molestado en tomar. Aún no era tan grave, se dijo a sí misma; además, tenía la teoría de que, cuando uno empezaba a tomar pastillas para un achaque, pronto las seguirían otras para cualquier cosa a las que estaba condenada la gente de su edad. Pronto llegarían con todos los colores del arco iris, unas para la mañana, otras para la noche, algunas con las comidas y otras sin ellas, y necesitaría hacerse un esquema y pegarlo en el armario de las medicinas para llevarlas al día. No valía la pena tomarse tantas molestias.

Amanda estaba sentada con la cabeza gacha. Adrienne la observaba, pues sabía que enseguida vendrían las preguntas. Eran inevitables, aunque esperaba que no vinieran inmediatamente. Necesitaba tiempo para ordenar las ideas y así poder terminar lo que había empezado.

Estaba contenta de que Amanda hubiera accedido a quedarse en su casa. Llevaba más de treinta años viviendo allí y lo consideraba su hogar, más incluso que el sitio donde había vivido de niña. Claro que algunas puertas estaban torcidas, la moqueta del vestíbulo estaba muy gastada y los colores de los azulejos del baño hacía años que habían pasado de moda; pero había algo reconfortante en el hecho de saber que encontraría la tienda de campaña en un rincón del desván o que la bomba de la calefacción haría saltar los fusibles la primera vez que se utilizara cada invierno. Aquel lugar tenía sus costumbres, igual que ella, y suponía que, a lo largo de los años, ambos se habían coordinado de forma que su vida fuese más predecible y, curiosamente, también más confortable.

Lo mismo podía aplicarse a la cocina. En los dos últimos años tanto Matt como Dan se habían ofrecido para remodelarla, y en su cumpleaños lo habían dispuesto todo para que un operario fuese a echar un vistazo. Este había toqueteado las puertas, había señalado con su destornillador las grietas de los rincones de la encimera, había encendido y apagado los interruptores y había silbado por lo bajo al ver los viejos fogones con que aún cocinaba. Al final le había recomendado que lo cambiase prácticamente todo; luego aventuró un presupuesto y una lista de referencias. Aunque Adrienne sabía que la intención de sus hijos era buena, les dijo que harían mejor guardándose el dinero para algo que necesitasen sus propias familias.

Además, esa vieja cocina le gustaba tal y como estaba. Si la actualizaba perdería su carácter, y le gustaban los recuerdos que atesoraba. Allí era, después de todo, donde habían pasado la mayor parte del tiempo, juntos como familia, antes y después de que se marchase Jack. Los chicos habían hecho sus deberes en la mesa donde ahora estaba sentada; durante años, el único teléfono de la casa había colgado de una de esas paredes, y todavía recordaba las ocasiones en que el cable se metía entre la puerta trasera y el marco cuando uno de los chicos se alejaba hasta el porche en busca de un poco de intimidad. En los soportes de las estanterías de la despensa estaban las marcas de lápiz que señalaban lo rápido que habían crecido los niños a lo largo de los años; no podía imaginar que alguien quisiera deshacerse de aquello por algo más nuevo y mejor, por muy moderno que fuese. A diferencia de la sala de estar, donde el televisor resonaba continuamente, o de los dormitorios, a los que cada uno se retiraba para estar a solas, la cocina era el único lugar al que todos iban para hablar y escuchar, para aprender y enseñar, para reír y para llorar. Este era el sitio donde su hogar era lo que tenía que ser; éste era el sitio donde Adrienne siempre se había sentido más contenta.

Y era también el lugar donde Amanda sabría quién era su madre en realidad.

Adrienne terminó su vino y dejó el vaso a un lado. La lluvia ya había cesado, pero las gotas rezagadas en la ventana parecían modelar la luz de tal modo que el mundo exterior tenía un aspecto distinto, apenas reconocible. Esto no la sorprendió: a medida que se hacía mayor, se había dado cuenta de que, cuando pensaba en el pasado, todo a su alrededor parecía cambiar. Aquella noche, mientras contaba su historia, sintió como si los años transcurridos se hubiesen invertido, y aunque era una idea ridícula se preguntó si su hija habría notado en ella el surgir una nueva juventud.

No, pensó; seguramente no lo habría notado, pero eso era producto de la edad de Amanda. Para Amanda, tener sesenta años era tan extraño como ser un hombre, y en ocasiones Adrienne se preguntaba cuándo comprendería su hija que, en gran parte, las personas no eran tan diferentes. Jóvenes y viejos, hombres o mujeres, casi todo aquel a quien ella conocía deseaba las mismas cosas. Todos querían sentir la paz en su interior, querían una vida sin turbaciones, querían ser felices. La diferencia, pensó Adrienne, era que la mayor parte de los jóvenes parecían creer que aquellas cosas se encontraban en algún punto del futuro, mientras que la mayor parte de la gente mayor creía que radicaban en el pasado.

Eso también podía aplicársele a ella, al menos en parte, pero por muy maravilloso que hubiese sido el pasado se negaba a permanecer en él del modo en que lo hacían muchos de sus amigos. El pasado no era sólo un jardín de rosas soleado; el pasado también llevaba su ración de sufrimiento. Así se había sentido respecto a los efectos de Jack en su vida cuando llegó al Inn, y así se sentía ahora respecto a Paul Flanner.

Esa noche lloraría, pero, tal como se había prometido día tras día desde que se marchó de Rodanthe, seguiría adelante. Era una superviviente, como le había dicho su padre muchas veces, y aunque le agradaba saberlo eso no borraba el dolor y el pesar.

En la actualidad intentaba centrarse en las cosas que le proporcionaban alegría. Le encantaba observar cómo sus nietos descubrían el mundo, le encantaba visitar a sus amistades y enterarse de lo que ocurría en sus vidas; incluso había llegado a disfrutar de los días que pasaba trabajando en la biblioteca.

No era un trabajo duro, ahora estaba en la sección de volúmenes especiales, cuyos libros no se podían sacar en préstamo; y como podían pasar horas sin que se la necesitase para algo, tenía la oportunidad de observar a la gente que entraba por la puerta de cristal del edificio. A lo largo de los años había desarrollado una verdadera afición a ello. Cuando la gente se sentaba a las mesas o en las sillas de aquellas silenciosas estancias, le resultaba imposible no imaginar sus vidas. Intentaba adivinar si una persona estaba casada o qué hacía para ganarse la vida, en qué parte de la ciudad vivía o qué libros le podían interesar, y a veces tenía la ocasión de averiguar si había acertado. La persona tal vez le pedía ayuda para encontrar un libro concreto y entonces ella entablaba una conversación amistosa. La mayoría de las veces resultaba que se había acercado bastante en sus suposiciones y se preguntaba cómo lo habría logrado.

Alguna vez alguien se había interesado por ella. Hacía años, aquellos hombres solían ser mayores que Adrienne; ahora tendían a ser más jóvenes, pero en cualquier caso el proceso era el mismo. Fuese quien fuese, empezaba sentándose un rato en su sección y luego hacía muchas preguntas, primero sobre libros y luego sobre temas generales, y finalmente sobre ella. No le importaba responder y, aunque nunca los había alentado, la mayoría de ellos finalmente le pedían una cita. Cuando eso ocurría siempre se sentía un poco halagada, pero en el fondo sabía que, por muy encantador que fuese el pretendiente, por mucho que disfrutase de su compañía, nunca sería capaz de abrirle su corazón del modo en que lo había hecho una vez.

Aquellos días en Rodanthe también la habían cambiado en otros aspectos. Estar con Paul había hecho que cicatrizasen sus sentimientos de pérdida y traición causados por el divorcio; aquellos días los había reemplazado por algo más fuerte y noble. Saber que ella merecía ser amada hacía que le resultara más fácil mantener la cabeza alta, y a medida que crecía su confianza fue capaz de hablar con Jack sin significados ocultos ni indirectas, sin las acusaciones y el dolor que su tono de voz había sido incapaz de esconder en el pasado. Ocurrió gradualmente; cuando él llamaba a los niños, los dos hablaban unos minutos antes de que ella les pasara el teléfono a sus hijos. Más tarde había empezado a preguntarle por Linda o por el trabajo, o lo ponía al corriente de lo que había hecho recientemente. Poco a poco, Jack pareció darse cuenta de que ella ya no era la misma persona de antes. Sus encuentros se volvieron más amistosos con el transcurso de los meses y de los años, y a veces simplemente se llamaban el uno al otro para charlar. Cuando el matrimonio con Linda había empezado a desmoronarse, se pasaron horas al teléfono, a veces hasta muy avanzada la noche. Cuando Jack y Linda se divorciaron, Adrienne había estado allí para ayudarle a soportar el trago, y hasta le había dejado quedarse en el cuarto de invitados cuando iba a visitar a los niños. Ironías de la vida, Linda lo había dejado por otro hombre, y Adrienne recordaba aquella ocasión en que estuvo con Jack en el salón mientras él agitaba un vaso de whisky. Era pasada la medianoche y él llevaba varias horas dándole vueltas a lo que le estaba ocurriendo, cuando finalmente pareció darse cuenta de quién era la persona que le escuchaba.

—¿Fue igual de duro para ti? — preguntó.

—Sí —dijo Adrienne.

—¿Cuánto tiempo te llevó superarlo?

—Tres años —dijo ella—, pero tuve suerte.

Jack asintió. Apretó los labios y miró fijamente su vaso.

—Lo siento —dijo—. Lo más estúpido que he hecho en mi vida fue cruzar esa puerta.

Adrienne sonrió y le dio una palmadita en la rodilla.

—Lo sé. Pero gracias de todos modos.

Fue aproximadamente un año más tarde cuando Jack la llamó para salir a cenar. Al igual que había hecho con todos los demás, ella le respondió educadamente que no.

Adrienne se levantó y fue a la encimera para coger la caja que antes había traído de su dormitorio; luego volvió a la mesa. Para entonces, Amanda la observaba con una fascinación casi cautelosa. Adrienne sonrió y cogió la mano de su hija.

Al hacerlo, vio que en algún momento a lo largo de las dos últimas horas Amanda había comprendido que no sabía tantas cosas de su madre como creía. Adrienne pensó que se estaban intercambiando los papeles. Amanda tenía la misma expresión en la mirada que algunas veces se le había puesto a Adrienne en el pasado, cuando los chicos se reunían en vacaciones y se reían de algunas de las cosas que habían hecho tiempo atrás. Hacía sólo un par de años que se había enterado de que Matt solía escabullirse de su habitación para salir por la noche con sus amigos, o de que Amanda había empezado y dejado de fumar en el instituto, o de que fue Dan quien causó el pequeño incendio en el garaje que habían achacado a un cortocircuito. Ella se había reído y al mismo tiempo se había sentido ingenua, y se preguntaba si era eso lo que ahora le ocurría a Amanda.

En la pared, el reloj emitía un tictac uniforme y regular. La bomba de la calefacción se puso en marcha de golpe. Al mismo tiempo, Amanda suspiró.

—Vaya historia —dijo.

Al hablar, toqueteaba su vaso de vino con la mano que tenía libre, haciéndolo girar en círculos. El líquido capturaba la luz y la hacía titilar.

—¿Lo saben Matt y Dan? Quiero decir, ¿se lo has contado a ellos?

—No.

—¿Por qué?

—No estoy segura de que necesiten saberlo. — Adrienne sonrió—. Y además, no sé si lo entenderían, por mucho que les explicase. Son hombres, para empezar, y son bastante protectores…, no quiero que piensen que Paul simplemente se estaba aprovechando de una mujer solitaria. A veces los hombres son así; si conocen a alguien y se enamoran, es auténtico, por muy deprisa que ocurra. Pero si alguien se enamora de una mujer que resulta que les importa, no hacen más que cuestionar las intenciones de ese hombre. Sinceramente, no sé si se lo contaré algún día.

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