Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
Y sin embargo, mientras miraba cómo Paul añadía otro leño y contemplaba la chimenea en silencio, tuvo la certeza de que sí lo era. La inequívoca expresión en su mirada, el temblor en su voz al susurrar el nombre de Adrienne… Sí, sus sentimientos eran reales. Igual que los de ella.
Pero ¿qué significaba eso, para él y para ella? La certeza de que la amaba, por maravillosa que fuese, no era lo único que había. La mirada de Paul también hablaba de deseo, y eso la había asustado más aún que saber que la quería. Siempre había considerado que hacer el amor era más que un simple acto placentero entre dos personas. Abarcaba todo cuanto se suponía que una pareja compartía: confianza y compromiso, sueños y esperanzas, la promesa de hacer frente a lo que el futuro quisiera traer. Nunca había entendido las relaciones de una sola noche, ni a la gente que saltaba de una cama a otra cada dos meses. Eso reducía el acto a algo casi sin significado, poco más importante que un beso de buenas noches en el umbral de una casa.
Aunque se amaban el uno al otro, sabía que todo podía cambiar si se permitía ceder a sus impulsos. Cruzaría la barrera que había levantado en su cabeza, y no había vuelta atrás para algo así. Hacer el amor con Paul significaría compartir un lazo para el resto de sus vidas, y no estaba segura de estar preparada.
Tampoco estaba segura de saber lo que había que hacer. Jack era el único hombre con quien había estado; y no sólo eso: durante dieciocho años, fue el único hombre con el que deseó estar. La posibilidad de entregarse a otra persona le provocaba ansiedad. Hacer el amor era una danza delicada de dar y tomar, y la sola idea de poder decepcionarlo casi bastaba para querer evitar que aquello llegara más lejos.
Pero no podía detenerse. Ya no. No con el modo en que la había mirado, no con lo que sentía por él.
Tenía la garganta seca y, al levantarse de la silla, le temblaron las piernas. Paul todavía estaba en cuclillas delante del fuego. Ella se acercó y le puso las manos en la suave zona entre el cuello y los hombros. Los músculos de él se tensaron por un instante, pero luego se relajaron a medida que exhalaba. Se volvió, la miró y fue entonces cuando, finalmente, ella sintió que se entregaba.
Todo era perfecto, él también. Mientras estaba ahí de pie supo que se permitiría llegar allí donde deseaba.
Un rayo surcó el cielo en el exterior. El viento y la lluvia parecían uno solo al martillear las paredes. La temperatura de la habitación aumentó a medida que las llamas volvían a cobrar fuerza.
Paul se puso en pie. Le cogió la mano con expresión tierna. Ella esperaba que la besara, pero no lo hizo, sino que se llevó su mano a la mejilla y cerró los ojos, como si deseara recordar aquel tacto para siempre.
Besó el dorso de aquella mano antes de volver a soltarla. Luego, abriendo los ojos e inclinando la cabeza, la atrajo hacia él hasta que ella sintió sus labios acariciándole el rostro en una serie de besos, ligeros como mariposas, antes de que finalmente encontraran sus propios labios.
Entonces se acercó más a él mientras la rodeaba con sus brazos; sintió que sus pechos se apretaban contra él; sintió el suave roce de su rostro cuando la besó por segunda vez.
Adrienne le pasó las manos por la espalda y por los brazos, y separó los labios para sentir la humedad de su lengua. Paul le besó el cuello y la mejilla, y recorrió su vientre con la mano con un tacto electrizante. Cuando la movió hacia sus pechos, ella no pudo expulsar el aire de su garganta y se besaron una y otra vez, mientras el mundo a su alrededor se desintegraba en algo lejano e irreal.
Aquello ya fue demasiado para ambos. Mientras se acercaban cada vez más, era no sólo como si se abrazaran el uno al otro, sino también como si olvidaran todos los recuerdos dolorosos.
Él hundió las manos en su pelo y ella inclinó la cabeza contra su pecho; oyó que su corazón latía tan deprisa como el suyo.
Entonces, cuando finalmente lograron separarse, ella se encontró cogiéndole la mano.
Dio un pequeño paso atrás y, con un suave tirón, lo llevó hacia las escaleras, camino de su dormitorio.
En la cocina, Amanda miró a su madre fijamente.
No había dicho una palabra desde que Adrienne había empezado su relato y ya se había bebido dos vasos de vino, el segundo un poco más deprisa que el primero. Ahora no hablaba ninguna de las dos y Adrienne sentía la ansiosa expectación de su hija, que esperaba lo que vendría a continuación.
Pero Adrienne no podía hablarle a Amanda de eso, ni había ninguna necesidad. Amanda era una mujer adulta, sabía lo que significaba hacer el amor con un hombre. También era lo bastante mayor para saber que aunque era una parte maravillosa del descubrimiento mutuo, era sólo eso: una parte. Adrienne amaba a Paul; si éste no hubiera significado tanto para ella, aquel fin de semana no habría sido más que algo físico, sin nada que recordar aparte de algunos momentos de placer, que serían especiales sólo porque ella llevaba sola mucho tiempo. Sin embargo, lo que habían compartido eran sentimientos largamente enterrados, unos sentimientos que sólo les correspondían a ellos y a nadie más.
Además, Amanda era su hija. Tal vez fuese anticuado, pero compartir los detalles con ella habría resultado poco apropiado. Hay quien puede hablar de tales cosas, pero Adrienne nunca lo había entendido. Siempre había considerado que el dormitorio era un lugar de secretos compartidos.
Pero, aun en el caso de que hubiera querido hablar de ello, sabía que habría sido incapaz de encontrar las palabras. ¿Cómo describir aquella sensación, cuando comenzó a desabrocharse la blusa? ¿O el estremecimiento que atravesó todo su cuerpo cuando él recorrió su vientre con los dedos? ¿O lo cálidas que eran sus pieles cuando sus cuerpos se juntaron? ¿O la textura de su boca al besarla? ¿O cómo se sintió cuando apretó los dedos contra la piel de él? ¿O el sonido de la respiración de cada uno, y de las dos respiraciones acelerándose a medida que se iban moviendo como un solo cuerpo?
No, no podía hablar de esas cosas. Dejaría que su hija imaginara lo que había ocurrido, porque Adrienne sabía que sólo su imaginación podría llegar a captar un mínimo atisbo de la magia que había sentido en los brazos de Paul.
—¿Mamá? — murmuró Amanda finalmente.
—¿Quieres saber qué pasó? — Amanda tragó saliva, incómoda—. Sí —fue todo lo que dijo Adrienne.
—¿Quieres decir…?
—Sí —repitió.
Amanda bebió un trago de vino. Armándose de valor, volvió a dejar el vaso encima de la mesa.
—¿Y…?
Adrienne se inclinó hacia ella, como si no quisiera que la oyese nadie más.
—Sí —susurró, y al decirlo apartó la mirada a un lado, como trasladándose al pasado.
Aquella tarde hicieron el amor, y ella se quedó en la cama el resto del día. Mientras la tormenta rugía en el exterior, y la casa era fustigada por plantas arrancadas y árboles azotados por el viento, Paul la estuvo abrazando con los labios posados en su mejilla. Cada uno de ellos evocaba el pasado; juntos hablaron de sus sueños para el futuro, y ambos se deleitaron con los pensamientos y sentimientos qué les habían conducido hasta aquel instante.
Todo había sido tan nuevo para ella como para Paul. En los últimos años de su matrimonio con Jack, tal vez la mayor parte, como pensó en aquel entonces, cuando hacían el amor era algo mecánico, rápido y poco apasionado; en definitiva, poco emocionante por carecer de ternura. Y raramente hablaban al terminar, pues Jack solía volverse de su lado y dormirse en cuestión de minutos.
Paul no sólo la había abrazado durante horas, sino que ese tierno contacto le hizo saber que, para él, era algo tan importante como la intimidad física que acababan de compartir. La besó en el cabello y en la cara, y cada vez que acariciaba una parte de su cuerpo le decía que era preciosa y que la adoraba de una forma solemne y certera, por más deprisa que hubiera llegado a amarla.
Aunque no eran conscientes de ello a causa de los tablones de las ventanas, el cielo se había vuelto de un negro feroz y opaco. Olas agitadas por el viento azotaban lar dunas y las barrían, y el agua alcanzaba los cimientos del Inn. La antena de la casa había volado y cayó en el extremo opuesto de la isla. Lluvia y arena se abrían camino en el porche trasero mientras la puerta vibraba con la energía de la tormenta. La electricidad se fue a primera hora de la mañana. Hicieron el amor por segunda vez en total oscuridad, guiados por el tacto, y cuando terminaron se durmieron por fin el uno en brazos del otro, mientras el ojo de la tormenta sobrevolaba Rodanthe.
El sábado por la mañana se levantaron hambrientos, pero sin electricidad y con la tormenta amainando muy despacio; Paul subió al dormitorio la nevera portátil y comieron cómodamente en la cama; a ratos se reían y a ratos se ponían serios, o se hacían rabiar o se quedaban en silencio, saboreando el momento y la compañía.
A mediodía, el viento había amainado lo suficiente para aventurarse fuera y salieron al porche. El cielo empezaba a clarear, pero la playa estaba cubierta de escombros, como neumáticos viejos o escalones arrancados de casas que se habían construido demasiado cerca del agua y habían sido alcanzadas por la marea, acrecentada con el viento. El ambiente era un poco más cálido, aunque aún hacía demasiado frío para estar en el exterior sin chaqueta; aun así, Adrienne se quitó los guantes para poder sentir la mano de Paul en la suya.
La electricidad volvió hacia las dos con un parpadeo, se fue otra vez y regresó unos veinte minutos más tarde. Los alimentos del frigorífico no se habían estropeado, así que Adrienne preparó un par de bistecs y se entretuvieron un buen rato con la comida y con su tercera botella de vino. Luego se bañaron juntos. Paul se sentó detrás de ella y Adrienne apoyó la cabeza en su pecho, mientras él le pasaba la esponja por el estómago y los senos. Ella cerró los ojos y se hundió entre sus brazos, sintiendo el agua caliente que resbalaba en su piel.
Aquella noche fueron al pueblo. Rodanthe estaba volviendo a la vida después de la tormenta, y pasaron parte de la velada en un bar sombrío, escuchando música de una máquina y bailando algunas canciones. El local estaba abarrotado de lugareños que querían compartir sus historias sobre la tormenta, y Paul y Adrienne fueron los únicos que salieron a la pista. Él la atrajo hacia sí y empezaron a girar lentamente, con los cuerpos muy juntos, ajenos al parloteo y a las miradas de los demás clientes.
El domingo, Paul retiró los cierres de seguridad y los guardó en su sitio; luego devolvió las mecedoras al porche. El cielo había clareado por primera vez desde la tormenta y pasearon por la playa, igual que habían hecho la primera noche que estuvieron juntos, y vieron cuánto había cambiado todo en ese tiempo. El mar había excavado largos y profundos surcos allí donde había barrido la arena, y numerosos árboles se habían derrumbado. A menos de un kilómetro y medio de distancia, Paul y Adrienne estuvieron contemplando una casa, la mitad en pie y la otra mitad sobre la arena, que había sido víctima de la furia de la tormenta. La mayor parte de las paredes estaban combadas y las ventanas estaban hechas añicos, y parte del tejado había volado. Un lavavajillas yacía de lado junto a un montón de tablas rotas que alguna vez debieron de ser el porche. Junto a la carretera se había reunido un grupo de gente que tomaba fotografías para las compañías de seguros, y por primera vez se dieron cuenta de lo severa que había sido la tormenta.
Cuando se dispusieron a volver, la marea estaba subiendo. Caminaban despacio, con los hombros tocándose ligeramente; fue entonces cuando encontraron la concha. Las franjas de su dibujo estaban medio enterradas en la arena y rodeadas por miles de fragmentos de caparazones rotos. Cuando Paul se la dio, ella se la llevó al oído y él se burló porque Adrienne dijo que se oía el océano. Entonces la rodeó con sus brazos y le dijo que era tan perfecta como la concha que acababan de encontrar. Y aunque ella supo que la guardaría para siempre, no tenía ni idea de cuánto llegaría a significar ese caparazón para ella.
Lo único que sabía era que se encontraba entre los brazos del hombre al que amaba, deseando que pudiera abrazarla de aquel modo para siempre.
El lunes por la mañana, Paul salió de la cama antes de que ella se despertara y, aunque había dicho que era un inepto en la cocina, la sorprendió llevándole el desayuno a la cama y despertándola con el aroma del café recién hecho. Se sentó a su lado mientras ella comía y se rió al verla apoyarse en la almohada, intentando en vano mantener la sábana lo bastante alta como para cubrirse los pechos. La tostada francesa estaba deliciosa, el beicon era crujiente sin estar quemado y los huevos revueltos llevaban la cantidad precisa de queso Cheddar gratinado.
Aunque sus hijos le habían traído el desayuno a la cama alguna que otra vez en el Día de la Madre, era la primera vez que se lo preparaba un hombre. Jack nunca había sido de los que piensan en esas cosas.
Cuando hubo terminado, Paul fue a correr un poco mientras Adrienne se duchaba y se vestía. Al volver, metió la ropa de deporte en la lavadora y también él tomó una ducha. Cuando se reunió con ella en la cocina, Adrienne estaba hablando por teléfono con Jean, que había llamado para saber cómo había ido todo. Mientras Adrienne la ponía al corriente, Paul la abrazó por detrás y le acarició la nuca.
Estando aún al teléfono, Adrienne oyó el inconfundible sonido de la puerta principal del Inn al abrirse y los pasos de unas botas gruesas sobre el suelo de madera. Se lo dijo a Jean antes de colgar y abandonó la cocina para ver quién había entrado. Se ausentó menos de un minuto antes de regresar y, cuando lo hizo, miró a Paul como si no supiera qué decir. Inspiró profundamente.
—Ha venido a hablar contigo —dijo.
—¿Quién?
—Robert Torrelson.
Robert Torrelson esperaba en la sala de estar, sentado en un sillón con la cabeza baja, cuando Paul llegó a su lado. Levantó la mirada sin sonreír y con una expresión indescifrable. Hasta aquel instante Paul no estaba seguro de haber podido reconocer a Robert Torrelson entre la multitud, pero ahora que lo tenía cerca vio que reconocía al hombre que estaba sentado ante él. Aparte del cabello, que se había vuelto más blanco en el último año, tenía el mismo aspecto que en la sala de espera del hospital. Su mirada era tan dura como Paul había imaginado.
Robert no habló enseguida, sino que se quedó mirando a Paul mientras éste colocaba la mecedora para sentarse frente a él.