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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (25 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—¿Qué ha sido eso? —preguntó el arcángel, aún con la mirada fija en él.

—El sello —contestó él, dudando—, se ha… ¿ablandado?

—Es imposible. —La incredulidad del rostro de Rafael se filtró también en su voz—. A no ser que Gabriel…

Negó con la cabeza, ella estaba bien. También él había pensado que algo podría haberle ocurrido al arcángel, pero estaba seguro de que no era eso lo que había provocado el cambio en su interior, sino algo diferente, algo que no sabía explicar. Rafael ignoró su gesto y sus pensamientos, y desapareció ante sus ojos. En ese mismo instante, otra sensación, incluso más poderosa que la provocada por la debilitación del sello que ataba su ser, atravesó su espíritu, y una sola palabra apareció en su mente. Luz. Una certeza que no sabía de dónde provenía lo inundó, sobrecogiéndolo, mientras corría con furia sin ser consciente de adónde iba, empujado por una fuerza que nunca antes había sentido. Sólo de una cosa estaba seguro, algo le había ocurrido a Luz.

La encontró en un callejón frente al hotel, tirada en el suelo, inconsciente. Tres tipos la rodeaban, rebuscando entre sus cosas, y cuando se acercó salieron corriendo, llevándose con ellos algunos de los objetos que habían esparcido por el suelo. Hubiera deseado matarlos en aquel mismo instante, pero toda su atención estaba puesta en la mujer que seguía tendida sobre el asfalto sin reaccionar. Trató de despertarla mientras buscaba en su mente una explicación de lo ocurrido y comprobaba que se encontraba bien. Sus recuerdos eran confusos, apenas había visto nada antes de que le dieran el golpe que la había dejado tendida en el suelo. Un golpe en la cabeza, que no tenía mayor importancia, se dijo. Ella estaba bien, y se tranquilizó. Quiso incorporarla con suavidad y Luz recobró la conciencia. Estaba confundida y desorientada, le dolía la cabeza, y a duras penas se tenía en pie. Sintió una oleada de ira crecer en su interior, pero consiguió controlarla a tiempo para poder prestarle la máxima atención a Luz, que se recuperaba lentamente, apoyada en sus brazos, y que parecía ahora repentinamente nerviosa, rebuscando algo a su alrededor.

—Me han robado —dijo, con el pánico reflejado en el rostro.

—Eran tres hombres. No conseguí alcanzarlos —explicó él, aún sosteniéndola, mientras ella seguía rastreando el suelo con la mirada—. Te llevaré al hotel, tienes que descansar.

Ella hizo el amago de protestar, pero, de pronto, casi con un golpe, se llevó la mano al bolsillo del pantalón y se tranquilizó. Se limitó a asentir mientras se dejaba llevar, tambaleándose, y él tuvo que hacer el mayor esfuerzo que recordaba para controlar la ira y el poder que se acumulaban en su interior mientras guiaba a Luz, que prácticamente no podía caminar, hasta su habitación del hotel. La tumbó con delicadeza sobre la cama y colocó una toalla humedecida sobre su frente. Sabía perfectamente que estaba bien, el golpe que había recibido, aunque había sido fuerte, no revestía mayor importancia. Lo había comprobado cien veces y, aún así, no podía deshacerse de la inquietud que había crecido en su interior cuando la había encontrado tumbada en aquel callejón, indefensa ante aquellos miserables. Se quedó a su lado, vigilándola, comprobando una y otra vez que se encontraba bien, que nada grave le había sucedido, observándola dormir. Tuvo que controlar con todas sus fuerzas la ira que crecía en su espíritu maldito, jamás se había esforzado tanto en retener las embestidas que azotaban su interior, evitando que su poder aumentara alimentándose de ellas, y previniendo una explosión de furia incontrolada. No estaba dispuesto a dejar sola a Luz, no en aquellas condiciones que a él le parecían tan lamentables, a pesar de saber que se encontraba en perfecto estado. Resopló, conteniendo la necesidad de penetrar en su mente, de unir sus espíritus, porque cualquiera de aquellas cosas podría provocar que perdiera el control, y eso era lo último que quería. Se limitó a quedarse a su lado, observándola, hasta que el alba lo sorprendió aún junto a la cama, contemplándola.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó cuando ella abrió los ojos y trató de incorporándose, llevándose una mano a la cabeza.

—No ha sido una pesadilla ¿verdad? —él negó con la cabeza, en silencio.

La voz de Luz reflejaba el malestar que aún sentía, al igual que sus torpes gestos mientras trataba de sentarse en la cama. Aunque apenas estaba amaneciendo, había dormido de un tirón desde que él la dejara en la cama Era más que suficiente para que se sintiera descansada, a pesar de que el dolor por el fuerte golpe que había recibido en la cabeza no hubiera desaparecido. De pronto, vio como Luz se tensaba y, con un gesto rápido, saltaba de la cama, perdiendo el equilibrio. No entendía qué le ocurría y se apresuró a sostenerla para evitar que cayera al suelo, pero ella, aún nerviosa, comenzó a rebuscar a su alrededor hasta que, finalmente, se llevó las dos manos a la cadera, suspiró, y se dejó caer, sentándose de nuevo en la cama.

—No se las llevaron… —susurró ella con alivio, mientras él rebuscaba en su mente una explicación a su comportamiento.

—¿Qué ocurre? —se oyó decir mientras comprobaba que la mente de Luz parecía tan confusa como la tarde anterior, cuando la encontró inconsciente. Era casi inaccesible para él, como si algo la bloqueara.

—Ayer hice una estupidez.

Luz clavó en él sus ojos y, sin necesidad de leer su mente o rebuscar en el interior de su alma, comprendió que la debilitación del sello, el robo en el callejón y la inexplicable barrera que lo separaba de ella, y de la que no había sido consciente hasta el momento, tenían una misma explicación. Ella no había roto el sello de Gabriel, lo había dividido, y fuera como fuera que lo había hecho, una parte de aquel maldito sello sagrado y debilitado la afectaba en aquel momento también a ella.

—Discutí con el director de la investigación —explicó Luz, hablando rápidamente, como si al pronunciar aquellas palabras pudiera liberarse de algo que la atormentaba—. Es extraño, somos amigos casi desde el primer año de facultad y jamás habíamos tenido una discusión como la de ayer. Más bien debería decir que fue una pelea en toda regla. —Fijó la vista en el suelo, aturdida, mientras continuaba con su frenética confesión—. No comprendo qué le sucede, ha vetado descaradamente una línea de investigación, la única válida, por cierto —aclaró, e hizo un gesto de desprecio con las manos, fijando de nuevo la vista en él—. Aunque eso, al fin y al cabo, no tiene importancia. Lo peor es que ha prohibido, o permitido que prohibieran, ya no lo sé, que se tomen muestras, documentos gráficos o se hagan copias del material hallado en la cripta… No hay nada, absolutamente nada, más allá del material encontrado, que demuestre su existencia. —Negó con la cabeza, incrédula, mientras mantenía sus ojos fijos en él—. Y tampoco hay medida de seguridad alguna que impida que cualquiera robe o destruya las piezas…

Sabía perfectamente a qué se refería. Nada más llegar a Salamanca supo que la Iglesia había intervenido para ordenar que todo lo relacionado con la cripta permaneciera en la más estricta confidencialidad hasta haber obtenido una conclusión clara y satisfactoria de su origen. En aquel momento no le había prestado atención a la petición. Había pensado que no era más que otra estupidez de los miembros de aquella institución extremadamente jerarquizada y recelosa de una posición que, aunque no fueran conscientes de ello, ya no ostentaban en la sociedad. ¿Acaso creían que en aquel momento alguien se iba a escandalizar por un hallazgo relacionado con el Diablo? El mal estaba en todas partes en aquel mundo en el que ya nadie parecía capaz de conmoverse por ningún desastre, y todo gracias a la estupidez del propio ser humano. Aunque era más que posible que aquellas absurdas medidas, que no habían hecho más que entorpecer sus planes, fueran una simple ocurrencia más de aquella jerarquía eclesiástica ajena a la sociedad en la que vivía, en aquel momento le pareció igual de probable que la pantomima fuera, ni más ni menos, que obra y gracia de Gabriel. Incluso la muy estúpida podría haber recuperado la antigua alianza con los humanos para evitar, de nuevo, que él se saliera con la suya, pensó, y maldijo al arcángel al tiempo que, con un esfuerzo incluso mayor que el que había necesitado hacer la noche anterior para permanecer al lado de Luz, consiguió contener su ira para mantener la atención en sus palabras.

—No sé qué me pasó, jamás había hecho nada igual —continuó ella, hablando igual de rápido que antes, pero con una evidente incredulidad en sus palabras—. De pronto, lo vi claro y, sin pensarlo, fotografié todo el material.

Luz se inclinó levemente hacia un lado y sacó del bolsillo del pantalón un pequeño aparato que sostuvo en la palma de su mano, ofreciéndoselo a él.

—¿Lo fotografiaste? —preguntó, con la mirada fija en el teléfono que Luz le ofrecía y que él no podía tocar si no quería arriesgarse a ir a parar de golpe al abismo, aunque el sello se hubiera debilitado—. ¿Con el móvil?

Ella asintió en silencio y, tras tomar una profunda bocanada de aire, le explicó todos los hallazgos que había realizado el día anterior y cada una de las teorías que su mente había ido trazando sin ser consciente siquiera de lo cerca que estaba de la verdad. Pero él apenas prestaba atención a sus palabras. Su mente se debatía entre la incredulidad, la sorpresa y el orgullo por lo que escuchaba. Si alguna vez había pensado que Luz era la única capaz de resolver aquel entuerto que cinco siglos atrás él solito había montado, nunca había sido realmente consciente de lo cierta que era su suposición. No sólo había relacionado la cripta con la leyenda formada en torno a la cueva y había encontrado y descifrado los grabados de las espadas, sino que, en menos de una semana, había conseguido, si bien no romper, al menos sí debilitar el último sello que aprisionaba su espíritu. Aunque ella, en realidad, no sabía dónde se estaba metiendo. Por algún motivo, Luz había estado en peligro desde el principio, pero más aún desde que había dividido el maldito sello sagrado y, en especial, si como sospechaba, Gabriel había resucitado la vieja alianza con los humanos. Debía protegerla. Y también debía proteger la copia del manuscrito si no quería que el sello recuperara su poder, al menos hasta que finalmente Luz lo liberara. Y no dudaba, ni por un instante, de que ella lo conseguiría.

—Debo convencer a Alfonso para que, al menos, disponga de las medidas de seguridad necesarias para proteger el material. —Luz seguía hablando, claramente desanimada, como si nada de lo que planteaba fuera realmente posible—. Y quisiera seguir investigando sobre la relación entre la cripta y la maldita cueva, aunque, por supuesto, eso es del todo imposible de momento —suspiró—. Mi única opción es bajar a los túneles y encontrar una relación directa entre ambos lugares, o incluso, con mucha suerte, alguna prueba material que los relacione. Pero dependiendo de un permiso de la Iglesia… —Negó con la cabeza, abatida.

El sonido del teléfono que Luz había dejado sobre la cama junto a ella interrumpió su conversación. Él se apartó, dándole privacidad para hablar, abrió la ventana de la habitación, y encendió un pitillo. Absorbió el humo como si en él pudiera encontrar las respuestas que necesitaba, mientras en su mente trazaba cada una de las posibilidades y analizaba sus opciones. Su prioridad era que Luz continuara investigando y que, tal vez, publicara ella misma el material, antes incluso de romper el sello de Gabriel o de descifrar el manuscrito. Estaba claro que, aunque debilitado, el invento del arcángel seguía teniendo poder sobre él, y tampoco podía pedirle a alguien como Luz que destruyera parte de lo que ella consideraba un tesoro histórico. Exhaló el humo mientras recordaba el inesperado efecto que esa misma propuesta había tenido sobre aquella absurda académica con unos principios morales mucho más dudosos y maleables que los de Luz.

Dio una nueva calada al cigarrillo y fijó su vista en Luz, que seguía sentada en la cama, hablando por teléfono. La única opción que le quedaba era dejarla hacer su trabajo, que investigara, que resolviera el enigma y descifrara el manuscrito, aunque la prohibición del profesorucho de que siguiera aquella línea de investigación lo complicaba todo. Expulsó el humo con un soplido de fastidio. La ayudaría a bajar a los malditos túneles. Era lo único que podía hacer, aunque le fastidiara sobremanera influir en los mojigatos de la Iglesia. No eran difíciles de convencer, al contrario, la mayoría de ellos tenía el alma más retorcida que muchos de los que se consideraban cargados con un montón de pecados. Pero, aún así, no había nada que soportara menos que a aquellos hombres que se consideraban a sí mismo envestidos de una autoridad moral de la que, en una abrumadora mayoría de los casos, carecían. Finalmente, decidido a facilitarle el acceso a los túneles, lanzó a la calle el resto del cigarrillo a la vez que ella, con un golpe, lanzaba el teléfono sobre la cama.

—Han robado las malditas piezas —gritó, ahogando su rabia en aquellas palabras.

Caminó hacia ella, tratando de contener la oleada de ira que lo invadía. Había sido Gabriel, no tenía duda. El maldito arcángel debió sentir el efecto en el sello cuando Luz lo fotografió, igual que él mismo y Rafael lo habían sentido, y si ella había recuperado el manuscrito restauraría el sello de inmediato. O incluso incrementaría su poder, ahora que habían desaparecido las otras protecciones. Quiso maldecir a Gabriel y a todos los arcángeles, explotar de ira, dejar que su poder lo embargara y le hiciera peder el sentido, y acabar con todo, antes de que la maldita pregonera tuviera tiempo de atar de nuevo su espíritu. Pero no lo hizo. No haría nada de aquello delante de Luz. En lugar de eso, se concentró, fijándose en ella, en aquellos ojos negros llenos de rabia y tristeza que estaban fijos en los suyos, mientras ella gritaba palabras que él no escuchaba. Se obligó a centrar su atención en aquel lugar, en aquel momento, en la mujer que tenía delante y que era capaz de hacer que todo desapareciera a su alrededor con una sola mirada.

—Tienes que esconder la tarjeta de memoria —consiguió decir, interrumpiendo el discurso airado de Luz—. Si encuentran las fotografías te apartarán de la investigación.

—¡Ya no hay investigación! —gritó ella, incapaz de contener toda la rabia que sentía y que lo golpeaba empujándolo a estallar.

—Pero puede volver a haberla. —Se concentró completamente, intentando que su voz fuera pausada y tranquila, relajante, casi hipnótica—. Tú tienes copias del material y, cuando sea el momento, podréis retomar el proyecto gracias a ellas.

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