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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (23 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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Luz arrancó casi con desesperación una hoja de su libreta y se dispuso a traducir el significado de los signos que había copiado antes en el departamento. A pesar de las diferencias entre los grabados de los báculos y las letras representadas en el recuadro explicativo de los alfabetos místicos, pudo identificarlos con relativa facilidad. El primero de ellos correspondía a las letras LEFJ y el segundo LEHCS, aunque, si no recordaba mal, la escritura sincrética del supuesto alfabeto sagrado debía de ser leída al revés, es decir, de derecha a izquierda. Buscó entre las palabras utilizadas tanto en el grimorio del papa Honorio como en ambas claves de Salomón una posible relación o interpretación de aquellas letras, pero no encontró nada. Estaba a punto de darse por vencida cuando se fijó en el uso del sufijo EL en la traducción de todos los nombres angélicos, que era, ni más ni menos, que la referencia al Creador. No podía ser casual que ese mismo sufijo apareciera en los grabados de los báculos. Al comparar la escritura de esos mismos nombres, usando el alfabeto supuestamente sagrado que aparecía en los sellos y signos de los grimorios, comprobó que su disposición era idéntica a la de los símbolos de los báculos, y que la referencia al Creador se usaba al inicio de la palabra, separada, por lo general, con un apóstrofe del resto. Siguiendo la pauta de los libros, dispuso las letras al revés, aunque el resultado resultó ser igualmente críptico JFEL y SCHEL.

Nada de aquello parecía llevarla a ninguna parte, pero, aún así, volvió a los apéndices de la Clave del Rey Salomón para comprobar su trascripción. El de los alfabetos místicos no era el único recuadro explicativo de aquel libro de ocultismo, otros tantos estaban dedicados a la influencia de los planetas según su disposición, a las horas y días propicios para cada práctica mágica o a los arcángeles y sus poderes. Se entretuvo en ese último cuadro, observando la disposición de los supuestos nombres sagrados, repetidos una y otra vez, variando su orden en la lista según el periodo del día, semana, mes o año que regían. En efecto, todos y cada uno de aquellos nombres contenían el sufijo sagrado y, como si de un entretenimiento se tratara, casi sin prestar atención a lo que hacía, se dedicó a copiar los nombres de los arcángeles que aparecían citados en los recuadros explicativos. Observó aquellos nombres una y otra vez, subrayándolos, pensando en las historias que conocía sobre cada uno de esos personajes mitológicos, y recordando los libros apócrifos, tratados de magia y textos ocultistas en los que aparecían. Más pendiente de sus pensamientos que del cuaderno en el que dibujaba, copiaba y garabateaba, comenzó a tachar las vocales de aquellos nombres, todas excepto las del sufijo que los relacionaba con lo divino, y ante sus ojos apareció, inesperadamente, la respuesta que buscaba. Entre la lista de nombres abreviados aparecían las mismas letras que las de uno de los grabados: SCHEL, pertenecientes al apócrifo arcángel Sachiel. Por supuesto, aquella lista era sólo parcial, no recogía a todos los supuestos arcángeles aparecidos en la literatura religiosa ni, mucho menos, todos los nombres que se les asignaban, y, tal vez por eso, no hubiera encontrado la equivalencia con las iniciales del otro báculo.

Luz recordaba que Sachiel era más conocido en los textos no reconocidos por las diferentes iglesias como Zadquiel, y que se le mencionaba en algunos escritos rabínicos, así que se dispuso a buscar más información al respecto. No encontró demasiados datos, sólo un libro referente al antiguo misticismo hebreo en el que aparecía una discreta referencia a ese arcángel. Zadquiel, Sachiel o Hesediel era descrito como el arcángel de la misericordia, perteneciente al orden de los Hashmallim, el equivalente hebreo del coro católico de las dominaciones. Se trataba del abanderado que encabezaba la batalla, justo por detrás de Miguel, junto con otro arcángel llamado Jofiel. Luz no necesitó transcribir aquel segundo nombre para darse cuenta de que equivalía al grabado del otro báculo hallado en la cripta, JFEL.

Ángel había despedido a Semyazza y se había quedado en la capilla, perdido en sus pensamientos, pero la presencia de Belial lo sacó de su ensimismamiento. El demonio había dicho la verdad y su segundo al mando había encontrado el lugar en el que los humanos rendían culto a Legión, aumentando su poder. Cuando ambos llegaron al viejo caserón abandonado, él apenas fue capaz de controlar su ira. Marcas y nombres arcanos decoraban grotescamente el exterior de aquella enorme construcción rural, aunque no eran más que una simple advertencia de la aberración que se llevaba a cabo en el interior. Los diablos de Belial habían tomado el lugar y vigilaban atentamente cualquier movimiento de los humanos que estaban dentro, realizando un oscuro ritual de sangre mientras esperaban agazapados la aparición de Legión. Aunque probablemente el viejo demonio no aparecería por allí durante algún tiempo. Seguramente habría sentido como propia cada una de las muertes de los demonios a sus órdenes, incluida la del bocazas que les había indicado aquel lugar, y sólo se arriesgaría a regresar si no encontraba otro modo para alimentar su poder. Malditos humanos, no sabían qué hacían ni a qué jugaban. ¿Cómo era posible que creyeran que podían dominar a un demonio como Legión?

Los cánticos del interior del caserón le recordaron los viejos rituales que siglos atrás algunos incautos habían realizado para invocarlo, pactar con él o, incluso, los más imbéciles, con la ilusión de conseguir dominarlo. Sólo algunos, muy pocos, alguna vez se habían atrevido a buscarlo por simple sed de conocimiento, por curiosidad de saber. Pero esos tiempos habían quedado atrás hacía mucho. Aquellos ritos no tenían nada que ver con Legión, los idiotas, que trataban sin demasiado éxito de pronunciar una vieja oración en latín, creían que trataban con él. «Satán, Lucifer, Heylel, Príncipe de las Sombras…» Repetían una y otra vez un repertorio de los nombres y títulos por los que en algún momento se le había conocido. Nombres arcanos que ya no le pertenecían se mezclaban con los adjetivos que los habían substituido, con los nombres con los que los pueblos primitivos lo habían bautizado y con otros tantos con los que en algún momento de la historia lo habían confundido. Bufó. ¿Acaso pensaban que con una simple llamada iba a presentarse ante ellos? ¿Acaso creían que alguno de aquellos símbolos u oraciones tenía algún tipo de poder sobre él? «Imbéciles». Su ira se multiplicó, transformándose en una explosión de poder que oscureció el cielo justo antes de iluminarlo con un terrible relámpago.

—Vamos —gruñó Belial, coincidiendo con el estrépito del trueno.

El espectáculo del interior no tenía desperdicio. Hombres y mujeres ataviados con túnicas negras alzaban los brazos mientras repetían, una y otra vez, el mismo absurdo cántico. Algunos portaban cálices, otros dagas marcadas con símbolos supuestamente mágicos, los demás, simplemente, levantaban las manos. Dos imbéciles desnudos se revolcaban sobre un altar mientras otro de ellos derramaba sangre sobre sus cuerpos. En aquel lugar había concentrados ira, dolor, miedo y odio suficientes para alimentar el poder de mil demonios como Legión. Oyó como Belial le hablaba, pero no prestó atención a sus palabras, la ira lo cegaba y estaba a punto de perder el control. Aquellos idiotas no sólo se dedicaban a recrear antiguos e inútiles rituales de invocación, sino que habían llegado al extremo de sacrificar, supuestamente en su honor, desde animales hasta seres humanos. Dos muchachas vírgenes habían sido secuestradas, torturadas y violadas sobre el mismo altar que estaba contemplando, antes de haber sido sacrificadas. Y todo ese dolor, toda esa agonía, había sido utilizada por Legión para aumentar su poder hasta el punto de llegar a pensar que podía desafiarlo. Todo a su alrededor desapareció con aquel pensamiento y sólo quedó la ira que lo llenaba, que aumentaba su poder, que estremecía su cuerpo, y hacía crecer su espíritu hasta el extremo de mezclarse con la esencia misma de este mundo, dominándolo y sometiéndolo a su voluntad.

—Ahora sí que por aquí no volverá —suspiró Belial, que seguía a su lado.

Las palabras del diablo lo devolvieron al momento presente y Ángel trató de controlar su ira y tomar consciencia del lugar en el que estaba. A unos metros por debajo de ellos el viejo caserón había desaparecido y no quedaba nada que pudiera indicar que en algún momento hubiera estado allí. Sobre la tierra yerma que se extendía bajo sus pies estaban esparcidos los pedazos de los cuerpos de los imbéciles que habían estado alimentando a Legión y la visión de la explanada ensangrentada le devolvió las imágenes de lo ocurrido. Se encogió de hombros, como toda respuesta a su general, que lo miraba ahora fijamente.

—Sin duda habrá otra oportunidad de cazarlo —dijo Belial, resignado.

—Seguro —contestó Ángel, despreocupado, aunque su voz reflejaba aún el enorme poder que había acumulado sólo unos segundos atrás—. Envía a los tuyos a buscarlo.

Cuando llegó al departamento, dispuesta a hacer entrar en razón a Alfonso ahora que tenía pruebas que sustentaban su teoría, lo encontró vacío, aunque sólo eran las seis de la tarde. Se dejó caer desilusionada en una silla y vio frente a ella el manuscrito. Lo ojeó otra vez, página a página, en busca de detalles que pudieran haberle pasado desapercibidos, aunque, realmente, la parte en la que estaba interesada eran las páginas finales, llenas de los símbolos que antes le habían parecido indescifrables. Tal vez los signos y fórmulas que ocupaban las últimas páginas del texto, que ya veía más como un tratado ocultista que como una obra supuestamente literaria, tuvieran alguna relación con los grabados de los báculos y con el alfabeto supuestamente mágico que los decoraba. Comprobó que en muchos casos el parecido entre unos signos y otros era innegable, aunque no coincidían con el alfabeto utilizado para marcar las barras de plata. Los signos del legajo estaban igualmente realizados con trazos finos y coronados con pequeñas circunferencias, pero eran totalmente diferentes. Sin duda pertenecían a otro alfabeto y, cuando se detuvo en el último de ellos, lo reconoció de inmediato. Era la denominada escritura de Malaquías, que algunos místicos antiguos habían creído que era el alfabeto de los ángeles. Copió uno a uno todos los signos y fórmulas de aquellas extrañas últimas páginas y se levantó rápidamente, dispuesta a regresar a la biblioteca y compararlos con el alfabeto al que estaba convencida que pertenecían, pero Marcos entró en el departamento y no pudo resistir la tentación de explicarle todo lo que había averiguado.

El historiador tampoco había almorzado, enfrascado como estaba en la búsqueda de referencias históricas que pudieran arrojar luz sobre todo lo encontrado en la cripta, y ambos fueron a comer a un pequeño restaurante cercano a la universidad, donde se pusieron al día de sus mutuos avances. Marcos parecía encantado de que ella hubiera seguido investigando sobre sus hipótesis, a pesar de la negativa de Alfonso. Le confesó que él mismo estaba convencido de que ésa era la vía de investigación adecuada y que había querido continuar con ella cuando el proyecto se había vuelto a poner en marcha tras la desaparición de Anabel, pero Alfonso se había negado rotundamente. El historiador le contó algunos datos sobre los pasadizos subterráneos que no aparecían en sus notas y que apuntaba hacia la teoría de que, realmente, la Cueva del Diablo estaba unida bajo tierra con la red de túneles que escondían las entrañas de la ciudad. Al parecer, durante la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra, los antiguos pasillos subterráneos se habían utilizado incluso más que en las primeras épocas.

Los túneles facilitaron durante el conflicto bélico el tránsito de personas y también habían servido para ocultar desde arsenales hasta bienes históricos que se querían proteger del bando contrario. Posteriormente, durante la primera posguerra, habían servido para abastecer a la ciudad con artículos de contrabando, y algunas de las historias que contaban los mayores hablaban precisamente de un acceso abierto en la Torre de Villena. Luz no pudo contener la alegría por lo que Marcos le contaba. Si ese acceso seguía abierto, entrar en los túneles sería mucho menos complicado que si debían llegar a ellos a través de la catedral, pero, enseguida, el historiador acabó con sus esperanzas. Nadie parecía recordar exactamente dónde estaba el acceso de la torre, y los pocos que recordaban algo decían que seguramente había sido bloqueado y sellado, junto a otras tantas entradas a los corredores subterráneos cuando, a finales de la década de los cuarenta, se destapó el tráfico de estraperlo que abastecía a la ciudad.

—La única manera de llegar a ellos es la catedral —sentenció Marcos, sin ocultar su propia decepción.

—Tendremos que encontrar otra manera de demostrar la relación entre estos hallazgos y la cueva. No podemos confiar en el permiso de la Iglesia. Aunque tal vez si Alfonso quisiera tramitar los permisos desde la universidad…

Marcos negó con la cabeza, dubitativo.

—Es posible que hayan regresado de donde quiera que estuvieran —dijo él, poco convencido, después de mirar su reloj—. Por intentarlo de nuevo no perdemos nada.

Regresaron al departamento especulando las posibilidades de investigación que abrían todos aquellos datos y al llegar se encontraron con un movimiento frenético. Un puñado de técnicos trabajaba con los objetos, otros tecleaban en los ordenadores y Alfonso hablaba a voz en grito por teléfono mientras removía, inquieto, un montón de papeles sobre su mesa.

—Han llegado los resultados de la datación —susurró uno de los ayudantes de Marcos, en tono de confidencia, haciendo un leve gesto con la cabeza hacia Alfonso.

Marcos dudó antes de traspasar el umbral de la amplia sala, pero Luz entró decidida y se plantó ante la mesa de Alfonso, que la miró con cara de pocos amigos mientras seguía discutiendo con quien estuviera al otro lado de la línea telefónica. Ella le tendió la mano con exigencia y, finalmente, él le entregó los papeles que sostenía y en los que figuraban esquemáticamente los resultados de las pruebas realizadas. El informe completo seguía encima de la mesa de Alfonso.

Los cadáveres, el manuscrito y el resto de objetos coincidían en las fechas de datación, así como el material analizado del muro que sellaba la cripta. El resultado de los análisis los situaba en un período que abarcaba del año 1300 hasta el 1480, aunque los técnicos consideraban que la horquilla se podía reducir a la segunda mitad del siglo XIV sin aumentar en exceso el margen de error. Esa datación confirmaba que la construcción de la cripta era anterior a la del palacio que la albergaba y la aproximaba aún más a la derruida Iglesia de San Cipriano, en cuyo interior había estado antiguamente ubicada la cueva legendaria. Los datos sobre los cadáveres tampoco desmentían la hipótesis de la relación con la leyenda del aula de Lucifer. Todos los cuerpos pertenecían a varones de entre quince y diecinueve años, precisamente la edad en la que los jóvenes cursaban sus estudios superiores en la época.

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