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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (22 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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«
Y ocurrió que cuando el hombre empezó a multiplicarse sobre la tierra y le nacieron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas del hombre eran buenas y tomaron para sí mujeres, cada uno según su elección. Y dijo El Eterno: «Mi espíritu ya no permanecerá por siempre en el hombre, pues él no es más que carne; sus días serán ciento veinte años». En aquellos días los gigantes estaban sobre la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios desposaban a las hijas del hombre, quienes les daban a luz. Ellos eran los poderosos, que, desde la antigüedad, eran hombres de fama.
»

Aquella era la afrenta que provocó la ira de Dios y el Diluvio Universal, doscientos ángeles liderados por uno de ellos, Semyazza, habían tomado esposas entre las humanas, procreado con ellas y, lo que parecía aún peor, según el apócrifo de Enoch, les habían transmitido conocimientos secretos.

Pensando en la historia de los grigoris, Luz regresó a la Universidad y fue directamente a la biblioteca a buscar los libros que no había podido encontrar en la Catedral, pero antes de centrarse en ellos releyó el Libro de Enoch. Aunque conocía perfectamente las visiones allí descritas y la historia de los doscientos ángeles rebeldes que, al ver su belleza, tomaron esposas humanas y engendraron a los monstruosos
nephelim
, que sembraron el terror sobre la tierra. Más allá de las represalias de aquel Dios vengativo del que hablaba el libro o de los gigantes hijos de los ángeles, siempre había pensado que aquel texto encerraba una hermosa historia de amor y, una vez, más no le costaba imaginar a aquel ser alado llamado Semyazza renunciar a todo, junto a sus compañeros, para poder estar junto a la mujer a la que amaba. Porque el Libro de Enoch no hablaba de lujuria, hablaba de amor. Y, por extraño que fuera en un texto religioso, tampoco culpaba a la mujer del pecado cometido por aquellos ángeles, aunque ella no pudiera comprender que el amor, fuera del tipo que fuese, pudiera ser considerado como un pecado bajo ninguna circunstancia. No encontró en aquel libro más que la historia que ya conocía, tan bella y a la vez tan atroz, y de poco le sirvieron para su trabajo sobre el manuscrito las descripciones del cielo y el infierno que Enoch hacía de sus visiones.

Ángel permaneció en silencio junto a Semyazza, esperando a que Rafael se alejara de ambos, con la vista perdida en la hermosa cúpula de la pequeña capilla de la Catedral Vieja, admirándose de nuevo con la capacidad del hombre para dotar a sus iglesias de aquella majestuosidad arquitectónica digna del Cielo. Cuando sintió la esencia de Rafael lo suficientemente lejos, respiró profundamente, queriendo apaciguar su espíritu antes de hablar.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó, finalmente, al ángel caído que estaba junto a él.

—En realidad creo que no lo supe hasta que fue demasiado tarde —confesó Semyazza—. Ninguno de nosotros creía que fuera posible que nuestro espíritu albergara ningún tipo de amor más allá del que conocíamos en el Paraíso. Al principio, simplemente, me sentía muy protector hacia ella, no era capaz de dejarla sola por nada del mundo, la seguía a todas partes, la observaba en silencio. ¡Incluso en ocasiones hablaba con ella, como si pudiera oírme! —Rió, con la vista perdida en sus recuerdos—. Luego supe que algo muy parecido habían sentido el resto de los míos… Y también cometimos el mismo error —continuó, negando con la cabeza mientras hablaba—. Nos justificamos pensando que sólo llevábamos a cabo la tarea que nos habían encomendado. En ocasiones dudé de mí mismo, pero enseguida pensé que simplemente aquella humana era más débil que los demás y que por eso me sentía impulsado a protegerla con mayor intensidad. ¡Qué ciego estaba! ¿Cómo pude siquiera pensar que Atheret fuera débil? —Semyazza se levantó y se estiró antes de girarse y mirarlo fijamente, con repentina seriedad—. Supongo que debí de sospechar lo que ocurría cuando decidí dejar que me viera.

Ángel asintió, confundido al reconocerse a él mismo en el relato del superior de los grigoris.

—Pero no lo hice, no me di cuenta de que en realidad estaba enamorado de ella hasta que la tuve entre mis brazos…

Semyazza se quedó callado, perdido en unos recuerdos casi tan viejos como el hombre, y él no pudo más que pensar en las sensaciones que lo habían invadido cuando se encontró a Luz bajo su abrazo, finalizado el peligro que lo había impulsado a protegerla, a acercarla a él. Pensó en el momento en el que su cuerpo tomó el control de su ser y recordó el suave roce de sus labios. Nunca en su larga existencia había sentido emociones como aquellas, ni siquiera cuando se había deleitado saboreando los sentimientos que crecían en el interior de los humanos a los que durante siglos había observado. No podía comparar con nada lo que había sentido, porque a nada que conociera se parecía aquella sensación, la imperiosa necesidad de sentir a Luz cerca de él, de sentir su cuerpo, y la rabia que había crecido en su interior al verse obligado a separarse de ella.

—La primera vez que hicimos el amor supe que no quería nada más que estar con ella —confesó Semyazza, en un susurro que lo atravesó e hizo estremecer—. Para mí ya no había nada más que ella. Yo no renuncié a Su Gracia —continuó el grigori, dejándose caer sobre el escalón en el que él estaba sentado— porque el amor de Atheret la había eclipsado. Mi condena y mi salvación se produjeron en el mismo momento.

—Pero ella era una simple humana. —Ángel protestó y Semyazza le sonrió con complicidad.

—Compartir su corta vida humana era el mejor regalo que jamás pudiera imaginar. Sólo por compartir uno de sus años de vida ya me habría sentido excesivamente afortunado. Mi salvación fue amarla, no tenerla.

Quiso comprender lo que Semyazza le contaba, pero no alcanzaba a imaginar nada que pudiera compararse a la Gracia de Dios y, mucho menos aún, nada capaz de redimir su condena. Pero Semyazza no se consideraba un condenado, ninguno de los grigori lo hacía. Por eso el resto de ángeles caídos los envidiaban, algunos incluso los despreciaban, por creer que, tal vez, el peso de la condena impuesta hubiera sido menor para ellos. Él sabía que no era así, había sentido el espíritu de aquellos seres condenados entrelazado con el suyo, el peso de su tormento sobre él, y, a pesar del dolor que sabía que sufrían, aquellos ángeles caídos se sentían afortunados.

—Es cierto que fue duro dejarla marchar —continuó Semyazza, con la vista de nuevo fija en el suelo—. No era capaz de condenarla por mi causa, por mi egoísmo, y mucho menos de imaginar el sacrificio que ella haría… Pensé que la despedida sería para siempre, pero me bastó pensar en que ella sí podría disfrutar de Su Gracia para aliviar mi pesar.

—Y ella renunció —Ángel pensó en voz alta, sin comprenderlo—. Renunció a Su Gracia por ti.

Semyazza asintió.

—Atheret le quita importancia, pero ambos sabemos lo que eso significa —sonrió levemente, señalándose a ambos con un gesto rápido—. No fue fácil para ella, pasaron dos mil años en la tierra, los peores de mi existencia, hasta que ella tomó su decisión. Fue un ángel bellísimo —dijo, casi en un susurro, y su vista se perdió en el pequeño altar sobre el sepulcro que presidía la capilla, llena de recuerdos—. Aunque no me extraña, su alma era tan bella a pesar de la afrenta que hizo al Creador al aceptarme y tomarme por esposo, llevar a mis hijos en su vientre… —suspiró—. Él tuvo que perdonarla y, aún así, incluso habiéndose convertido en un ángel, renunció a Él.

Ángel lo miraba lleno de fascinación.

—No imaginas lo afortunado que soy. Nunca podría sentirme condenado —concluyó.

—No todos los tuyos tuvieron tanta suerte —su voz fue un susurro— y aún así…

—No, muchos siguen en el Paraíso —explicó—. Malkiram, el marido de Sahariel, por ejemplo, sigue siendo una simple alma. Algunos no pueden evolucionar a causa de la nostalgia, y no pueden renunciar precisamente porque no son ángeles. Otros como Eliora, la esposa de Daniel, son ángeles que han decidido no renunciar a la Gracia de Dios. Aún así, ninguno de nosotros se arrepiente. En el amor, Lucifer, no cabe condena…

Ángel asintió. Entendía sus palabras, pero no su significado. El único amor que había conocido era el del Creador. Un amor que le había permitido amar a sus hermanos, a sí mismo, y también al ser humano. Pero aquello no tenía nada que ver con el amor del que le hablaba Semyazza. Aquel grigori le hablaba de un amor como el que sentían los humanos, pero sabía que ese amor no podía prolongarse en el tiempo. No, el que describía aquel ángel no era un amor humano, sino divino. Un amor sagrado que no conocía ni comprendía. Semyazza pareció leer la duda en sus ojos.

—Imagina sólo un instante tu existencia sin ella —dijo el Grigori, y él asintió—. Imagina ahora no que ella esté en el Paraíso, sino que ella jamás hubiera existido.

Su espíritu se encogió por aquella idea y se encontró incapaz de imaginar un mundo en el que no existiera Luz, en el que nunca hubiera existido o en el que jamás fuera a existir. Sintió el peso de su condena ceñirse sobre él por aquel pensamiento, se estremeció y de inmediato se dio cuenta de que el dolor de su interior era diferente, más intenso, peor. No, aquel dolor no era el de su condena, era otra cosa. Y no pudo soportar la idea de seguir imaginando un mundo sin ella.

—Exacto —dijo Semyazza— eso es. Ahora, imagínalo a la inversa.

Y Ángel lo comprendió todo de inmediato.

Capítulo VII

A
DEMÁS de los textos apócrifos, Luz pudo consultar en la biblioteca de la universidad algunos comentarios interesantes sobre los mismos. También encontró varios grimorios, como una copia del
Liber Juratis
de Honorio III, un volumen en el que se recogían los fragmentos conocidos de la Clave Mayor del Rey Salomón, junto a sus posibles fuentes y un exhaustivo análisis del polémico manuscrito, un estudio sobre la denominada Llave Menor de Salomón y varios tratados sobre angelología, demonología y ritos mágicos medievales. De entre las coincidencias en todos ellos pudo extraer una detallada descripción del Infierno, muy similar a la del manuscrito de la Casa de las Muertes y con idéntica diferenciación entre diablos y demonios. Los primeros eran, según los comentarios y análisis de los distintos grimorios, ángeles caídos. El calificativo provenía del griego antiguo
diaballo
, tirar, arrojar o atravesar, y su significado se referiría simplemente a la caída de los ángeles. La tradición judeocristiana consideraba en cambio que la palabra diablo provenía de la griega
diábolos
, cuyo significado, enemigo, adversario, la hacía encajar perfectamente con la concepción religiosa de esa figura y con el nombre de Satán, adversario, de raíz latina. Aunque, por otra parte, ese apelativo podría tener su origen en una figura mitológica hebrea,
Ha Shatán
, que no era otra cosa que un guardia del mundo enviado por Dios.

Los demonios, en cambio, eran considerados por la mayoría de los textos, e incluso también por gran parte de la tradición, como espíritus malignos sin ninguna relación con el reino de los cielos. La Clave de Salomón y el
Liber Juratis
, además, apuntaban en la misma dirección que el manuscrito de la Casa de las Muertes y aclaraban que se trataba de almas condenadas por sus pecados por toda la eternidad, y para las que no cabía perdón. Las almas perdidas o condenadas eran ampliamente descritas tanto en el grimorio de Honorio III, como en las famosas claves ocultistas y en los textos que las analizaban y comentaban. En todos los casos las definían como los espíritus de aquellos humanos condenados pero que podían llegar a ser redimidos tras cumplir su pena. Se trataba de las famosas almas del Purgatorio o del Limbo y que eran incluidas en ambos casos en el Infierno, pues no gozaban de la Gracia de Dios, aunque fuera temporalmente hasta que pudieran ser finalmente perdonadas. Ambos textos, al igual que la mayoría de tratados de teología más antiguos, consideraban además que el gobierno de todos aquellos seres condenados recaía sobre Lucifer, como parte de su propia condena, pues, ya que había querido compartir el poder de Dios, éste le cedió parte de su reino, las Tinieblas decían algunos textos. De este modo el primero de los ángeles dejó de ser el Príncipe del Cielo para pasar a ser el Príncipe de Este Mundo, pues era en la tierra donde estaba realmente aquel infierno descrito en los grimorios y en el manuscrito. Bien distinta era, en cambio, la consideración de los teólogos actuales que, sin motivo alguno aparente, o bien negaban la propia existencia de Lucifer, o bien lo consideraban como un ser condenado distinto del principal adversario, Satanás.

Luz continuó rebuscando en los libros, aunque ya no le cabía lugar a dudas de que el manuscrito y todos los objetos de la cripta de la Casa de las Muertes estaban relacionados con algún tipo de culto de carácter mágico y mistérico, y que, posiblemente, fuera el mismo que había dado lugar a la posterior leyenda de la Cueva del Diablo. Lo único que seguía siendo una incógnita era la posible relación entre ambos lugares que, de existir, seguramente, se revelaría si pudiera bajar a los viejos túneles. Se entretuvo ojeando con atención el
Liber Juratis
, un tratado mágico del que nunca había conseguido comprender el propósito, y se le heló la sangre cuando se detuvo en algunos de los símbolos que aparecían para ilustrar los nombres mágicos necesarios para realizar los rituales. Los miró con atención al tiempo que los comparaba con las copias que había hecho de los grabados de los báculos hallados en la Casa de las Muertes. Aunque había ciertas variaciones entre los símbolos grabados sobre la plata y los que aparecían en el tratado mágico atribuido al papa Honorio III, las similitudes eran demasiadas para ignorar la relación entre ambos. No entendía cómo no se había dado cuenta antes, había estudiado aquellos mismos signos en diversas ocasiones, cuando aún no era más que una ayudante de investigación en la facultad fascinada por las creencias prohibidas de la Europa medieval. Se trataba de letras de un supuesto alfabeto celestial.

Abrió la Clave de Salomón por su última página y, rápidamente, encontró el recuadro con los denominados alfabetos místicos. Comparó uno a uno aquellos símbolos y no tuvo dudas, los trazos, las pequeñas circunferencias coronando las líneas, prácticamente todo coincidía. Aquella era la prueba que necesitaba para demostrarle a Alfonso que su línea de investigación era la correcta. Aunque se negara a reconocer la posibilidad de una relación entra la Cueva del Diablo y la Casa de las Muertes, esos símbolos hacían innegable que algún tipo de práctica ocultista estaba detrás de aquellos objetos y del manuscrito.

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