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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (13 page)

BOOK: Noches de tormenta
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¿Y cómo había afrontado esa sensación? Se había consagrado a sus hijos, a su padre, a la casa, al trabajo y a las facturas. Consciente o inconscientemente, había dejado de hacer esas cosas que le brindaban la oportunidad de pensar en sí misma. Se terminaron las conversaciones relajantes con amigas por teléfono, o los paseos o los baños, o incluso el trabajo en el jardín. Todo lo que hacía tenía un propósito, y aunque de este modo creía mantener su vida en orden, ahorra se daba cuenta de que había sido un error.

Después de todo, nada había ayudado. Estaba ocupada desde que se despertaba hasta el momento de irse a la cama; y, puesto que se había privado a sí misma de cualquier posible recompensa, no había nada que esperar con ilusión. Su rutina cotidiana era una serie de tareas y eso bastaba para agotar a cualquiera. Al abandonar las pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena, lo único que había logrado, y ahora se daba cuenta, era olvidar quién era ella realmente.

Sospechaba que Paul ya suponía todo aquello. Y, de algún modo, compartir tiempo con él le había dado la oportunidad de que ella también se diera cuenta.

Pero aquel fin de semana no se trataba simplemente de reconocer los errores cometidos en el pasado. También se trataba del futuro y de cómo iba a vivir a partir de ese momento. El pasado quedaba atrás y ya no podía hacer nada al respecto, pero el futuro estaba por estrenar y no quería pasar el resto de su vida sintiéndose como se había sentido los últimos tres años.

Se depiló las piernas y permaneció en la bañera unos minutos más, los suficientes para que se disipara la mayor parte de la espuma y el agua empezara a enfriarse. Se secó y, sabiendo que a Jean no le importaría, cogió la loción del estante. Se la aplicó en las piernas y en el vientre, en los pechos y en los brazos, saboreando la sensación de que su piel cobraba vida de nuevo.

Se enrolló con la toalla y fue a elegir la ropa. La fuerza de la costumbre le había hecho coger unos vaqueros y un jersey, pero volvió a quitárselos y los dejó a un lado. «Si pienso cambiar en serio mi manera de vivir, será mejor que empiece ahora», pensó.

No se había traído muchas cosas más, y desde luego nada elegante, pero tenía un par de pantalones negros y una blusa blanca que Amanda le había regalado en Navidad. Lo había traído con la vaga esperanza de salir tal vez alguna noche y, aunque no pensaba ir a ninguna parte, aquélla parecía una buena ocasión para ponérselo.

Se secó el pelo mientras se lo cepillaba para darle forma. Lo siguiente, el maquillaje: rímel y colorete, y un pintalabios que se había comprado en unos grandes almacenes hacía unos meses y que apenas había utilizado. Se acercó al espejo y se puso una pizca de sombra de ojos, la suficiente para resaltar el color de su iris, como hacía durante los primeros años de su matrimonio.

Cuando estuvo lista se alisó la blusa hasta que le quedó perfecta, y sonrió ante lo que veía. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que tuvo ese aspecto.

Abandonó el dormitorio y, al pasar por la cocina, olió el aroma del café. Es lo que habría bebido cualquier día como ése, sobre todo teniendo en cuenta que aún era por la tarde, pero en lugar de servirse una taza sacó del frigorífico la última botella de vino y luego cogió el sacacorchos y un par de vasos; se sintió sofisticada, como si por fin dominase la situación.

Al llevarlo todo a la sala de estar vio que Paul había encendido el fuego, lo que, de algún modo, había cambiado la habitación, como una anticipación de lo que ella estaba sintiendo. El rostro de Paul resplandecía con las llamas y, aunque estaba quieto, ella sabía que notaba su presencia. Se volvió para decir algo, pero cuando vio a Adrienne fue incapaz de pronunciar una palabra. Lo único que pudo hacer fue seguir mirándola.

—¿Es demasiado? — preguntó ella por fin.

Paul sacudió la cabeza sin apartar los ojos de ella.

—No…, en absoluto. Estás… preciosa.

Adrienne dibujó una tímida sonrisa.

—Gracias —dijo.

Su voz era suave, casi un susurro, la voz de otros tiempos.

Continuaron mirándose el uno al otro hasta que Adrienne levantó ligeramente la botella.

—¿Te apetece un poco de vino? — preguntó—. Sé que te has servido café, pero he pensado que podría ser agradable con la tormenta.

Paul se aclaró la garganta.

—Suena estupendo. ¿Quieres que abra la botella?

—Será mejor que lo hagas, a menos que te guste encontrar trocitos de corcho en el vino. Nunca les he cogido el truco a estas cosas.

Cuando Paul se levantó de la silla, ella le entregó el sacacorchos. Abrió la botella con una serie de movimientos rápidos y Adrienne sostuvo los vasos mientras él servía. Paul dejó la botella en la mesa y cogió su vino cuando ambos se sentaron en las mecedoras. Ella notó que estaban más cerca que el día anterior.

Adrienne tomó un sorbo de vino y luego bajó el vaso; todo la complacía: su aspecto, cómo se sentía, el sabor del vino, la sala en sí… El fuego titilante proyectaba sombras que danzaban alrededor de ellos. La lluvia caía como una cortina contra las paredes.

—Es perfecto —dijo ella—. Me alegro de que hayas encendido el fuego.

En el aire cálido, Paul captó un rastro del perfume que ella llevaba y cambió de posición en su asiento.

—Aún tenía frío después de haber estado fuera —dijo—. Parece que cada año me cuesta un poco más entrar en calor.

—¿Incluso haciendo tanto ejercicio? Creía que así mantenías a raya los estragos del tiempo.

Él se rió suavemente.

—Ojalá.

—Creo que lo haces muy bien.

—Porque no me ves por las mañanas.

—¿No es cuando vas a correr?

—Me refiero a antes. Cuando salgo de la cama apenas puedo moverme y renqueo como un anciano. Tanto correr me ha pasado factura al cabo de los años.

Mientras movían sus mecedoras adelante y atrás, Paul vio el reflejo del fuego centelleando en los ojos de ella.

—¿Has hablado hoy con tus hijos? — le preguntó, intentando no mirarla con demasiado descaro.

Ella asintió.

—Han llamado esta mañana, cuando estabas fuera. Se estaban preparando para ir a esquiar, pero querían establecer un último contacto antes de marcharse. Este fin de semana se van a Snowshoe, al oeste de Virginia. Llevan un par de meses esperándolo.

—Seguro que se lo pasarán bien.

—Sí, Jack es muy bueno para eso. Siempre que van a visitarle tiene planeado algo divertido, como si la vida a su lado fuese una fiesta continua. — Hizo una pausa—. Pero está bien así. También se está perdiendo muchas cosas, y yo no me cambiaría por él. Estos años no se pueden recuperar.

—Lo sé —murmuró Paul—. Créeme, lo sé.

Ella hizo una mueca.

—Lo siento. No debería haber dicho eso…

Él sacudió la cabeza.

—No pasa nada. Aunque tú no lo mencionaras, sé que he perdido más de lo que puedo esperar recuperar. Pero al menos estoy intentando hacer algo al respecto. Sólo espero que dé resultado.

—Lo dará.

—¿Tú crees?

—Lo sé. Creo que eres la clase de persona que cumple todo lo que se propone.

—Esta vez no será tan fácil.

—¿Por qué no?

—Mark y yo no estamos en muy buenos términos actualmente. De hecho, no tenemos ninguna relación. No nos hemos dicho más que unas cuantas palabras en años.

Ella le miró sin saber muy bien qué decir.

—No me había dado cuenta de que hacía tanto —admitió finalmente.

—¿Cómo podías? No es algo que me enorgullezca confesar.

—¿Qué vas a decirle cuando lo veas?

—No tengo ni idea. — La miró—. ¿Alguna sugerencia? Al parecer tienes mucha mano con los asuntos de familia.

—No tanta. Supongo que primero tendría que saber cuál es el problema.

—Es una larga historia.

—Tenemos todo el día si quieres hablar de ello.

Paul cogió un vaso, como si hiciera acopio de su determinación. Luego, durante la media hora siguiente y acompañado por la escalada de viento y frío del exterior, le explicó cómo había estado ausente mientras Mark crecía; le habló de la discusión del restaurante y de su incapacidad para hallar la voluntad necesaria y reparar la ruptura entre ellos. Cuando terminó, las llamas habían disminuido. Adrienne se quedó callada un instante.

—No está mal —admitió.

—Lo sé.

—Pero no es sólo culpa tuya, ¿sabes? Hacen falta dos personas para iniciar una contienda.

—Eso es bastante profundo.

—Sin embargo, es cierto.

—¿Qué debo hacer?

—Supongo que te diría que no presiones demasiado. Creo que seguramente necesitáis conoceros el uno al otro antes de que empieces a solucionar los problemas que hay entre vosotros.

Él sonrió, pensando en aquellas palabras.

—¿Sabes una cosa? Espero que tus hijos sepan lo lista que es su madre.

—No lo saben, pero no pierdo la esperanza.

Paul se rió, y le pareció que la piel de Adrienne estaba radiante bajo aquella luz suave. Un leño crepitó y lanzó una estela chimenea arriba. Paul sirvió más vino en ambos vasos.

—¿Cuánto piensas quedarte en Ecuador? — le preguntó ella.

—Todavía no lo sé. Supongo que depende de Mark, del tiempo que quiera tenerme allí. — Agitó su vino antes de mirarla—. Pero creo que me quedaré al menos un año. Es lo que le dije al director, en cualquier caso.

—¿Y luego volverás?

Él se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Supongo que podría ir a cualquier parte. No hay nada que me retenga en Raleigh. Para ser sincero, no he pensado en lo que haré cuando regrese. Quizá me dedique a cuidar de los hostales cuando sus propietarios tengan que marcharse.

Ella se rió.

—Me parece que te aburrirías bastante.

—Pero sería muy eficiente en caso de tormenta.

—Es cierto, aunque tendrías que aprender a cocinar.

—Muy buena. — Paul miró hacia ella con el rostro medio oculto por las sombras—. Entonces quizá pueda mudarme a Rocky Mount y pensármelo allí.

Ante estas palabras, Adrienne sintió que la sangre coloreaba sus mejillas. Sacudió la cabeza y se volvió.

—No digas eso.

—¿El qué?

—Cosas que no quieres decir.

Ella no le miró, ni dijo nada más. En la quietud de la sala él pudo ver que su pecho se elevaba y descendía al compás de la respiración. Vio también la sombra del miedo surcando su rostro, pero no supo si era porque lo quería a su lado y temía que no volviera, o porque no lo quería y temía que volviera. Se inclinó hacia delante y apoyó la mano en el brazo de ella. Cuando habló de nuevo, su voz era suave, como si intentara reconfortar a un niño pequeño.

—Lo siento si te he hecho sentir incómoda —dijo—, pero este fin de semana… está siendo algo que nunca había vivido. Es decir, está siendo un sueño. Tú eres un sueño.

La calidez de su mano parecía penetrar en los huesos de Adrienne.

—Para mí también ha sido maravilloso —respondió.

—Pero no sientes lo mismo.

Adrienne lo miró.

—Paul, yo…

—No, no digas nada…

Ella no le dejó terminar.

—Sí, lo diré. Quieres una respuesta y me gustaría dártela, ¿de acuerdo? — Hizo una pausa para ordenar sus ideas—. Cuando Jack y yo rompimos, fue más que el final de un matrimonio. Fue el final de todo lo que yo había deseado para el futuro. Y también fue el final de quien yo era. Creí que quería seguir adelante, y lo intenté, pero al mundo ya no parecía interesarle en absoluto quién era yo. Los hombres en general no estaban interesados en mí, y supongo que me encerré en mi cascarón. Este fin de semana ha hecho que me diese cuenta de ello, y todavía lo estoy asumiendo.

—No estoy seguro de qué intentas decirme.

—No te digo esto porque mi respuesta sea negativa. Me gustaría volver a verte. Eres inteligente y encantador y estos dos últimos días han significado para mí más de lo que seguramente crees. Pero ¿mudarte a Rocky Mount? Un año es mucho tiempo, y nadie sabe quiénes seremos para entonces. Mira cuánto has cambiado en los últimos seis meses. ¿Puedes asegurar sinceramente que sentirás lo mismo dentro de un año?

—Sí —dijo—, puedo.

—¿Cómo estás tan seguro?

Fuera, el viento era un intenso vendaval que aullaba al arremeter contra la casa. La lluvia golpeaba las paredes y el tejado; el viejo hostal crujía bajo la presión incesante.

Paul dejó a un lado su vaso de vino. Con la mirada fija en Adrienne, pensó que nunca había visto a nadie tan hermoso.

—Porque —dijo— tú eres, la única razón por la que me molestaría en volver.

—Paul, no…

Cerró los ojos y, por un instante, Paul creyó que la estaba perdiendo. La idea le asustó más de lo que creía posible, y sintió que cedía la última de sus resistencias. Miró al techo, luego otra vez al suelo y luego volvió a centrarse en Adrienne. Abandonó su asiento y fue a su lado. Con un dedo, le giró el rostro hacia él y supo que estaba enamorado de ella, de todo lo que tuviera que ver con ella.

—Adrienne… —murmuró, y cuando finalmente Adrienne lo miró a los ojos reconoció el sentimiento que había en ellos.

Paul no pudo pronunciar las palabras, pero en una ráfaga de inspiración ella imaginó que las oía, y eso bastó.

Fue entonces, mientras él la contemplaba con mirada inquebrantable, cuando ella también supo que estaba enamorada.

Durante un prolongado instante ninguno de los dos pareció saber qué hacer, hasta que él le cogió la mano. Con un suspiro, Adrienne se la entregó y se recostó en su asiento, mientras el pulgar de él empezaba a acariciarle la piel.

Paul sonrió esperando una respuesta, pero Adrienne parecía satisfecha quedándose quieta. No podía ver bien su expresión, pero parecía confirmar todo lo que él estaba sintiendo: miedo y esperanza, turbación y aceptación, pasión y reserva. Pero, pensando que tal vez ella necesitara espacio, le soltó la mano.

—Voy a poner otro leño en el fuego —dijo—. Se está apagando.

Ella asintió, observándolo a través de sus ojos entornados mientras él se agachaba ante el fuego, con los vaqueros tensados alrededor de los muslos.

Aquello no podía estar sucediendo, se dijo a sí misma. Tenía cuarenta y cinco años, por el amor de Dios, no era una adolescente. Era lo bastante madura para saber que algo así no podía ser real. Era producto de la tormenta, del vino, del hecho de que ambos estaban solos. Era la combinación de un millón de cosas, se repitió, pero no era amor.

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