Read Non serviam. La cueva del diablo Online

Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (28 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
3.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es un pequeño precio a pagar para evitar un mal mucho mayor —dijo Gabriel, y sonrió, provocándolo.

—¡Heylel! —gritó Rafael, haciéndole entrar en razón justo a tiempo, antes de atravesar el cuello del arcángel con un solo movimiento de su espada—. Nada arreglarás si matas a Gabriel.

Rafael caminaba lentamente hacia ellos y él sentía su aplomo creciendo por encima de la primera oleada de miedo que había llenado el espíritu del arcángel. Él mantenía la vista fija en Gabriel, que lo miraba con aquella sonrisa de superioridad, convencida de que aunque en aquel mismo instante acabara con ella, renacería de nuevo repleta de la Gracia de su Padre. Ángel gruñó. Rafael tenía razón, matándola no arreglaría nada. Privaría al arcángel durante algunos siglos, insignificantes para ella, de su memoria, de su personalidad e incluso de sus diversas formas corpóreas. Nada que no acabara recuperando en un tiempo que, en el Paraíso, no era en absoluto largo. Tal vez no volvería a ser igual, pero su maldita esencia jamás cambiaría y acabaría siendo, de nuevo, la insoportable pregonera que era.

—Es posible que matándola no solucione nada —contestó él, sintiendo como su cuerpo temblaba, amenazando con transformarse—. Pero tampoco perderé nada.

—¡Sí lo harás! —gritó Rafael, deteniendo súbitamente el movimiento de su mano con una firmeza que Ángel pensaba que no poseía—. Le demostrarás que tiene razón —continuó el arcángel, con calma, sin soltar la presa de su mano en su muñeca—, que no eres más que la bestia en la que piensa que te has convertido. Pero, en realidad, la «maldita» luz de la creación, Heylel, jamás podrá serte arrebatada.

Ángel apartó la mirada de los ojos petulantes de Gabriel, prestándole a Rafael toda la atención de la que era capaz en ese momento.

—Aunque la mates ahora, otros acabarán su labor. Aunque nos mates a todos nosotros, otros vendrán a acabar lo que hemos empezado…

Ángel fijó de nuevo sus ojos, llenos de ira, en Gabriel. Rafael tenía razón, cualquiera acabaría lo que aquella maldita mensajera había empezado, sin importar a cuántos matara mientras tanto. Había otro modo de acabar con aquello sin empezar una nueva guerra, que no conduciría a nada ni podría evitar que la vida de Luz acabara si los arcángeles se lo habían propuesto. Tenía que haberlo.

—Si le hacéis daño —dijo con voz grave, casi gutural—. Si simplemente la tocáis, aunque sólo sea un leve roce, no me importará empezar una maldita tercera guerra, pregonera. —Sintió el miedo y el estremecimiento de Gabriel y se deleitó con ellos—. Ese ya no será en ningún caso un precio pequeño. ¿Lo has entendido, Gabriel?

El arcángel asintió y él, lentamente, fue disminuyendo la presión contra el cuello de Gabriel, sin apartar la espada. De inmediato el cuerpo del ser sagrado brilló con intensidad, fundiéndose con la propia luz que desprendía.

—¡Ni un solo roce! —gritó con rabia al halo de luz dorada que brillaba alrededor de su espada.

Cuando el resplandor en el que se había convertido el arcángel hubo desaparecido completamente, se apoyó con una mano contra la pared en la que había aprisionado a Gabriel. Rafael se apartó de él, que, finalmente, bajó la mano en la que empuñaba su espada, sintiendo como la energía del arma regresaba a su interior y lo llenaba, aumentando su propio poder. Perdió la noción del tiempo mientras se concentraba, tratando de calmar su espíritu, y se sorprendió cuando, al conseguirlo, percibió aún la presencia de Rafael a su lado.

—¿Cómo has sabido que me detendría? —preguntó, controlando su voz, sin moverse ni mirar al arcángel.

—Soberbia.

No necesitó verlo para reconocer en el tono de Rafael aquel gesto suyo, encogiéndose de hombros con inocencia infantil por la obviedad de su respuesta.

—Mi pecado… —susurró.

—Tú favorito, de toda una larga lista ¿no? —dijo el arcángel y él no pudo evitar sonreír al reconocer de nuevo en boca de Rafael sus propias palabras, a la vez que notaba, atravesándolo como una puñalada, la confianza en él que sentía el arcángel.

La súbita presencia de Belial lo sorprendió, interrumpiendo aquellas sensaciones en las que, en realidad, no quería pensar. El diablo al que los humanos habían otorgado el rango de Rey del Infierno descendió sobre ellos, desplegando unas enormes alas negras que otorgaban cierta majestuosidad a su forma maldita, y que él que no conseguía recordar cuándo había visto por última vez en aquel ser.

—Tenemos a Legión —rugió el ángel caído antes, incluso, de llegar a posarse en el suelo.

Belial no necesitó decir ni hacer nada más para que la ira y el poder, que tanto le había costado contener, llenaran incluso con más fiereza el cuerpo de Ángel, que salió despedido detrás del diablo, sintiendo muy cerca de él la presencia de Rafael. Maldijo en silencio al arcángel por no haberse esfumado junto a Gabriel cuando habría tenido que hacerlo. Lo último que quería en aquel momento era que ese estúpido e infantil ser sagrado presenciara lo que de buen seguro iba a ocurrir cuando atrapara a aquel maldito demonio y comprendiera que él, en realidad, sí era la bestia que instantes antes había demostrado no creer que fuera.

Luz se refugió en una mesa del fondo de la biblioteca, después de esquivar a la estudiante que se afanaba en ordenar los libros de una estantería y que el día anterior le había permitido llevarse, en contra de todas las normas habidas y por haber, el ensayo sobre la Clave de Salomón que llevaba ahora en sus brazos, oculto entre otros textos. Comprobó que no había nadie a su alrededor antes de sacar del bolsillo del pantalón un cortaúñas y un tubo de pegamento. Con sumo cuidado, introdujo en la esquina inferior de la tapa posterior del tratado sobre ocultismo medieval una de las hojas apenas afiladas de la pequeña herramienta de manicura, y, sin dificultad, separó la cubierta de la decorada hoja que protegía el interior de la encuadernación. Rescató, de un improvisado escondite en el interior de su camiseta, la diminuta tarjeta de memoria que contenía las imágenes de las desaparecidas piezas halladas en la cripta, y la protegió envolviéndola con un trozo de plástico transparente. Con delicadeza, situó la tarjeta en su envoltorio sobre la punta desnuda de la encuadernación del viejo libro, la cubrió con un recuadro de papel, algo más grande que el trozo de plástico que escondía, y esparció sobre él dos gotas de pegamento antes de colocar suavemente en su lugar la hoja llena de florituras de la encuadernación original. Con dos dedos mantuvo la presión sobre la esquina del libro en la que había estado trabajando, a la vez que contenía la respiración, y, finalmente, comprobó que el escondite era tan discreto como lo imaginaba. El papel del interior, oscurecido por el paso del tiempo, no desvelaba rastro alguno de su manipulación, ni del pegamento utilizado para fijarlo de nuevo en su posición original. El discreto bulto de la diminuta tarjeta, así como de las finas capas que la protegían, quedaba totalmente disimulado por las magulladuras que aquel antiguo tomo había sufrido a lo largo de los años en sus cubiertas y, en especial, en las esquinas inferiores, que estaban descoloridas, retorcidas y deformadas. Ni siquiera al tacto se notaba el fino perfil del trozo de plástico negro que contenía las imágenes tomadas ilícitamente.

Respiró hondo antes de levantarse silenciosamente y dirigirse al mostrador para devolver el libro. Estaba convencida de que no constaba registro alguno del préstamo clandestino al que la joven bibliotecaria había accedido la tarde anterior, pero, aún así, decidió asegurarse de que ningún documento pudiera relacionarla con el que se había convertido en el refugio de la única prueba que quedaba de los hallazgos de la cripta. La estudiante encargada de la biblioteca seguía colocando mecánicamente libros en las estanterías y Luz llamó su atención, señalando el tomo que sostenía en su mano. La muchacha le hizo un gesto de precaución antes de dirigirse apresuradamente hacia ella, confirmando sus sospechas de que no había quedado constancia alguna de su relación con el libro.

—Por favor, déjelo en su sitio —susurró la chica al llegar junto a ella con la vista puesta en el libro—. Si se enteran de que he permitido sacar este libro me quitarán la beca…

Luz rápidamente escondió el viejo tomo entre los otros libros que sostenía y que había llevado con ella con el único propósito de ocultarlo.

—Tranquila, no diré nada —respondió, cómplice—. En realidad, si el director de mi equipo de investigación se enterara de que pierdo el tiempo con esto me sacaría a la calle de una patada… —explicó y la joven sonrió, traviesa—. Será un secreto entre ambas.

—Claro —respondió animada, antes de acercarse más a Luz y hablar en tono de confidencia—. En esta facultad, en ocasiones, son un poco carcas…

Luz sonrió divertida y con un gesto le indicó que iba a devolver el libro, separándose de la joven que ahogaba una risita maliciosa. Dejó aliviada el ensayo en el lugar que le correspondía y salió de la biblioteca tan rápido como pudo. Una vez en el pasillo, finalmente, se permitió relajarse. Más tranquila por haber dejado en un lugar seguro la tarjeta, regresó al departamento para devolver los libros con los que había ocultado el ensayo sobre la Clave de Salomón, pero encontró a Alfonso sentado en su mesa, y sonrió por haberse decidido a llevar consigo aquellos libros y no otros para camuflar el tratado de ocultismo.

—Pensaba que seguirías en el Departamento de Antropología. Quería darte esto —dijo, tendiéndole los libros a Alfonso, que la miraba sorprendido—. Ayer los trajo un alumno tuyo, justo antes de que yo me marchara. Te agradece el préstamo, me dijo que le fueron muy útiles.

—¡Ah, sí! Almagro, de tercero… —musitó Alfonso, cogiendo los libros que ella le había ofrecido y mirándolos uno a uno.

—¿Me necesitas para algo más? —preguntó y Alfonso levantó la vista, mirándola con dureza, con el mismo gesto desagradable con el que la había recibido esa misma mañana.

—En realidad, no. Y, de hecho, si no recuperamos el material perdido, no voy a necesitarte más —dijo con sequedad, devolviendo la atención a los documentos que tenía sobre la mesa.

—¿Te sabría mal explicarme qué demonios te pasa? —dijo con dureza, llamando de nuevo la atención de Alfonso—. En los últimos días apenas te reconozco…

—¿De verdad necesitas que te lo explique, Luz? —Alfonso se levantó, enfrentándose a ella—. Primero asaltas en plena noche un lugar histórico, con el tremendo susto que ambos nos llevamos por tu falta de cordura. Después haces lo que te da la gana y trabajas en una absurda hipótesis que no puede llevarnos a nada. Te enfrentas a mí, que, no lo olvides, soy el director de esta investigación, más allá de que seamos o no amigos, cuando te pido que te centres en la línea de investigación principal. Y, finalmente, desaparece todo el material, dando la casualidad de que tú fuiste la última en salir de aquí y sin que nadie te viera hacerlo. En fin, creo que está bastante claro lo que me pasa.

—Así que ya está —dijo, sin poder disimular la pena que se filtró en sus palabras—. Priorizas un desacuerdo profesional sobre nuestra amistad y después me atribuyes un delito, que te aseguro que no he cometido, basándote, como única prueba, en la falta absoluta de pruebas que apoyen o desmientan tus ideas. Muy bien, es todo lo que necesitaba saber.

Luz se dio la vuelta dispuesta a salir cuanto antes del departamento, pero albergando en su interior la esperanza de que Alfonso se lo impidiera, que le diera, sino una disculpa, al menos una explicación convincente de su comportamiento. Pero él no dijo ni una palabra y ella se resignó a marcharse sin mirar atrás.

Debía de ser mediodía y no tenía ganas de volver al hotel ni de enfrentarse a nada que la obligara a pensar en lo ocurrido durante los últimos días. Una parte de ella deseó estar con Ángel en aquel momento. A su lado se sentía extrañamente protegida y a salvo de todo, pero no tenía manera de localizarlo y pensó que era poco probable que él estuviera en el hotel. Suspiró, tratando de detener aquellos pensamientos, salió de la universidad y se dedicó a caminar sin rumbo por las calles de Salamanca. No se fijó en los pequeños detalles que normalmente hubieran llamado su atención, ni en los hermosos edificios que formaban el casco antiguo de la ciudad. Tan sólo caminó, intentando no pensar, hasta que llegó frente a un lugar que le pareció increíblemente tranquilo. Se fijó en su alrededor y se dio cuenta de que era un enorme parque que se abría entre las calles atestadas de coches, y decidió perderse en su interior. Caminó entre los setos, cuidadosamente recortados, y las numerosas fuentes, hasta que, finalmente, se sentó en un banco, algo apartado de los caminos más concurridos por las parejas, familias y grupos de turistas que disfrutaban del agradable espacio ajardinado.

No fue consciente del tiempo que estuvo allí sentada, observando distraída el ir y venir de la gente, hasta que se dio cuenta de que la luz anaranjada del atardecer desvelaba nuevos colores en el paisaje. Se levantó, dispuesta a pasear y disfrutar del nuevo aspecto de aquel hermoso parque hasta que el sol se ocultara por completo, pero, cuando hubo dado cinco escasos pasos, se sintió mareada. Pensó que no había comido nada en todo el día y quiso maldecirse por ello mientras buscaba, sin éxito, algo en lo que apoyarse. Repentinamente se le nubló la visión, como si un intenso haz de luz la hubiera cegado. Buscó apoyo a tientas, sin encontrarlo, y se dejó caer de rodillas en el suelo, antes de provocarse un mal mayor.

Ángel siguió a Belial hasta un viejo edifico destartalado a las afueras de la ciudad y, de inmediato, sintió la disimulada presencia de Legión en el interior, junto con el nerviosismo de Rafael, que acababa de situarse a su lado. Bufó. Comprobó que en el interior del viejo edificio había al menos cincuenta humanos, además de Legión y otros tres demonios, mucho más jóvenes y menos poderosos que el antiguo condenado.

—¡Lárgate! —gruñó hacia el arcángel, que se limitó a negar con la cabeza.

Notó, resignado, como toda la inquietud de Rafael se transformaba en resolución, primero, y en anticipación ante un posible combate, después. Belial le indicó con un gesto que los diablos bajo su mando ya rodeaban el edificio, al tiempo que dejaba crecer su rabia y lenguas de oscura sombra rodeaban su cuerpo maldito, acariciándolo, y creando intrincadas formas a su alrededor. Ángel le dedicó una leve mirada de advertencia a Rafael antes de avanzar con paso firme hacia el edificio y dejar que su poder invadiera la maltrecha estructura, haciéndola temblar a la vez que atravesaba la puerta. Sintió el estremecimiento de los demonios que se ocultaban en el interior, las esencias de las almas de los humanos debilitadas por la embestida y, casi en el mismo instante, la presencia del diablo y el arcángel que lo habían seguido quedándose un paso por detrás de su espalda. Se dirigió directamente hacia el lugar en el que sentía, más claramente ahora, la presencia de Legión, y Belial lo siguió de cerca mientras Rafael guardaba una prudente distancia. Sintió su propia repugnancia mezclándose con la de su general y el arcángel cuando se encontró con la figura terrible y retorcida del viejo demonio. Su cuerpo era tan grotesco como las almas condenadas que se habían unido bajo aquel antiguo nombre con la única finalidad de aumentar su poder. Las almas de los humanos más oscuros y corrompidos que en algún momento hubieran pisado la tierra estaban encerradas, encadenadas, en el interior de aquel cuerpo, más animal que humano. Todos los pecados y las atrocidades imaginables formaban parte de aquel ser condenado que, tanto en esencia como en forma, era una burla de la Creación.

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
3.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hasty Death by Marion Chesney
The Seafront Tea Rooms by Vanessa Greene
Under His Claw by Viola Grace
The Witches Of Denmark by Aiden James
Coldbrook (Hammer) by Tim Lebbon
Yarn to Go by Betty Hechtman
The Rose Thieves by Heidi Jon Schmidt
Baja Florida by Bob Morris
Skin by Donna Jo Napoli