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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (17 page)

BOOK: Noches de tormenta
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Amanda asintió antes de preguntar:

—¿Y por qué me lo cuentas a mí, mamá?

—Porque he pensado que necesitabas oírlo.

Con aire distraído, Amanda empezó a enroscarse un mechón de pelo. Adrienne se preguntó si esa costumbre era genética o si la habría adquirido observando a su madre.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—¿Por qué no nos hablaste de él? Nunca mencionaste nada de eso.

—No podía.

—¿Por qué no?

Adrienne se recostó en su silla y respiró hondo.

—Supongo que al principio temía que no fuese auténtico. Sé que nos amábamos, pero la distancia puede causar extraños efectos en la gente, y antes de decidirme a contártelo quería asegurarme de que duraría. Más tarde, cuando empecé a recibir sus cartas y supe que era algo real… No lo sé…, me pareció que faltaba tanto tiempo hasta que pudierais conocerle que no le vi el sentido…

Se calló antes de elegir con cuidado las siguientes palabras.

—También tienes que pensar que no sois las mismas personas ahora que entonces. Tú tenías diecisiete años, Dan sólo quince y yo no sabía si ninguno de vosotros estaba preparado para oír una cosa así. Es decir, ¿cómo os habríais sentido si al volver de casa de vuestro padre os hubiera dicho que me había enamorado de alguien a quien acababa de conocer?

—Lo habríamos podido soportar.

Adrienne era escéptica al respecto, pero en lugar de discutir con Amanda se encogió de hombros.

—Quién sabe, puede que tengas razón. Puede que hubierais sido capaces de aceptar una cosa así, pero en aquel entonces no quise correr el riesgo. Y si tuviese que volver a pasar por ello, seguramente actuaría igual.

Amanda se agitó en su asiento. Al cabo de un momento miró a su madre a los ojos.

—¿Estás segura de que te quería?—preguntó.

—Sí —dijo ella.

Bajo la tenue luz, los ojos de Amanda eran de un azul verdoso. Sonrió discretamente, como si intentase señalar algo evidente sin herir a su madre.

Adrienne sabía cuál iba a ser la próxima pregunta. Lógicamente, era lo único que quedaba por preguntar.

Amanda se inclinó hacia delante con una mirada de preocupación.

—Entonces, ¿dónde está?

En los catorce años transcurridos desde que había visto a Paul Flanner por última vez, Adrienne había viajado a Rodanthe en cinco ocasiones. La primera fue durante el mes de junio del mismo año. A pesar de que la arena parecía más blanca y el océano se fundía con el cielo en el horizonte, el resto de sus visitas tuvieron lugar en los meses invernales, cuando el mundo era frío y gris, pues sabía que sería mucho más evocador.

La mañana que Paul se marchó, Adrienne vagó por la casa, incapaz de permanecer en un mismo lugar. Moverse parecía el único modo de mantener a raya los sentimientos. A última hora de la tarde, cuando el crepúsculo empezaba a vestir el cielo de pálidas sombras rojas y anaranjadas, salió afuera y contempló los colores, intentando encontrar el avión en el que Paul viajaba. Las posibilidades de verlo eran infinitesimales, pero se quedó allí de todos modos, con un frío que se hacía más y más intenso a medida que se adentraba en la noche. Entre las nubes vio esporádicamente algunos aparatos, pero la lógica le decía que eran aviones procedentes de la base naval de Norfolk. Cuando volvió adentro tenía las manos entumecidas y fue al fregadero a echarse agua caliente del grifo, hasta sentir cómo le ardían. Aunque sabía que él se había marchado, puso la mesa para dos.

Una parte de ella esperaba que volviese. Mientras cenaba se lo imaginó entrando por la puerta y dejando su equipaje; explicándole que no podía irse sin pasar otra noche con ella. Se marcharían al día siguiente, o al otro, y seguirían la carretera hacia el norte hasta que ella tuviera que regresar a su casa.

Pero no ocurrió así. La puerta no se abrió y el teléfono no sonó. Por mucho que Adrienne anhelara su presencia, sabía que había hecho bien impulsándole a seguir su camino. Un día más no haría más fácil la separación; otra noche juntos sólo significaría que tendrían que decirse adiós de nuevo, y ya había sido lo bastante duro la primera vez. No podía imaginar tener que pronunciar esas palabras en una segunda ocasión, ni podía imaginar tener que vivir otro día como el que acababa de pasar.

A la mañana siguiente se puso a limpiar el Inn, moviéndose sin parar y concentrándose en la rutina. Lavó los platos y se aseguró de que todo quedase bien seco y guardado. Pasó la aspiradora por las alfombras, barrió la arena de la cocina y de la entrada, quitó el polvo de la balaustrada y de las lámparas de la sala de estar; luego arregló la habitación de Jean hasta que se convenció de que estaba igual que cuando había llegado.

Más tarde, después de llevar arriba su maleta, abrió la puerta de la habitación azul.

No había entrado en ella desde la mañana anterior. El sol de la tarde se proyectaba sobre las paredes. Él había arreglado la cama antes de bajar, pero al parecer había deducido que no tenía que hacerla del todo. Había bultos bajo el edredón, allí donde la manta se había arrugado, y las sábanas asomaban en algunos puntos, casi rozando el suelo. En el cuarto de baño, una toalla colgaba de la barra de la cortina y otras dos estaban dentro del lavamanos.

Se quedó inmóvil, asimilándolo todo, antes de exhalar el aire y dejar su maleta en el suelo. Al hacerlo, vio la nota que Paul le había escrito y que descansaba en el escritorio. La cogió y, despacio, se sentó en el borde de la cama. En el silencio del dormitorio donde se habían amado, leyó lo que él había dejado plasmado la mañana anterior.

Al terminar, Adrienne bajó la nota y se quedó sentada, sin moverse, pensando en él mientras la escribía. Luego, después de doblarla con cuidado, la guardó en su maleta al lado de la concha.

Cuando Jean llegó pocas horas después, Adrienne estaba apoyada en la verja del porche trasero, con la mirada fija en el cielo. Jean era la de siempre, desbordante de entusiasmo, contenta de ver a Adrienne y feliz de estar otra vez en casa; hablaba sin cesar de la boda y del viejo hotel de Savannah donde se había hospedado. Adrienne dejó que Jean contara sus historias sin interrumpirla, y después de la cena le dijo a su amiga que quería dar un paseo por la playa. Afortunadamente, Jean no se lo tomó como una invitación para que la acompañara.

Cuando volvió, Jean estaba en su habitación deshaciendo el equipaje; Adrienne se sirvió una taza de té caliente y se sentó junto a la chimenea. Cuando se estaba meciendo, oyó que Jean entraba en la cocina.

—¿Dónde estás?—gritó.

—Aquí —contestó Adrienne.

Un instante después, Jean salió de una esquina.

—¿He oído el silbato de la tetera?

—Acabo de servirme una taza.

—¿Desde cuándo bebes té?

Adrienne se rió un poco, pero no contestó. Jean se instaló a su lado, en la otra mecedora. En el exterior, la luna se estaba elevando, fuerte y brillante, y hacía resplandecer la arena con el color de las ollas y los cazos antiguos.

—Llevas toda la noche muy callada —dijo Jean.

—Lo siento. — Adrienne se encogió de hombros—. Estoy un poco cansada. Creo que ya tengo ganas de irme a casa.

—No me extraña. Yo he empezado a contar los kilómetros en cuanto he salido de Savannah, pero al menos no había mucho tráfico. Ya sabes, temporada baja.

Adrienne asintió.

Jean se recostó en su asiento.

—¿Cómo te ha ido con Paul Flanner? Espero que la tormenta no haya echado a perder su estancia.

Al oír ese nombre, a Adrienne se le hizo un nudo en la garganta, aunque procuró aparentar tranquilidad.

—No creo que la tormenta lo haya preocupado mucho —dijo.

—Háblame de él. Por su voz, me dio la impresión de que era bastante estirado.

—No, qué va. Era… agradable.

—¿Se te ha hecho raro estar a solas con él?

—No, una vez me acostumbré ya no.

Jean esperó a ver si Adrienne añadía algo más, pero no lo hizo.

—Bueno, en fin… —continuó Jean—. ¿Y no has tenido problemas para proteger la casa?

—No.

—Me alegro. Te agradezco que hayas hecho esto por mí. Sé que esperabas un fin de semana tranquilo, pero supongo que el destino no estaba de tu parte, ¿eh?

—Supongo que no.

Quizá fuese el modo en que lo dijo lo que atrajo la mirada de Jean, que la observó con expresión curiosa. De repente, necesitada de espacio, Adrienne se terminó el té.

—Odio hacerte esto, Jean —dijo, haciendo lo posible para que su voz sonara natural—, pero creo que ya tengo bastante por hoy. Estoy cansada y mañana me espera un largo camino. Me alegro de que te lo hayas pasado bien en la boda.

Jean levantó las cejas ligeramente ante el abrupto fin que su amiga puso a la velada.

—Oh… vaya, gracias —dijo—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Adrienne sintió sobre ella la mirada suspicaz de Jean, incluso mientras subía las escaleras. Después de abrir la puerta de la habitación azul, se quitó la ropa y se metió en la cama, desnuda y sola.

Sentía el olor de Paul en la almohada, en las sábanas y distraídamente siguió la curva de sus senos mientras se sumergía en aquel aroma, combatiendo el sueño hasta que ya no pudo más. Cuando se levantó a la mañana siguiente, preparó una cafetera y dio otro paseo por la playa.

En la media hora que pasó allí, vio a otras dos parejas. Un frente de aire cálido había elevado la temperatura de la isla, y sabía que a lo largo del día vendría aún más gente a la orilla.

Paul ya habría llegado a la clínica; se preguntó cómo sería. Se había formado una imagen mental, sacada de algo que habría visto en los documentales de televisión: una serie de edificios desordenados rodeados de una jungla invasora, un camino con curvas lleno de surcos, pájaros exóticos cantando de fondo…; pero no creía que fuese una idea muy acertada. Se preguntaba si ya habría hablado con Mark y cómo habría ido el encuentro, y si Paul, al igual que ella, seguía reviviendo aquel fin de semana en su memoria.

La cocina estaba vacía cuando volvió. Vio que el azucarero estaba destapado junto a la cafetera, con una taza vacía al lado. Arriba, oyó el débil sonido de un canturreo.

Adrienne siguió aquella voz y, al llegar al segundo piso, vio que la puerta de la habitación azul estaba entornada. Se acercó un poco, abrió la puerta ligeramente y vio a Jean inclinada, metiendo debajo del colchón la última esquina de una sábana limpia. El lino que los había arropado a ella y a Paul estaba hecho un bulto y tirado en el suelo.

Adrienne se quedó mirando las sábanas, consciente de que era ridículo entristecerse, pero dándose cuenta al mismo tiempo de que pasaría al menos un año antes de que pudiese volver a oler a Paul Flanner. Respiró de forma irregular, intentando contener el llanto.

Jean se volvió, sorprendida ante el ruido y con los ojos abiertos de par en par.

—¿Adrienne? — preguntó—. ¿Estás bien?

Sin embargo, Adrienne no pudo responder. Sólo pudo cubrirse el rostro con las manos, consciente de que, a partir de aquel momento, marcaría en el calendario los días que faltaban para el regreso de Paul.

—Paul —le contestó Adrienne a su hija —está en Ecuador.

Se dio cuenta de que su voz sonaba sorprendentemente firme.

—Ecuador—repitió Amanda. Tamborileó con los dedos sobre la mesa al levantar la mirada hacia su madre—. ¿Por qué no volvió?

—No pudo.

—¿Por qué no?

En lugar de responder, Adrienne levantó la tapa de la caja de cartón. De su interior sacó una hoja de papel que a Amanda le pareció arrancada de un cuaderno de escuela. Estaba doblada y amarillenta por el tiempo. Amanda vio el nombre de su madre escrito delante.

—Antes de que te lo explique—continuó Adrienne—, quiero responder a tu otra pregunta.

—¿Cuál?

Adrienne sonrió.

—Me has preguntado si estaba segura de que Paul me amaba. — Le pasó la hoja a su hija por encima de la mesa—. Esta es la nota que me escribió el día en que se fue.

Amanda vaciló antes de cogerla y luego la desdobló despacio. Con su madre sentada enfrente, comenzó a leer:

Querida Adrienne:

No estabas a mi lado cuando me he despertado, y aunque comprendo por qué te has ido desearía que no lo hubieras hecho. Sé que es egoísta por mi parte, pero supongo que es uno de los rasgos que permanecen en mí, el más constante en mi vida.

Cuando leas esto ya me habré ido. Una vez lo haya terminado de escribir, bajaré las escaleras y te pediré si puedo quedarme un poco más, pero no me hago ilusiones respecto a tu respuesta.

Esto no es un adiós, y no quiero que pienses, ni por un momento, que éste es el motivo de mi carta. Me plantearé este próximo año como la oportunidad de conocerte aún mejor que ahora. He oído historias de gente que se enamoraba a través de las cartas, y aunque nosotros ya lo hemos hecho, eso no significa que nuestro amor no pueda crecer aún más, ¿no te parece? Me gustaría pensar que es posible, y si tú también quieres averiguarlo, esa certeza es lo único que me ayudará a pasar todo un año sin ti.

Si cierro los ojos, te veo caminando por la playa la primera noche que pasamos juntos. Con los relámpagos reflejándose en tu rostro, eras de una belleza infinita, y creo que en parte ése es el motivo de que pudiese abrirme a ti como no lo había hecho con nadie. Pero no fue sólo tu belleza lo que me conmovió. Fue todo en ti: tu valentía y tu pasión, y el sabio sentido común con el que entiendes el mundo. Creo que intuí esas cosas en ti la primera vez que tomamos café; en cualquier caso, cuanto más te conocía más me daba cuenta de lo mucho que echaba de menos esas cualidades en mi propia vida. Eres un increíble hallazgo, Adrienne, y yo soy un hombre afortunado por haber tenido la oportunidad de llegar a conocerte.

Espero que estés bien. Mientras escribo esta carta, sé que yo no lo estoy. Despedirme hoy de ti será lo más duro que haya tenido que hacer nunca, y cuando regrese puedo jurar con toda sinceridad que no volveré a marcharme. Te quiero por todo lo que ya hemos compartido, y te quiero anticipadamente por todo lo que está porvenir. Eres lo mejor que me ha ocurrido nunca. Ya te estoy echando de menos, pero en lo más hondo de mi corazón tengo la seguridad de que siempre estarás conmigo. En estos pocos días que he pasado contigo, te has convertido en mi sueño.

Paul

El año que siguió a la partida de Paul fue distinto a todos los años de la vida de Adrienne. Aparentemente todo iba como de costumbre. Ejercía un papel activo en la vida de sus hijos, visitaba cada día a su padre y trabajaba en la biblioteca como siempre había hecho. Pero en su interior bullía un nuevo entusiasmo, alimentado por el secreto que atesoraba, y a la gente que la rodeaba no le pasó desapercibido su cambio de actitud. Sonreía más a menudo, comentaban a veces. Hasta sus hijos notaron que de vez en cuando salía a pasear después de la cena o se pasaba una hora en la bañera, ignorando el tumulto de su alrededor.

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